A Carlos Iglesias lejos le quedan Pepelu o Benito Lopera Perrote, los personajes que le convirtieron en uno de los rostros televisivos más populares de los años 90. El cómico que provocaba la risa floja en Esta noche cruzamos el Mississippi y Manos a la obra se puso tras la cámara de forma accidental para rodar Un franco, 14 pesetas hace casi una década. El pasado 28 de marzo volvió a la carga con la historia que comenzó a explicar en su ópera prima. Tras el intermedio de IspansiDos francos, 40 pesetas retoma un guión que refleja la propia vida de Iglesias, niño emigrante en la Suiza de los años 60, y de su familia. Ellos fueron solo un ejemplo más entre los cuatro millones de españoles que se marcharon al extranjero huyendo de la pobreza y la falta de oportunidades de aquella España de dictadura. Hoy, la emigración de los jóvenes de nuestro país vuelve a copar titulares. Durante una hora de charla con Iglesias se entremezclan las luces y sombras de ser inmigrante. Suiza, España y Europa vistas desde el ojo crítico de un director consciente de que para explicar el drama de vivir es necesaria la carcajada. Ese es el sello cinematográfico de Iglesias.

–¿Había necesidad de rodar ‘2 francos, 40 pesetas’?

–No había ni siquiera necesidad de hacer la primera parte, ni siquiera de hacer Ben Hur [ríe]. Había ganas de hacer comedia, de seguir contando una historia que se había quedado como un caramelo en la boca del espectador. Fue una sugerencia de mucha gente que me animó a que siguiera hablando de esta historia. Si tanto te lo piden, te dices: «Vamos a hacerlo».

–Te marchaste de Suiza con 13 años. ¿Cuánto tardaste en regresar?

–Como cuenta la peli, con 19 años. Con un billete de interraíl. Estuve trabajando en el buzoneo todo un invierno para poderlo pagar.

–¿Repartías publicidad?

–Estaba estudiando y hacía mis trabajillos para sacarme unas pelas para el verano. El billete en aquel entonces costaba 3.566 pesetas. Fue el esfuerzo de un invierno buzoneando publicidad por todo Madrid.

–¿Ya te formabas como actor?

–No. Soy dibujante publicitario y, por aquel entonces, estaba estudiando eso.

–¿Qué Suiza te encontraste? ¿Se parece a la que retratas en la segunda parte de ‘Un franco, 14 pesetas’?

–Absolutamente; pero es que Suiza se parece hoy a la Suiza de los años 60 que retrato en mis películas. La maravilla de ese país es que lo quieren, lo cuidan y lo han mantenido maravillosamente bien. Mis directores de fotografía me decían que allí se podía rodar tranquilamente una película de espadas. Está prácticamente igual que en 1800 ó 1700 y pico. Hay construcción moderna, pero la esencia es la misma. No estorba con la parte antigua de las ciudades.

–¿Cómo era ser un niño inmigrante en aquella Suiza de hace casi 50 años?

–Saliendo de un sotanillo del barrio de Argüelles, llegar a un lugar donde había ríos, lagos y montaña; donde se paseaba en bicicleta o en trineo, era como estar en un parque de atracciones. Es el mejor regalo que me podían haber hecho mis padres. Nunca me han regalado a lo largo de mi vida un paraíso como ese.

–¿La gente era tan acogedora como el entorno natural?

–Al emigrante no se le quiere en ningún lado. Ni lo queremos nosotros ni lo querían los alemanes, los holandeses ni tampoco los suizos. Era necesario, nos es necesaria la emigración como mano de obra, pero después sería maravilloso que desapareciese de los colegios o de los hospitales. En ese sentido no se puede decir que los suizos nos acogieran con los brazos abiertos. Sí es cierto que era un país infinitamente más preparado para acoger inmigrantes que lo que hemos sido nosotros después. Era más fácil todo, incluso con el handicap de la lengua. El idioma era nuestro mayor problema.

–¿Cómo se calibra ese nivel de preparación para acoger al extranjero?

–El nivel de vida era alto: nadie te tenía que robar. El colegio, totalmente gratuito: desde el primer boli que te entregan hasta la pizarra de la clase. La sanidad también era gratuita. Todo, en definitiva, muy diferente a lo que había en esta España tan casposa de los 60. La dictadura nos tenía hundidos en el tercer mundo. España estaba al otro lado del estrecho de Gibraltar.

–¿Cuál era la mentalidad de los suizos?

–Difícilmente te lo puedo decir porque era muy pequeño cuando llegué, tenía cuatro años. Pero si se han esforzado en cuidar su paisaje, no tiran un solo papel o plástico a sus lagos o no construyen una urbanización para destrozar un bosque, tienen una cultura superior a la nuestra si lo valoramos en el respeto que tienen hacia lo que es suyo. Pero habrá también algún animal de tres pares de narices, como te puedes imaginar.

