El PSOE se hunde, irremediablemente. Se bate en retirada. Dirigentes y periodistas con mucho olfato ferraziano hablan ya de suicidio. Yukio Mishima, cocido en sus propios principios, se clavó una espada y se hizo decapitar. Hay cierta dignidad en ello. Sin embargo, el PSOE morirá acosado por su indeterminación ideológica: algo lamentable. La misma formación se ha encargado de desautorizar sus ideas y sus consignas durante décadas de medias tintas y de brindis al sol, y para colmo con el acuerdo del artículo 135 que dinamitó los últimos floripondios rojos que servían para que muchos les votaran a ciegas. Las buenas ideas que le quedan al PSOE no tienen valor: carecen de audacia y, además, nadie se las cree, salvo los votantes acérrimos. Y Susana Díaz no arreglará nada.

Díaz, con su cara de puñetazo en la mesa, de cacique intolerante, de duquesa timadora, sólo es un espejismo. Pero ahí van aplaudiendo y conspirando las papadas de los barones, soñando con las patillas blancas de Felipe. Piensan en ella como salvadora porque en Andalucía mantienen un buen número de votos. Ella sale a pavonearse y a asegurar que el apoyo popular responde a su gestión y a un posicionamiento ideológico claro. Cuánta moral tiene Susana, qué rápido ahueca las alas. En las últimas autonómicas obtuvo el peor porcentaje de votos de su partido, un 35,43 por ciento. ¿No lo ves, Susana?

Los socialistas se equivocan radicalmente si creen que Díaz levantará el partido. Bien es verdad que no les queda otra, se equivocan con mucha autocomplacencia, los pobres, porque la alternativa sería asumir la realidad e irse a casa. Lo cierto es que el de Andalucía no es un voto de tendencia o vanguardia, sino un voto tradicional y conservador, el núcleo fijo de fieles que jamás votarán otra cosa porque siguen al PSOE como seguirían al Barça o al Real Madrid, por un acto de banderismo, por amor a unas siglas en vez de a un programa. Gente que, si el PSOE pacta con el PP, acabará justificándolo, aunque durante años hayan mirado a los populares como el rostro visible del diablo. Esos, también, son los votantes que le quedan al PSOE en el resto de España. 90 escaños que provienen de los que nunca cambiarán: sólo hay que ver cómo en los 80 apoyaban cosas que ahora tildan de populismo. La señora Susana no debería vanagloriarse tanto en la pública intimidad del aparato socialista.

Hay irritación entre los socialistas, viven hoy con las uñas afiladas, se meten en mitad de tus conversaciones de bar con las mejillas hirviendo. Les revienta que la realidad haya dejado al descubierto que el suyo es un voto conservador en el fondo, les molesta que se haya vaciado de sentido la parafernalia verbal con la que se reivindicaban como defensores de los desfavorecidos. Tienen un sentimiento patrimonial sobre el voto de izquierdas, se indignan como si hubieran invadido sus tierras y tachan a Pablo Iglesias de ratero, de incoherente, de encantador de serpientes, de juego sucio. Ya no se acuerdan de cómo Alfonso Guerra disparaba a Adolfo Suárez, descalificándolo en lo personal con una ruindad absoluta, para cazar a los simpatizantes de UCD. O de cómo martilleaban en la mina del PCE. Los socialistas se arrogan derechos que no reconocen a los nuevos partidos. Se han convertido en lo que antes atacaban, en una fuerza paralizada, en un grupo de terratenientes de lo político.

Que no se hagan ilusiones con Susana. Deben aceptar que el PSOE subirá o bajará en función de lo bien o lo mal que lo haga Podemos. Los socialistas son la principal víctima del ocaso del tiempo político iniciado con la Transición porque han renacido las ilusiones que ellos mismos se ocuparon de desinflar. 2016 parece que será el año de su agonía.

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