En las partidas de ajedrez entre jugadores de cierta calidad, de los que no cometen errores rudimentarios (sobre todo si el nivel de ambos es similar), acaba llegando siempre un punto crítico. Es un momento de la partida en el que hay que tomar una decisión irrevocable. Un momento en que seguir con movimientos preliminares, preventivos, de tanteo mutuo, sería redundante. Y tienes que decidir si entras a atacar y a tomar la iniciativa o te pones a la defensiva y buscas las tablas. Y hay que reconocer el momento. Si no lo haces tú es muy probable que lo haga el rival y te arrebate la iniciativa, que difícilmente se recupera.

Hablo de ajedrez, pero la vida de cualquier persona está plagada de puntos críticos. No hace mucho os hablaba de los esgrimistas. Ese momento en que sabían que debían entrar a matar, arriesgarse. Si se equivocaban, todo terminaba. Y puedes equivocarte por precipitación o por exceso de cautela.

Los momentos críticos se presentan en las negociaciones, incluso en las más banales. También en los intentos de seducción, incluso en los cotidianos. Se presentan constantemente. Es un momento en que debes correr un riesgo o echarte atrás. O sea, bajar la cabeza y recular. Rendirte. No hay más opciones.

Yo me di cuenta de que la relación que tenía con Merche había llegado a un punto crítico. Es esencial reconocer los puntos críticos. Si no lo haces pasan de largo. Son como ventanas a otra dimensión que se abren durante un instante. También puede ocurrir que los reconozcas pero no te atrevas a actuar, o que te pueda la presión y metas la pata en el momento en que debes actuar. Hay gente que se prepara toda la vida para algo y cuando llega el momento crítico se bloquea. Si ocurre eso hay que reconciliarse con uno mismo, lo contrario es muy cruel.

Merche se había enamorado de su propia obra, que era yo. El efecto Pigmalión. Ella, inconscientemente, esperaba que yo fuera como un sucedáneo mejorado de su propio hijo, e inconscientemente yo me comportaba como ella esperaba. Yo sabía que si en ese momento hubiera presionado con la delicadeza necesaria y sin salirme del papel hubiera acabado, al menos, chupándole los pezones, que era mi obsesión fundamental con Merche (no sé por qué, nunca llegué a analizarlo. Después le pregunté a mi madre si me había dado el pecho pero afirmó que no se acordaba).

Pero, al hilo de lo que os decía antes, la mayoría de la gente acaba cometiendo errores casi al final, cuando la victoria está ya alcance de la mano. Por la presión. El cazador que lleva horas esperando a la presa y en el último momento dispara un poco antes de tiempo o falla el disparo porque le tiembla la mano, o que decide esperar a que se acerque un poco más para asegurar el tiro y la presa acaba por olfatearlo o por darse la vuelta. También les pasa a los pescadores impacientes. Ése tirón excesivo cuando el pez ya casi está en la barca, ese arrebato de impaciencia a causa de la euforia que desprende el anzuelo. Nunca hay que perder la objetividad. Es imposible ser objetivo al cien por cien, pero hay que acercarse todo lo posible y no dejar de estar muy atento. Y yo, a pesar de la euforia, me di cuenta de varias cosas.

De entrada, Merche era una persona sumamente honesta. Consigo misma y con los demás. Es seguro que se sentía muy incómoda con la atracción que yo le provocaba, pero evidentemente no podía evitarla. Y si en aquel momento de incomodidad yo la presionaba para hacer lo que deseaba después se sentiría horriblemente mal y acabaría confesándose a Londa. Y yo, en aquel punto de mi vida, no podía permitirme terminar mal con Londa porque eso significaría tener problemas graves, y probablemente definitivos, con mi tía. Y además de todo eso, Merche no querría saber nada de mí a causa de todo el jaleo. Cortaría amarras a causa del pánico. En otras palabras; me saldría carísimo chuparle los pezones una sola vez a Merche. Me di cuenta de que debía ser ella la que tomara la iniciativa, y debía hacerlo de forma consciente y después de haberlo meditado y de asumir cómo se iba a sentir después. Ella tenía que aceptar la situación. Yo sabía que si era ella la que tomaba la iniciativa, y yo me hacía el inocente y el asustado y le hacía prometer que no le diría nada a nadie, ella cumpliría su promesa. Y probablemente yo podría chuparle los pezones a menudo, hasta que me cansara. Ella se sentiría muy mal después, pero aquello me importaba muy poco. Las pasiones verídicas es lo que tienen, que desbordan. Al menos hasta cierto punto.

