C.C. la conocí en el gimnasio.

Un gimnasio que abrieron muy cerca de mi casa, uno de esos centros de fitness de última generación. Carísimos y muy exclusivos. Las recepcionistas eran muy atractivas  y usaban uniforme de diseño, hecho a medida. Y te trataban como si fueras importante para ellas. Eran caras, de las que te hacen creer que es cierto, que les importas.

Me apunté porque mi madre siempre me estaba dando la lata con el tema de hacer ejercicio y me pagó la cuota de un año, aunque yo creo que fue porque había leído que muchas parejas se conocían en el gimnasio y estaba preocupada porque las novias me duraban muy poco.

C.C. era la hija del dueño y se pasaba el día por allí. Creo que su padre la obligaba, para que aprendiera el oficio. C.C. tenía el cuerpo más bonito que he visto en mi vida. La primera vez que la vi fue en la piscina, saliendo del agua, y se me cortó la respiración. No era sólo que tuviera unas proporciones perfectas, era la forma de moverse. Sin tensiones y con una seguridad absoluta, pero sin arrogancia. Era una reina. La auténtica corona se lleva en el corazón, todo lo demás son disfraces. Y además tenía unos pies maravillosos, como los de las estatuas de Diana, la cazadora.

Era la persona con más clase que había visto en mi vida.  Y lo más fascinante era que no era nada engreída. Y no me refiero a que disimulara por cortesía, es que realmente era de lo más modesto a pesar de que podría haberse dedicado a ser modelo y de que era más inteligente que la mayoría. Desconcertaba a la gente. Muchos tíos del gimnasio creían que era retrasada, como le pasaba a la Remedios La bella de «Cien años de soledad». Si  hubiera ascendido a los cielos yo lo hubiera encontrado lógico, previsible y justo. Y leía mucho, siempre llevaba algún libro encima. Cosas modernas, de editoriales pequeñas, o clásicos en inglés. Todo el mundo estaba loco con ella. Los tíos somos así, se nos dispara un resorte y sólo pensamos en inseminar. Es como si una parte muy profunda del cerebro tomara el mando y volvieramos a ser las amebas de las que descendemos. Cómo me fascina le genética. Nos creemos que somos seres racionales, en plan arrogante, hasta que aparece alguien como C.C. Por eso me da tanta pena la gente que se cree que controla, por el desastre que están larvando.

Y sin embargo, C.C. no iba de diva ni nada parecido. Y era muy diplomática. Los rechazaba con mucha elegancia, sin ofenderlos. Los tenía a todos comiendo de su mano y sin cabrearlos. Yo me enamoré como un chaval, como cuando estaba en el cole.

A C.C. la calé enseguida. No soy muy bueno en casi nada, pero a la gente la entiendo apenas la conozco. Es como si nuestros rasgos de identidad, todos juntos, fueran las rayitas de un código de barras. Donde la mayoría ve un montón de palos de diferentes grosores yo percibo el alma de la gente, en perspectiva. Como si fuera un criptograma. Es un don que tengo. No es que esté orgulloso ni nada de eso, hubiera preferido tener buen paladar para el vino o ser bueno en el ajedrez. O al menos que la gente me hubiera interesado más, y entonces hubiera podido ser un psicólogo estupendo. Pero la verdad es que no me interesa casi nadie, y los que me interesan un poco me acaban aburriendo. Menos C.C. Hasta dibujaba corazones con nuestros nombres dentro.

El problema era que cuando se me acercaba yo no podía ni hablar. Se me disparaba el pulso y se me secaba la boca, como si saliera a un escenario de un teatro abarrotado de gente, igual. Tuve que acabar por evitarla. Pero la estudiaba a fondo, porque todos tenemos miedos y deseos fundamentales y ése es el cerrojo de la puerta que abre lo más hondo y vulnerable de nosotros. Sólo hay que buscar el caballo de Troya adecuado, o la llave. Bueno, me estoy liando con la metáfora, pero ya me entendéis.

La mayoría de las mujeres, en el fondo, quieren conquistar al macho dominante de la manada. Pura genética. Eso les da seguridad y prestigio, a ellas y a la prole. Y no me refiero al más chulo. La chulería suele ser sinónimo de inseguridad latente, aunque muchas chicas eso no lo ven y se acaban enamorando del cabronazo. Pero aparte de eso, algunas mujeres buscan en su pareja a un padre, y otras a un hijo. La mayoría son niñas perdidas o madres frustradas, en mayor o menor grado. Y los tíos igual, o peor. Generalmente mucho peor. Hay pocas personas que estén capacitadas para amar sin involucrar sus neurosis en el asunto. Las madres frustradas acaban cansándose de su papel antes que las niñas perdidas. De hecho, leí que aquello que nos atrae inicialmente de una persona es lo que acaba hartándonos. Es como adoptar un cachorro; al principio resulta exótico y entrañable. Incluso estimulante, ya sabéis. Alivia, para entendernos. Pero sólo al principio. Cuando te das cuenta, el cachorro se ha vuelto caprichoso y egoísta. Muy egoísta. Y encima se te quiere follar. Las que buscan a su padre también suelen cansarse, tanto las que buscan a un padre amable y protector como las que buscan a un padre autoritario. En fin, qué os voy a contar.

Y luego están las que son como C. C.

C. C. detestaba la soledad, pero se aburría con la gente. Un problema de difícil solución.

C. C. era de las que buscan un gato, un día lo vi con toda claridad. Y en ese momento me vino a la cabeza todo lo que iba a pasar. Un poco como el Coronel Kurtz cuando dice que se sintió como si le hubieran disparado en la frente con una bala de diamante. Y la semana que viene sigo, que he quedado para cenar.

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