El 28 de julio de 2014 se cumplieron cien años del inicio de la Primera Guerra Mundial, un conflicto que en su día, y hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial, solía denominarse simplemente como La Gran Guerra.
Las razones son evidentes e inapelables; participaron casi todos los países europeos, además de los Estados Unidos de América, Japón y el Imperio Otomano (los turcos, para entendernos, que por aquellos tiempos conservaban buena parte del imperio militar que no estuvo muy lejos de arrasar la Europa cristiana, unos siglos antes). Unos setenta millones de soldados, más o menos. No había precedentes, como es lógico. Algunos de estos países, además de potencias territoriales, eran también gigantes industriales, lo cual fue un factor determinante para que aquella guerra terminara siendo tan larga y cruenta.
Inicialmente, nadie podía prever lo distinto que iba a ser aquel conflicto en muchos (muchísimos) aspectos. Por lo que respecta a la caballería, todos los ejércitos contaban aún con numerosos regimientos montados. Es cierto, no obstante, que en los últimos años habían ido derivando sus funciones hacia las de infantería montada. Es decir, que los caballos se usaban para trasladar a los hombres de forma rápida y eficaz hasta el punto en el que debían combatir, y en ese momento desmontaban para luchar como infantes. También solían estar adiestrados para luchar a caballo, en la mayor parte de los casos. Una especie de combatientes mixtos que solían denominarse Dragones.
Las razones de los cambios eran simples pero contundentes; los fusiles habían multiplicado su alcance, su precisión y su cadencia de disparo. Eran, en definitiva, mucho más efectivos que unas décadas atrás, lo cual tenía como consecuencia que una carga de caballería contra una formación de infantería se convirtiera en una empresa muy arriesgada y con bastantes menos posibilidades de éxito que en tiempos pretéritos, aunque no muy lejanos. Y la aparición de la ametralladora, por supuesto, complicó las cosas de forma casi definitiva para los regimientos montados. Resulta descorazonador pensar en la cantidad de hombres y animales que debieron morir en acción para que los mandos militares, siempre tradicionalistas, admitieran que la carga de caballería como recurso en una batalla campal había iniciado un rápido y definitivo declive. El caballero, al fin y al cabo, era uno de los iconos de la guerra desde tiempos inmemoriales, y simbolizaba valores prácticamente sagrados para los militares.
El caballo, sin embargo, seguía siendo imprescindible para los ejércitos. Los vehículos automóviles eran todavía poco prácticos. Los motores carecían de la adecuada potencia, las averías eran frecuentes y los camiones cargados no se desenvolvían bien en terrenos abruptos o embarrados. Es cierto que su uso era ya generalizado, pero aún estaban lejos de desplazar definitivamente a los caballos (y a las mulas) como herramienta de tracción para trasladar tropas, suministros o piezas de artillería.
Al inicio de la guerra, no obstante, no fueron infrecuentes las cargas de caballería. Los franceses, por ejemplo, seguían teniendo varios regimientos de coraceros cuyo equipamiento (dejando de lado las armas de fuego, por supuesto) no era esencialmente distinto del que usaban los coraceros napoleónicos un siglo antes.
Steven Spielberg, por cierto, plasmó con notable maestría (y en todos sus matices) el declive de la caballería en su película Horse war, una obra cuya relevancia cinematográfica está bastante alejada de sus mejores producciones, pero que contiene (creo yo) el toque magistral de Spielberg.
Unos datos antes de seguir;
*La última carga masiva (y exitosa) de caballería se produjo durante la Guerra Civil española, en la Batalla de Alfambra. La razón de su éxito fue la tradicional de la caballería; el terror que causaba en la infantería (especialmente si no se trata de tropas experimentadas) la visión de miles de jinetes acercándose a gran velocidad y con mucha decisión.
*Durante la segunda guerra mundial llegaron a entrar en combate algunas unidades de caballería. Es célebre el caso de los lanceros polacos, que llegaron a cargar contra las unidades Panzer (aunque muchos detalles, muy probablemente, sean legendarios).
*Algunos ejércitos siguen manteniendo unidades de caballería en la actualidad, más allá de los regimientos de gala. Especialmente regimientos de montaña. Los caballos pueden desenvolverse en terrenos inaccesibles para la mayoría de vehículos automóviles.
*El reloj de pulsera se inventó durante la Primera Guerra Mundial. La sincronización de artillería e infantería era esencial, y el reloj de pulsera era más manejable que el reloj de cadena tradicional. No sabemos, desde luego, quién fue el primer militar al que se le ocurrió sujetarse el reloj a la muñeca (izquierda, que el arma se sujeta con la derecha) con una correa.
A los pocos meses de iniciarse la contienda, sin embargo, ocurre lo que nadie había previsto; las posiciones de ambos contendientes se estabilizan y acaban por enquistarse. Una formidable línea del frente que cruza el continente europeo por Francia se convierte en una frontera, delimitada por trincheras fortificadas e interminables extensiones de alambradas, que resulta casi inexpugnable. El contexto es tan distinto al de las guerras inmediatamente anteriores que los altos mandos se sienten desconcertados. Los manuales quedan obsoletos en pocos meses. Los masivos asaltos de infantería a las posiciones enemigas suelen saldarse con desastres de proporciones apocalíticas. Las victorias son escasas y poco relevantes, y el precio en vidas humanas resulta monstruoso. Stanley Kubrick plasmó de forma absolutamente magistral aquella situación en su soberbia Senderos de gloria, una indiscutible joya cinematográfica y un formidable alegato antibelicista (ver vídeo).