He de deciros que por aquellos tiempos yo había cambiado mucho. Mis músculos estaban bastante fibrados a causa del ejercicio diario, mi espíritu estaba en paz después de haber descubierto y aceptado mi esencia de anormal, y mi mente estaba relajada y atenta. Y la actitud mental y espiritual, además del bienestar físico, tienen una influencia enorme en la apariencia. Casi todo es actitud, lenguaje corporal. Ya sabéis que hay gente que no es muy guapa pero resulta atractiva. Muy atractiva, incluso. Puro magnetismo. Por poner una comparación no muy imaginativa; la gente que se lleva bien consigo misma emite esa atmósfera que tienen los hogares en los que hay buen ambiente, esas familias ideales. Aunque sean pobres, o vivan en una casa fea. Emiten magnetismo. Te dan ganas de quedarte a vivir con ellos. Hay gente que vive en casa muy bonitas, pero dan hasta miedo del mal rollo que desprenden.

En fin, mi jugada fue la lógica. A Merche le hice entender, con mi actitud, que ella me resultaba la mujer más atractiva del mundo y que moriría por ella, pero que nunca traspasaría la línea porque era un tipo honesto (como ella querría que fuera su hijo, por otro lado. Ojo con ser coherentes). Y a Londa, que no era tonto y se daba cuenta de lo que le estaba pasando a Merche, le hice creer que podía confiar en mí a ciegas, porque éramos camaradas.

Y además de todo eso empecé a buscar una novia, que era lo lógico para meter presión por un lado y disminuirla por el otro.

Elisa era el clásico bicho raro. Había tenido una hermana gemela, pero cuando tenían quince años su hermana se escapó de casa y se fue a una especie de secta. Al cabo de unos meses apareció violada y asesinada en el monte. El sospechoso principal fue un chico de una familia importante, pero no llegó a celebrarse el juicio porque el muchacho desapareció. Todo el mundo asumió que su familia lo había ayudado a escaparse. El otro sospechoso, un amigo suyo, se fue a vivir a otra ciudad.

El padre de Elisa era médico, y viudo. Después de todo aquello se jubiló y prácticamente no salía de casa.

Elisa era una especie de autista. Apenas se relacionaba con la gente, y la gente, por lo general, tampoco insistía demasiado. Era enfermera y se pagaba los estudios con su trabajo.

A mí me atraía mucho. Era como un personaje de una novela decimonónica. Emanaba una melancolía auténtica, sin imposturas. A veces parecía un espectro. Nadie la miraba, y ella transitaba por el mundo como si tampoco viera a nadie. Como si estuviera en un plano distinto, aunque superpuesto. No es que fuera un bicho raro en un sentido social, entendedme. Cuando no tenía más remedio que relacionarse con la gente lo hacía con mucha habilidad. Era amable y asertiva, y tenía mucha clase. Hacía sentir bien a la gente, sin asomo de incomodidad. Sin embargo, de alguna forma dejaba claro que no tenía el menor interés en profundizar, por decirlo así.

Supongo que el hecho de que mi novia se hubiera tirado a la vía del tren le llamó la atención. Fue todo muy natural. Nos pasábamos horas juntos sin decir nada. Ella se sentía cómoda conmigo y sabía que yo me sentía cómodo con ella. Íbamos mucho a la playa. A ella le gustaba desnudarse, ya os lo dije. Lo hacía todo con mucha franqueza. Le gustaba mucho el cine y hablábamos de películas, y de la gente. Un día acabamos haciendo el amor en la playa, todo muy fluído y sin tensiones. Fue muy bonito porque por aquel entonces ya nos sentíamos muy a gusto juntos. Ninguno de los dos estaba a la defensiva. Fue todo tan natural como un abrazo.

Aquella misma noche me llevó a su casa y nos acostamos en su habitación. Nos quedamos dormidos mientras nos abrazábamos. Yo soñé con cosas muy bonitas. A media noche me despertó, y sin decir nada me acompañó por unas escaleras que bajaban hasta el sótano. Y allí me enseñó su maravilloso secreto. El cabrón que había violado a su hermana estaba allí, atado a una cama con unas correas. Aunque no hubiera estado atado con correas de cuero, de las antiguas, tampoco hubiera podido hacer gran cosa, porque le habían amputado los brazos y las piernas. También le faltaba la mandíbula inferior y la nariz, y uno de los ojos. Con el otro ojo nos miraba, y se notaba que estaba aterrorizado. Le había rebanado el párpado, y había un humidificador que cada pocos segundos hacía «clic» y soltaba una nubecilla de vapor para evitar que el ojo se secara. Estaba completamente intubado, como un enfermo terminal.

La semana que viene os lo seguiré contando, pero creo que ya entendéis mi dilema cuando Elisa y Merche se cruzaron a la vez en mi vida.

Nota: Hoy, en lugar de una receta o un truco de cocina, os regalo un enlace de Youtube con música de Paganini interpretada por un músico excepcional. Elisa adoraba a Paganini. Afirmaba que no hacía concesiones al público. Paganini hay que escucharlo con toda el alma atenta, no sirve como música de fondo. Ella podía pasarse horas en la cama concentrada en la música de Paganini.

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