Ha llegado la temida cena de empresa y, lo que es aún peor, te han colocado a cada lado a los dos administrativos más plomizos, mediocres y zafios de toda la oficina. Seguro que es verdad eso que dicen, que están ahí por un favor que debía el jefe. A tu derecha, un tal Arias Cañete que te saca más de cuarenta años habla de su vida anterior. No le prestas atención: apenas consigue vocalizar con la boca llena y prefieres no mirar a su camisa llena de lamparones. A tu izquierda, y con el gesto desencajado, una tal Elena Valenciano insiste en ir a fumar de nuevo. Esta vez no accedes a acompañarla. No estás dispuesto a escuchar de nuevo cómo te dice con voz cazallera que ella fue “la chica de ayer”. Cuando todo eso acaba sonríes. Menos mal que te quedan dos meses en esa empresa y pronto podrás olvidarte de esa panda de gente vulgar y sin fuste: esos cretinos. También te alegras de que nada dependa de ellos y piensas en aquellas elecciones de 2014 en las que fueron rivales como en algo lejano e increíble. Luego despiertas.

Mayo de 2014.

Se han celebrado Elecciones Europeas y han ganado los de siempre, pero han ganado menos. Y esa porción de victoria que se les ha arrebatado no sólo significa un futuro medianamente esperanzador para la democracia española, sino, sobre todo, un cambio de formas. Un cambio de lenguaje, una apuesta por algo que parecía fuera no ya de la política sino, según los más pesimistas, hasta del espíritu español: la cultura, la preparación, el diálogo. Si se ha castigado a los dos partidos tradicionales es porque ya nadie cree en lo que dicen. Y si nadie cree en lo que dicen no es sólo porque los hechos se hayan empeñado en demostrar su incapacidad para gobernar persiguiendo el interés común, sino también porque usan una retórica arcaica, soez y vacía.

A Pablo Iglesias, ganador moral de estas elecciones se le puede acusar de muchas cosas pero, como dice mi abuela, “¡qué bien habla ese chico!” Y se le llamará populista y se le tildará de soberbio, se dirá que vende humo y que su discurso jamás se materializará (porque nadie que venga siguiendo La Tuerka desde hace años podrá acusarle de falta de discurso), pero hay algo que es evidente: hablar bien, ser una persona preparada, culta y cabal debería ser, si no suficiente, sí requisito indispensable para presentarse a unas elecciones. Y esto es algo que casi todos los partidos parecían haber olvidado.

Han sido demasiados años de discursos circulares y retroalimentados. De tratar de trasladar todo problema a unas coordenadas de sobra conocidas, de usar a fantoches para repetir unas consignas tan gastadas que es imposible creer provocan la agitación de banderolas en los mítines por entusiasmo y no por el deseo de una recompensa, de una limosna a cambio de la filiación a “lo de siempre”.

Así, la irrupción de Podemos es aire fresco. Es llevar al Parlamento Europeo a quien lleva años dando clase, leyendo textos y corrigiendo exámenes de cientos de alumnos de todas las procedencias, con todo lo que eso es capaz de acercar a la realidad de las cosas. Es haber confiado, por una vez, en una izquierda cargada de lecturas en lugar de en el sectarismo iletrado de otras izquierdas.

Ciudadanos puede suponer lo mismo desde la derecha. Puedo celebrar y celebro que estos dos partidos hayan obtenido más representación de la esperada. Porque estoy harto de oír hablar de Adolfo Suárez.

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