–Además de hablar alemán, ¿qué más te trajiste de los Alpes?

–Precisamente eso, lo que me enseñaron sin decírmelo. Nunca se nos ocurría tirar un chicle al suelo o pegarlo debajo en la baranda de no sé donde. No lo hacías porque no lo veías hacer.

–Y, como se ve en el final de ‘Un franco, 14 pesetas’, te instalas con tu familia en un bloque de pisos en el gris extrarradio de Madrid.

–Me metí en un sitio peor del que salí. Nosotros veníamos de un barrio muy noble, el de Argüelles, aunque viviéramos en el sótano de los porteros de una vivienda, y me meten en el San Blas de aquella época, que era horrendo y espantoso. Bloques de casas en medio de descampados. El choque fue muy fuerte, pero siempre cuento que depende del carácter y de la persona que lo viva. Tuve compañeros en mi colegio, más o menos de mi edad, que, al año y medio de estar aquí, estaban perfectamente adaptados a España y no recordaban una sola palabra de alemán. Suiza no había dejado ninguna huellas en ellos. Depende del carácter.

–¿Cómo era la relación entre los niños españoles que vivíais en Suiza?

–No era especialmente amistosa. Teníamos la misma relación que con un suizo, aunque entre nosotros habláramos castellano. Con los italianos nos pegábamos mucho, eran muy quinquis los jodíos. Venían de una realidad muy dura, la de la Italia del sur. Sicilia, el tacón [Calabria, Apulia…] y eran muy belicosos.

Iglesias vivió desde los cuatro a los 13 años en Suiza. / Lorena P. Durany

Iglesias vivió desde los cuatro a los 13 años en Suiza. / Lorena P. Durany

–Eso cuenta el personaje italiano en la primera parte: cuando vuelve a casa de visita con el coche que se ha comprado en Suiza se lo desmontan y destrozan.

–En Nápoles. Eso me lo contó un italiano, llorando a la orilla de un río y me decía: «Me lo destrozaron. Yo hubiera entendido que me lo hubieran robado, pero que me lo destrozaran sin que obtuvieran ningún beneficio es lo que me…».

–¿Nosotros nos parecemos a ese carácter italiano?

–Ellos son exageradamente mediterráneos. Nosotros somos un poco más sobrios, con esa sobriedad castellana que caracteriza prácticamente a toda la Península Ibérica. Pero somos primos hermanos: a la hora de la picaresca, a la hora de entrar como los hunos en un país que no estaba adaptado a ese carácter. Éramos bastante atilas.

–¿Aprendimos la lección de haber sido inmigrantes?

–Como país, creo que no. Eso se ha visto. Ni siquiera hemos sabido aprovechar el tiempo de bonanza que hemos tenido. Lo que sí hemos sabido es robar mejor, robar más, que es lo que hemos hecho a lo largo de toda nuestra historia y seguimos haciendo, aunque eso sea la tara más grande que tenga nuestro país y nos siga hundiendo en la miseria. Individualmente, entre la gente que hemos pasado por el extranjero conozco, casos de personas que han intentado adaptarse a España y no han podido. Depende de cuántos años te pases fuera, depende la huella que haya dejado el país [de destino] en ti.

–Cuando estrenaste ‘Un franco, 14 pesetas’ (2006), la palabra crisis era desconocida. ¿Intuías que esto podía llegar a ocurrir?

–En los tiempos de Un franco… yo le contaba una historia a una sociedad que tenía un carácter de nuevo rico, que es lo peor que se puede ser en esta vida. Estaba pletórica de soberbia y teníamos un comportamiento hacia los inmigrantes que nos llegaban, bajo mi punto de vista, mucho peor que al que nosotros nos habían dado. En ese sentido intenté bajar los humos contándole a la sociedad que nosotros habíamos sido inmigrantes en un porcentaje altísimo: en 15 años llegamos a salir cuatro millones de españoles, una barbaridad para la población que tenía entonces el país. Rozábamos los 30 millones.

–¿Dónde veías ese desprecio al inmigrante en esa España que crecía económicamente?

–A partir de los simples comentarios que se escuchaban. Que si nos están robando el pan o llevándose las subvenciones o los pisos de protección oficial… o todas esas chorradas que se dicen, como si no tuvieran derecho a nada. Ni aquí ni en Alemania ni en ningún lado se le quiere al emigrante.

–¿Cómo se puede contestar a eso?