Y en aquella guerra profundamente encallada en un mar de trincheras, alambradas y barro pestilente, los regimientos de caballería pierden definitivamente su eficacia. Pero hay que tener en cuenta que una de las funciones tradicionales de la caballería ligera había sido la de explorar. Caballos muy ágiles y rápidos, de menor tamaño que los de la caballería pesada (robustos y más lentos, que estaban adiestrados para cargar contra la infantería) que merodeaban peligrosamente al enemigo para obtener toda la información posible sobre el número, las características y la disposición de las unidades. Y hay que tener en cuenta, también, que la información sobre el enemigo, durante una campaña, tiene un valor literalmente incalculable.
Paradojicamente, la aviación irrumpe en la guerra de forma muy discreta. Hacía apenas unos años que los hermanos Wright habían logrado diseñar un aeroplano capaz de sustentarse en el aire con cierta fiabilidad, aunque los motores de la época no lograban desarrollar la suficiente potencia (teniendo en cuenta su propio peso) como para hacer despegar la aeronave, que debía ser propulsada con una catapulta para levantar el vuelo. La aviación evolucionó rápidamente en poco tiempo, pero apenas se la consideraba como algo más serio que una atracción de feria. Eran frecuentes (y exitosas) las exhibiciones y las carreras de aviones, pero aún no se les daba una aplicación práctica. Las razones son bastante comprensibles; se trataba de aparatos sumamente rudimentarios, precarias estructuras de madera recubierta de tela e impulsadas por motores poco potentes y muy pesados. Al principio ni siquiera están dotados de elementos tan básicos como indicadores de velocidad o de altura. Los despegues y los aterrizajes se realizan por puro instinto, a ojo, y la fragilidad de los aparatos los hacen muy vulnerables a las rachas de viento. Son tan poco manejables que un aviador experimentado de hoy en día tendría graves dificultades para pilotarlos.
Evolucionan rápidamente, es cierto, pero lo hacen basándose en errores que casi siempre resultan fatídicos. En aquella época, volar en un aeroplano era una actividad muy peligrosa. Los componentes son casi siempre experimentales, y las piezas tienen una preocupante tendencia a partirse, doblarse, rasgarse o desprenderse.
La aeronáutica, desde luego, ya existía. Dirigibles y globos aerostáticos se usaban a menudo para atisbar los movimientos y las posiciones del enemigo, pero su funcionalidad era bastante reducida.
Los altos mandos militares, por lo general, no se entusiasmaron inicialmente con la irrupción de la aviación. En aquella época no había muchos pilotos en activo. No existían academias de vuelo ni nada que se le pareciera. Usaban aparatos derivados de las exhibiciones o de las carreras. En los primeros tiempos, de hecho, casi nadie les da demasiada importancia. Los pilotos sobrevuelan posiciones enemigas con sus frágiles aparatos, y los soldados los observan con curiosidad. Los aviadores tienen un mapa de la zona sujeto a una de sus piernas, sobre el muslo, y un bloc de notas sujeto a la otra pierna. Toman apuntes de las posiciones enemigas y vuelven a sus líneas. Si se cruzan con un aeroplano enemigo suelen saludarse amigablemente. No van armados, y además se conocen casi todos de las exhibiciones y las carreras.
Pero la relevancia y el potencial de la aviación no tardan en manifestarse; las anotaciones que hacen los aviadores en los mapas que llevan consigo resultan una información muy valiosa para los artilleros, que ahora saben dónde tienen que apuntar. La artillería, en definitiva, ya no tiene que disparar a ciegas, y las consecuencias son desastrosas sus enemigos.
No pasa mucho tiempo antes de que resulte evidente que la actividad de los aviones es muy peligrosa. Los aeroplanos se convierten en objetivos prioritarios para la artillería y las ametralladoras. Tampoco pasa demasiado tiempo antes de que se termine el buen ambiente entre pilotos. Ambos bandos los forman a toda prisa y construyen o compran tantos aparatos como pueden. Pilotos y copilotos se equipan con armas de fuego, y ahora, en lugar de saludarse como colegas, los nuevos pilotos recién formados intercambian disparos o se arrojan cadenas o bombas de mano. Disparar a otro avión desde el propio y hacer blanco no es una empresa fácil. Imaginad que os ponen encima de una lavadora mientras está centrifugando, que la lavadora se coloca encima de un coche que circula a unos 80 kilómetros por hora por un camino plagado de baches, y que os dan un fusil para que intentéis acertar en un blanco reducido que se desplaza de la misma forma a cierta distancia de vosotros. Pues así era intentar pegarle un tiro a un piloto enemigo.
En la próxima entrega seguiré hablando de la evolución de la aviación militar y de las notables influencias que tuvo en el desarrollo de aquella guerra.