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Al principio, Santo Stefano Belbo y Turín


Cesare Pavese, escribe, pasea con su perro Belbo por las colinas de Santo Stefano Belbo, el pequeño pueblo del Piemonte italiano donde nació en 1908, vivió y volvió siempre, excepto al final.

Cesare Pavese, uno de los escritores italianos más importantes del siglo XX, escribe en italiano, lo leo y lo traduzco: “Es bonito pasear junto a un perro, pues mientras camina olisquea y reconoce por nosotros las raíces, las madrigueras, los acantilados y las vidas ocultas; lo que multiplica en nosotros el placer del descubrimiento. Desde pequeño siempre me pareció que ir por el campo sin un perro hubiese supuesto perder demasiado de la vida y de lo oculto de la tierra”.

Yo, quizás como Cesare, me pierdo a propósito por mi tierra junto a mi perra. Caminamos lejos de casa y al querer volver es ella la que reconociendo el rastro me lleva de vuelta. Otras veces, en las noches de verano, los jabalíes gruñen y ella me avisa: nos detenemos y escupiendo las semillas de la sandía que comemos nos preparamos para ahuyentarlos: ella ladra y yo les lanzo medio a ciegas cualquier palo o piedra.

Las mujeres


Pero la naturaleza y los animales no hablan, ni sonríen ni te miran, por eso Pavese escribe, y yo lo leo tal como lo piensa: “para nosotros, la idea de la mujer, del sexo, ese ardiente misterio, no encajaba en el campo, sino que molestaba. A mí, las raíces, los acantilados y sus salientes me hacían sentir la sangre en movimiento y la ferocidad de la vida, pero no me permitían ver ese salvajismo que existe en el sexo de una mujer.”

Yo, que era capaz de diferenciar decenas de olores en mi tierra. Los almendros en flor, la almendra partida, la tierra mojada, las encinas en primavera, el olor de la nieve sobre la hierba o la resina de la corteza de los pinos. La lluvia violenta, la luna blanca llena o la llegada de la tormenta amarilla. Yo tenía que ir a la ciudad para entenderme al fin con los olores, las miradas y las sonrisas de las mujeres y las personas que viese pasar, porque hablaban. Yo, que tenía que huir del campo y de mi tierra porque en la ciudad sentía de verdad lo que la sangre me permitía pensar.

Que mi ciudad era Madrid. Que la ciudad de Cesare era Turín, donde murió en la habitación de un hotel en 1950. Yo y los campos de encinas de Eurovillas, a 55 kilómetros de Madrid. Cesare y los campos de viñas de Santo Stefano Belbo, a 80 kilómetros de Turín. Que escribe: “El pueblo se hace ciudad, la naturaleza se hace vida humana, el niño se hace hombre”.

La escritura


Cesare Pavese sabía que: “Escribir no es un sentido, sino un estado, no un entender, sino un ser”. Y se dice a sí mismo en el diario –denominado El Oficio de Vivir– que escribió entre 1935 y 1950: “Nadie te apasiona. Si no tuvieses la confianza en el hacer, en tu oficio, en la materia que tratas, en las páginas que escribes: ¡Qué horror, qué desierto, qué vacía estaría la vida! Huyen los muertos a esta suerte. En el fondo escribes para ser como los muertos, para hablar desde fuera del tiempo, para hacerte a todos recuerdo. Esto es para ellos, ¿pero para ti? Ser para ti muchos recuerdos, ¿te basta?”.

La muerte y el suicidio


El 27 de agosto de 1950 se suicida tomando diez dosis de somnífero en un hotel de Turín. El 16 escribió: “Un clavo saca a otro clavo, pero cuatro clavos hacen una cruz” y “mi obra pública está acabada en lo que me es posible. He trabajado, he dado poesía a los hombres, he compartido la pena de muchos”. El 17 escribió: “No deseo nada más en esta tierra. Este es el balance del año no acabado, que no acabaré”. El 18 acaba: “No escribiré más”. Y en el cajón de esa habitación encontrarán un poema: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos”. Los de ella.

No tenía nada más que decir, ni a ella –porque no respondía– ni a nadie más. Excepto a nosotros.


Imagen: Cesare Pavese.

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