–Diciendo que tendrán el mismo derecho que tú o, si tienen más hijos, más derechos, en cualquier caso. Cuando las cosas están relajadas y, más o menos hay para todos, pues se acepta. Como, además, limpian el culo a nuestros padres y es un trabajo que nosotros ya no queremos hacer, se acepta bastante bien. Ahora bien, cuando la tarta es más pequeñita, al primero que se le critica es al inmigrante. Aquí, allí y en todos lados. La derechona suiza, ya por 1974, como contamos en 2 francos…, intentó sacar por votación la expulsión de los inmigrantes que no estaban trabajando en ese momento. No lo consiguió por muy poco, pero el mismo movimiento, después de tres o cuatro referéndums a lo largo de estas décadas, ha conseguido hace tres meses que se ponga freno a la inmigración.

–Es lo que te iba a preguntar ahora mismo. Tu película está ambientada hace 40 años, pero podría ser tremenda actualidad.

–Totalmente. Cambiamos la ropa y los coches y podríamos contar la historia de los emigrantes que siguen yendo hoy en día a Suiza.

–¿Fue algo planeado?

–No. La película estaba terminada desde hace un año y medio. Era imposible saber que la derecha iba a ganar esas elecciones. Ni siquiera sabía que las habría. En esencia las dos situaciones difieren muy poco. 1974 no es la Edad Media. Hace muy poco y Suiza tiene más inmigración antes que ahora. Allí tienen un 35% de inmigrantes y nosotros, que parece que tengamos mucha, tenemos un 13%.

–A Suiza siempre se le ha visto como el paradigma de la democracia directa, con sus referéndums y consultas populares.

–En algunos cantones se sigue votando a mano alzada, algo increíble bajo la perspectiva de hoy en día. En algunos cantones muy conservadores, sobre todo los que lindan con Austria y Alemania, la gente vota en la plaza y los hombres llevan el machete del ejército, que ya sabes que el servicio militar dura durante toda su vida. Es su símbolo de resistencia frente al poder. «Si no respetas mi libertad, tendré que ir en contra de ti».

–Has hablado de la derechona suiza. ¿Van ellos más de cara? Aquí no hay ningún partido con representación estatal que se defina abiertamente como racista.

–Supongo que ellos no lo dirán tan claro tampoco, pero si ves los carteles de esa derecha que quiere echar a los inmigrantes, son la hostia. Imagínate un cartel donde el fondo es la bandera suiza, todo rojo, y aparecen unas ovejitas, todas blancas y a la única oveja negra una bota del ejército la está expulsado fuera del cartel. Así de claro y así de obvio. La derecha suiza ha tenido mucho miedo a muchas cosas. El país no es más grande que Extremadura y debes tener en cuenta de que el 70% es alta montaña. Los valles, que se pueden habitar, están ya muy poblados. Más aún con el sistema con el que les gusta vivir: el chalecito y la casa de no más de dos o tres alturas. La población se extiende mucho y ocupa mucho espacio. Hay leyes en cantones suizos que no permiten vender tierra a ningún extranjero para que no llegue a ocurrir como en Mallorca, que la mitad de la isla es alemana.

–La costa mediterránea española está llena de propietarios extranjeros.

–Nosotros nos vendemos enteros. Nos ponemos en pelotas y, con tal de que dejes la tela, lo que quieras. Ellos no necesitan tanta tela como nosotros, pero no quieren que el país quede en manos de extranjeros, aunque sean extranjeros ricos. Hay una parte muy conservadora de la sociedad suiza que le ha ido muy bien con el sistema de que los cantones solo se unan con el correo, la moneda y la defensa del país. En todo lo demás son independientes. Si lo son entre ellos, te puedes imaginar con el resto de Europa y el mundo. La cara B es que Suiza siempre ha sido el país de acogida para todos los huidos. Por religión, política… País neutral y de acogida para todos los que tenían una filosofía distinta a la de sus países. Sobre todo han encontrado asilo en Ginebra y las zonas francófonas.

–Y lo han convertido en un negocio con la banca.

–Viene de antiguo. Es un país que no produce absolutamente nada porque es piedra. Hasta el invento del turismo y del esquí no se produce prácticamente nada en la montaña, sus habitantes eran muy pobres. La banca nace en Suiza primero para unir los dos poderes económicos del momento: el norte de Italia con las ciudades libres alemanas y los comerciantes holandeses. Suiza limpia de nieve los pasos de montaña y pide dinero por el peaje y los aranceles de las mercancías. El comerciante llega un momento en el que no quiere pagar con dinero real, con oro, y el suizo le empieza a hacer papelitos de crédito. Ellos se han buscado la vida. No solo con la banca: tienen una industria muy limpia, han puesto mucho cuidado con eso. El 90% de las aguas del país son potables: puedes entrar en el lago Leman, abrir la boca mientras estás nadando y tragar.

El director, pensativo durante la conversación con Negra Tinta. / L. Portero Durany

El director, pensativo durante la conversación con Negra Tinta. / Lorena P. Durany

–El ascenso de la ultraderecha suiza no es aislado. Francia, Países Bajos o naciones como Hungría o Austria también lo están experimentando. La Lega Nord tiene su bastión en el norte italiano. ¿Cómo se puede frenar este avance?

–Difícilmente. Hasta que no cambien las condiciones económicas… Si vuelve a subir la economía y se necesita de nuevo mano de obra, esa derecha se la va a envainar, solo por el egoísmo del que necesita ese operario para trabajar. Si no lo necesita, no quiere verlo por la calle. No quieren negros. Los suizos y los países del norte dicen que los que han llegado bien nos han hecho buenos a nosotros, a italianos y españoles. ¿Por qué? Porque llegó gente que no solo eran diferentes en cuanto a lengua, eran de religiones y colores de piel diferentes. Todas esas diferencias se van agrandando.

–¿No os veían un poco negros, oscuros, a vosotros?

–No. Ellos no son nórdicos, son celtas y representan un término medio entre un noruego y un italiano. No hay muchos rubios, como en el norte de Alemania. No ha habido nunca un racismo de piel. En la fábrica de mi padre había andaluces más rubios y claros de piel que los suizos que eran sus jefes.

–¿La educación puede cambiar esa visión que se tiene del inmigrante?

–Vayamos directamente al problema: lo que hay que conseguir es no tener que salir a emigrar. El problema no es solo del que te acoge. El problema es tu propio país que te empuja y obliga a emigrar. Lo ideal es que todos fuéramos turistas o que, si quisiéramos quedarnos allí y trabajar, que lo hiciéramos, pero no que tuviéramos la necesidad de tener que hacerlo. Este cabrón de país nos ha obligado durante toda la historia a salir. La emigración a América a finales del siglo XIX fue igual. Perdimos cuatro millones de habitantes de un país que tenía entonces 17. Fue increíble. Siempre estamos en las mismas. Tantos años después, ahora que parece que nos hemos integrado en Europa… nos hemos integrado en la Europa pobre.

–¿Cuál es la razón? ¿Siempre mandaron los mismos?

–Los que mandan son hijos de esta sociedad. Podrían haber sido tu padre o el mío. Lo que pasa es que somos un país de ladrones: en cuanto nos dan la oportunidad de meter la mano en la caja, lo hacemos; incluso a pequeña escala. Si te puedes llevar los folios de la oficina, te los llevas. No te vas a llevar un millón de euros porque no tienes acceso a la caja fuerte, pero te vas a llevar los folios o el lápiz o el rotulador.

–¿Es un destino invariable o hay medicina para curarse?

–No lo hace todo el mundo, faltaría más, pero sí un porcentaje más elevado que en los países del norte. Tendemos a pensar que lo que es de todos no es de nadie. No lo cuidamos. Cuando veamos a un español que para pintar la valla de su chalet coloca un plástico en la acera, que es de todos, para que no manche, se estará produciendo el cambio. Eso lo he visto a lo largo de toda mi vida en Suiza. A lo mejor gotea, por dentro, que ya es su chalet. Con lo que es de todos, es absolutamente limpio. Los países protestantes tienen la filosofía de que el bienestar del cielo tiene que estar en la tierra. Aquí es más difícil emprender, aquello que se decía en el XIX: «Que inventen ellos».

–Y aún así en España se inventó el submarino. O el helicóptero.

–Somos geniales, pero individualmente. No nos unimos. Es hablar muy en abstracto, me podrás decir casos concretos de gente maravillosa, mucho más honrada que un alemán. Pero estamos hablando de que hoy en día la mitad del tiempo de los telediarios se utiliza para contarnos lo ladrones que son algunos políticos y empresarios.

–¿Cómo reaccionaría la sociedad suiza si algo así ocurriese en su país?

–No hay que irse tan lejos. Hay franceses amigos míos que no entienden cómo aguantamos tanto. «¿Qué os pasa? ¿Cómo aguantáis un aeropuerto que ha costado una millonada y que solo ha servido para que unos cuantos se lo lleven cuando no se están pudiendo pagar los mínimos para cuidar a un señor que está parapléjico». La recoña de todo esto es que al pícaro le alabamos. Si no no se entiende cómo les acabamos votando. En nuestro fuero interno sabemos que, si estuviéramos en su lugar, haríamos algo muy parecido, si no más. Estoy harto de escuchar conversaciones en las que uno dice: «Joder, si a mí me pusieran ahí…». En el fondo me está diciendo que tengo que perdonar a ese señor porque soy igual. Desde pequeños nacemos sabiendo que los que están por encima nos van a robar. Por eso, nosotros, cuando llegó la gran avalancha de inmigrantes hace diez años, de países a los que habíamos emigrado y que hablaban nuestra misma lengua, fuimos tremendamente crueles con ellos. En cadenas como Telemadrid, que es profundamente de derechas, se explicaba que, por término medio a un extranjero que tuviera papeles se la pagaba la mitad que a un español y que a los que no tuvieran, una tercera parte. La ley de Extranjería de Zapatero dio la impresión de que íbamos a ser invadidos por todas las tribus del mundo.

–Siempre se escucha que nosotros «emigrábamos con un contrato de trabajo». ¿Es cierto?

–Algunos lo hicieron; pero la mitad, unos dos millones, salieron sin papeles. Al salir sin las autorizaciones, era muy difícil calcular su salida. Si en un cantón había 3.000 españoles y solo 1.000 llegaron con contrato…

–No nos diferenciamos tanto del colombiano que llega a Barajas con un visado de turista y se queda a vivir.

–Hemos utilizado las mismas tácticas que cualquiera, la diferencia es que no hemos tenido que saltar vallas de espino. Si lo hubiéramos tenido que hacer, lo habríamos hecho. El hambre es muy jodida y aquí se ha pasado de todos los colores.

–Otro gran mito es el de «en España como en ningún lado».

–Solo lo dicen los que hayan viajado poco. Hay cierto miedo a salir porque no tenemos cultura de idiomas. Me parece vergonzoso cuando he salido con gente española, maravillosa por otra parte, que la mitad del peso de la maleta se la lleven embutidos españoles que se los van a comer ¡en hoteles de cinco estrellas! Nunca lo he entendido. ¿Estás tontos? «Joder, es que el jamón…» ¿Me dices que no puedes pasar una semana sin comer jamón?

–Las tramas de ‘Manos a la obra’ no estaban tan desencaminadas. 

–Para nada. Es curioso: había que forzarse a ir a la habitación de uno de ellos para comer jamón, que no te apetecía, porque si no había que tirarlo. Eso en un hotel de cuatro o cinco estrellas, con un buffet que te cagas, y tenías que pasar media tarde con él en vez de visitar la ciudad de turno, que era lo que te apetecía, porque el hombre se había traído el jamón [ríe].

–¿Habrá torturas peores, no?

–Sí, claro, pero lo fuerte es que somos así solo en ese sentido. A la hora de comprar un coche, lo preferimos alemán. Ciertas gilipolleces de este tipo parecen imprescindibles. Por otro lado, cuando eres emigrante la morriña es inevitable. La mía fue al revés, porque llegué muy pequeño; pero mi padre siempre comparaba Uzwil con Madrid, lo que a mí me daba mucha rabia. Decía que allí había mucho menos ambiente que en la Gran Vía, lo cual era lógico porque estábamos hablando de un pueblo de 10.000 habitantes. ¡Anda que si te vas a Quintanar! Mis padres, como hijos de Madrid, sí sentían mucha morriña de su ciudad, de la alegría de la calle. Yo lo resolvía tirándome por una cuesta con un trineo. Ellos hacían vida de inmigrantes: no se gastaban un duro, obviamente no aprendieron a esquiar y no viajaron por un país maravilloso. Sí lo hicieron años después, que es lo que cuento en 2 francos…, y me mandaban unas postales magníficas: «Carlos, no te lo vas a creer, pero como a 50 kilómetros de Uzwil hay un lago increíble delante de unas montañas…». Nunca se habían acercado allí porque todo era ahorrar y ahorrar para comprar el piso de Madrid.

–¿Cómo se resuelve el problema de sentirse de dos sitios tan diferentes?

–No se resuelve. Eres lo que eres y tienes que vivir con ello. Me moriré queriendo aquello y queriendo esto, con todo este lío que tengo en la cabeza. Me gustaría que funcionáramos mejor como país, que no se volviera a repetir que salieran chavales españoles, como ocurre en estos momentos. Si todo se llenara de turistas españoles querría decir que nos van las cosas muy bien.

–¿Ha cambiado el perfil del joven emigrante?

–Coincide todo el mundo en que ahora sale gente con mucha más preparación, con una o varias carreras, con uno o varios idiomas. Mis padres no salieron con esa preparación. Y eso que mi padre era de los más espabilados porque era oficial de primera, un grado de formación que no tenían muchos. Salió cantidad de peonaje español en los años 60, gente que volvió habiendo aprendido un idioma, el alemán, muy bien aprendido. Muchos me decían: «Subraya que estamos muy agradecidos a Suiza porque aprendimos un oficio, un oficio que me ha valido para toda la vida». Efectivamente, hasta que no aprendían a poner ladrillos, no empezaban a ponerlos. Tenían formaciones de seis o siete meses y se les pagaba un sueldo. Algo que en aquella España no se comprendía en absoluto.

"Lo que hay que conseguir es que la gente no tenga que salir a emigrar". / Lorena P. Durany

«Lo que hay que conseguir es que la gente no tenga que salir a emigrar». / Lorena P. Durany

–Otro gran mito: «Es que no quieren integrarse». 

–Lo que noto es que muchos de los que vienen a España quieren aprender el idioma muy rápido. Holandeses y alemanes no tuvieron tanta suerte con nosotros. Hemos sido muy negados para los idiomas y teníamos en muchas fábricas la facilidad de estudiar alemán por la noche, pero no se acercaba ni San Pedro a las aulas después de trabajar. Como teníamos la idea de que íbamos a volver en poco tiempo, pensábamos que no era necesario. Y aún así se aprendía. El idioma es lo más necesario para cualquier emigrante. Te abre unas puertas… sin él es imposible relacionarse.

–Y en la maleta también llevará miedo. 

–Todos los del mundo. Ahora menos porque el que más o el que menos ha salido al extranjero. E Internet: ahora puedes mirar la casa en la que vas a vivir en Zúrich, entrar por la ventana y casi abrir la sábana, a ver si está limpia. Eso es algo que en aquel entonces… Fíjate. Mi padre no conocía el mar cuando fue a Suiza: en el tren, a la altura de Portbou [Girona] vio por primera vez el mar. Era un viaje de tres días en tren para hacer esos 1.700 kilómetros que separan Madrid y Uzwil.

–¿Qué valor tenía una carta de la familia?

–Mucho. Después evolucionó y no se mandaban cartas, se enviaban cintas de magnetofón grabadas. [Cambia la voz para recrear la situación] «¡Mamá! ¡Que estoy aquí! ¡Habla, Carlos!» «¡Abuela!» Y la abuela te contestaba: «¡Hola, hijo!» «Diga usted algo, madre». Un lío y todos llorando… [ríe].

–¿Tenías mucho acento alemán al hablar castellano?

–Imagino que un poquito. En el colegio se burlaban [ríe].

–¿Y ahora cómo es tu alemán?

–Cuando estamos allí, dirijo las películas en alemán a los actores suizos, pero dando rodeos para que me entiendan lo que quiero decir. El problema es que al volver a mi padre no le daban plaza en el Colegio Alemán hasta cuatro años después. Se pierde mucho, pero cuando estoy allí voy recuperando. Sí, sé hacerme entender.

–Te escuché decir en una entrevista que en España si te gastas mucho dinero en promoción tienes que tirar con un guión y un montaje más precarios. Por contra, si cuidas mucho la película en argumento y cuestiones formales no sueles tener dinero para promocionarla y distribuirla. ¿Te ha pasado con ‘2 francos…’?

–Sí, pero no soy un caso aislado: nos pasa a todos. A no ser que tengas los riñones bien cubiertos o te produzcan Antena 3 o Telecinco la película, te pasa eso. Si tienes a esos canales detrás, disparas con pólvora del rey. Si además te distribuye después la Warner y la Universal… Si vas de cine independiente, o te lo gastas en una cosa o en la otra. Para las dos no tienes. Esa filosofía que tienen los americanos, las gordas que nos llegan, que allí también tienen películas pequeñas… Saben que tienen que gastarse lo mismo en hacerla que en venderla. Si una película te cuesta 50 millones de dólares, te gastas 45 en venderla. Aquí te puede pasar que estrenes y no se entera ni el tato. Lo sabe tu madre y lo sabe tu vecino porque se lo has contado.

–¿Cómo se duerme teniendo una película rodada en el cajón durante un año y medio?

–No era falta de confianza por no poderla estrenar. Era esperar para estrenarla cuando tuviéramos unos mínimos para poderla vender como es debido. Sabíamos que se iría abriendo poco a poco camino, como ocurrió. Se ha vendido a TVE. Con esos dineros se ha podido estrenar en condiciones. Si no, tendríamos que haber salido con 12 ó 13 copias y ahí estás muerto antes de nacer.

–¿Por qué no hay películas españolas sobre inmigración?

–Los que se han preocupado es porque de una manera u otra han tenido algo que ver con la inmigración. Aquella película española de españoles en París…

–’Las mujeres de la sexta planta’.

–Exacto. Ahí se hablaba de las emigrantes españolas que iban a servir a París con el conflicto además de que una de ellas se queda embarazada. El director [Philippe Le Guay] había sido exiliado político en Francia. Lo que ha ocurrido es la versión que me dio un hombre de izquierdas que entiende de todo esto: en tiempos de Franco no interesaba contar estas historias. Solo se autorizaban películas como Vente a Alemania, Pepe, que era un poco «quédate en España, que como se está aquí no se está en ningún lado». A la izquierda no le interesó hablar de una gente que no se había ido por cuestiones políticas. Es como si se sintieran ofendidos porque la política no era la causa principal, aunque sí, hablando en profundidad, era la razón principal por la que se salía: teníamos una dictadura, estábamos aislados del resto de Europa y teníamos una falta de puestos de trabajo enorme por culpa de ese aislamiento. En el fondo, cuando salieron mis padres en el año 60, Franco estaba perfectamente asumido. Había ganado una guerra hacía la torta. No salieron por Franco: no fue un exilio político, fue una emigración económica. A ninguna de las partes le interesó. La izquierda cogía las riendas de la cultura en aquel momento, pero no le interesó contar la historia de unos señores que no tenían protagonismo político. Al régimen tampoco le gustaba hablar de gente que estaba viviendo de puta madre fuera. Me encontré con que ni Dios había tratado en el cine la emigración española en los años 60 y 70. A mí lo de Vente Alemania, Pepe me pareció horrible.

–¿La llegaste a ver en el cine?

–Sí, estábamos ya de vuelta. Me quedé horrorizado por cómo estaba rodada y la caricatura que hacían de nuestra emigración. El piropo más bonito que me han echado es que he dignificado la emigración española. No he contado nada del otro jueves, es algo muy normalito, pero en comparación con Vente a Alemania, Pepe te puedes imaginar.

–En las escenas finales de ‘Un franco…’, tu personaje va al antiguo taller en el que trabajaba a pedir empleo…

–El taller de Anselmo el Guarro.

–Se marcha diciendo que solo había ido a saludar por la tirantez que había con su antiguo jefe. Es como si no le perdonaran que se hubiera marchado para volver. ¿Los españoles que se quedaron estaban dispuestos a escuchar cómo era el extranjero?

–Hubo mucha envidia. Como los que volvían lo hacían hablando de cómo era aquello, había mucha mala leche. Mi padre había estado siete años trabajando en Pegaso y al volver le hicieron una prueba… otra vez. Como si aquello fuera ser ingeniero. Los conocimientos los tenía probados. Había sido allí siete años oficial de primera. Sus propios compañeros que habían ido ascendiendo le hicieron la prueba a ver si le tiraban. Y le soltaban comentarios como: «Si aquello es tan cojonudo te tendrías que haber quedado allí». Mi padre volvía a casa desesperado, convencido de que no superaría la prueba y que tendríamos que volver a Suiza. No quería recurrir al taller de barrio en el que había aprendido el oficio. Antes se hacía el harakiri. Superó la prueba, pero las pasó canutas. Todo eso es historia, ahora no hay las mismas connotaciones para hablar de aquellos emigrantes. Puede ser un tema para diversificar la temática de nuestro cine. Es historia y se puede tratar igual que se hace una serie sobre Isabel la Católica, los romanos o la Guerra Civil. Otra cosa es hacerlo de los que se están yendo ahora.

–¿Qué otras películas sobre inmigración te gustan?

–Muchas, pero sobre todo América, América [dirigida por Elia Kazan en 1963, narra la historia de un grecoturco que se marcha a EE UU en los años 30 del siglo XX], que está hecha con unos medios y un gusto fantásticos. Las herramientas que te dan son muy importantes a la hora de grabar, no solo tu ingenio como director o productor. Muchas veces te las tienes que ingeniar para rodar una escena que diga lo mismo, pero cueste la mitad. A la larga, carecemos de espectáculo. Los americanos lo tienen: aunque el guión sea una mierda, tienen dinero para hacer un gran espectáculo. En esta cultura cinematográfica que tenemos ahora, donde lo importante es vender las palomitas y no la entrada, lo que necesitamos es eso: sorprender a la gente con mucho espectáculo.

–¿La Fiesta del Cine es un parche o un toque de atención?

–He oído que es inviable, pero puede servir para que la gente vuelva a entrar en el cine y sepa lo que es un cine. Muchos hace cantidad de años que no van. A ese precio, vuelven a entrar y el cine les puede entusiasmar de nuevo para que paguen más adelante una entrada al precio estándar. Es inviable pretender que una entrada se quede a 2,90. La sala no se lo puede permitir: en un cine de barrio no entran mil personas, entran 50. Así no pagas ni al acomodador. Ni calefacción, luz o al proyeccionista. Más te vale cerrar y que la gente vea las pelis en la tele de su casa. A mí me gustaría que el cine fuera fundamental porque vivo de ello, pero no sé si lo es. Se dice que se consume más cine que antes, pero igual tendríamos que empezar a pensar en adaptarnos y hacer películas para un formato así de pequeñito [dibuja con sus manos una pantalla poco mayor que una tableta electrónica], que los planos fueran de ojos enormes. A mí ver el cine en el cine me entusiasma. Más si cabe si es comedia o es terror: compartes las risas y los miedos con los compañeros de sala. El cine no está pensado para que lo veas en soledad.

–Desde que tengo uso de razón, el cine español ya estaba en crisis. ¿Tiene remedio?

–¡Más me gustaría saberlo!

–Dicho de otra manera: ¿Por qué hay tan poco interés en invertir en la cultura?

–Porque no tenemos el sistema americano, que quien invierte en cine se desgrava un montón de dinero. Es su forma de exportar su forma de entender la vida: sus marcas de coches, pantalones y hasta las hamburguesas. Por eso cuentan con tantas inversiones no estatales, porque allí el Estado no pinta nada; pero a nivel particular, si te puedes desgravar un 40%…, te puedes imaginar. Dicen que ahora [en España] va a aumentar la desgravación. Ojalá. Siempre digo que tenemos que empezar a querernos para cambiar esto, como hacen los franceses.

–¿A conocernos?

–No te puedes conocer si no te quieres. Nos queremos muy poco como pueblo. Primero, porque tenemos una Guerra Civil que nos ha marcado mucho. Sigue habiendo dos españas, muy diferentes entre ellas y con un gran peso ideológico. Para colmo, solo nos escuchamos los problemas de la gente afín. Seguimos cebándonos en lo mismo. Necesitamos escucharnos: a los franceses no solo les gustan sus quesos, les gusta todo lo que sea francés. Adoran su cine por encima de cualquier película americana o rusa. Eso hace que su industria esté en auge. Es la más importante de Europa, quitando la del Reino Unido, que tiene las puertas de EE UU abiertas. Alemanes, españoles e italianos estamos en las mismas. Ni digamos de los noruegos, ¡esos casi ni tienen cine!

–Nos llevamos el jamón a Copenhague, pero nos metemos a ver ‘Transformers’ doblada al castellano.

–Llegará un momento en el que solo sepamos cosas de Tenneesse, Ohio o Wisconsin, pero de nosotros mismos, que sería lo lógico, sabremos infinitamente menos.

–Cuando uno ha hecho tres películas y le comparan sus guiones con los de Berlanga y Azcona, ¿se siente vértigo?

–Ellos trabajaban con un as en la manga. Hacían trampa [sonríe pícaramente]. Sacaban la cámara a la calle y el mundo era así. Yo cuento películas de su época, pero desde ahora. Para mí es infinitamente más laborioso y caro tener que recrear su mundo. ¿Tú sabes lo bonito que sería sacar la cámara a la calle y que esa señora fuera así vestida y que el otro gritara «¡Manolo, tráeme…!» Ese es el mundo que ellos recrean y el que yo he vivido, que he sido un niño. Ese mundo me resultaba muy llamativo y atractivo. Intento recrearlo con mis películas, las dos que van sobre los años 60 y 70. Pero ellos, jodíos, lo tenían mucho más fácil.

–¿Por qué no hacer trampa para la cuarta? ¿Sacar la cámara a la calle y retratar la España del siglo XXI?

–Si la sacara, captaría un mundo que entiendo menos que cuando era un chaval. Según pasan los años, te vas quedando en los años en los que tú eras el protagonista de la vida. Ahora los protagonistas son otros. Ahí te pierdes un poco. La gente de mi edad quiere llegar a las nuevas tecnologías, pero en el fondo no las entendemos. ¿Qué necesidad hay de contar la vida por Twitter? «Me he levantado y tengo ganas de desayunar» ¿Y a mí, qué? En cambio, a otra gente le apasiona. Te escriben que una sala está llena y que la gente se ríe y te emociona esa inmediatez. Sin embargo, creo que tenemos exceso de información y poca profundidad en lo que contamos: nos quedamos en titulares. Cuando me interesaba más la vida, no pasaba: te tenías que empapar porque había mucha menos información. Para la cuarta película tengo varias ideas y no sé cuál va a salir adelante. En época de crisis, sacar un proyecto adelante cuesta una barbaridad. Quieres tirar la toalla y, al final, nunca la tiras, pero estás a punto un montón de veces.

–¿La pasión siempre rescata?

–Sí. Y la necesidad. Si no, ¿qué hago? ¿Esperar con los brazos cruzados a que suene el teléfono? Eso es muy jodido.

–Para alguien como tú que se convirtió en uno de los rostros más famosos del humor televisivo de los 9o… ¿Tirarse tres o cuatro años preparando una película es no haber hecho nada a ojos del gran público?

–Si no sales en la tele no existes. La tele es como el pregonero de antes, en los pueblos. «Puuuum… Se hace saber, por orden del señor alcalde…» La tele es para muchos la verdad absoluta. A mi madre lo que diga la tele…

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