Foto: Vicent Marí

Serían las tres de la madrugada de la noche anterior a la salida de nuestro gran viaje cuando ya daba vueltas totalmente desvelado en mi cama, escuchando las odiosas ráfagas de viento que amenazaban, una vez más, el cumplimiento de mis deseos. Después de varias horas dando vueltas, consultar con mis compañeros de aventura y los sabios consejos de los patrones Asier Fernández y Pedro Pérez decidimos aplazar unas horas la salida. Mi sueño empezaba a estropearse antes de empezar a soñarlo. Hubo instantes en los que hasta se propuso aplazar a otro fin de semana la salida, pero viendo los pronósticos se podía observar que a media tarde la situación mejoraría. Si se trataba de obtener una ventaja deberíamos haber partido a las 7 de la mañana. Pero lo que en la mayoría de los casos es bueno (salir prontito para coger mar en calma), ese día era nefasto. Dejamos que el mar terminara de soplar –cinco horas más– y a las 12 horas, pleno mediodía, salí de la playa de Portitxol en el cabo de la Nao de Xàbia, en memoria de la gran Montserrat Tresserras. En un pequeño bolsillo del neopreno llevaba un pez de gomas de colores que me hizo mi hija Adriana, en el otro, una concha recogida en la misma Xàbia para mi hijo Lluís.

Sabíamos que de toda la travesía probablemente las primeras horas serían las más duras en lo meteorológico y no nos equivocamos. Empezamos con tralla de viento por el costado (del norte y del noreste) e incluso de frente, con vientos de 11 a 15 nudos. El mar termino de desfogarse conmigo y me dio una buena tunda, pero nosotros íbamos a lo nuestro y la tarde se inició con una tregua meteorológica que dejó progresivamente un mar tranquilo durante el resto del sábado, la noche y toda la mañana del domingo. El ritmo era siempre constante, pero había muchas variaciones de avance: nadar en el mar es como ir encima de una cinta transportadora, eres una hojita a merced de vientos y corrientes. Algunas horas avanzábamos 1,5 millas, otras no llegábamos a uno, y, posiblemente, nos acercáramos a 2 millas en algunos tramos, que eran como un regalo.

Nadar de noche es algo que siempre despierta tus miedos pero las condiciones inmejorables, sin olas y con un equipo de apoyo con muchos ojos puestos sobre mí, en todo momento, me daban mucha tranquilidad. Arrastraba una boya con una luz de seguridad y, seguramente, la mitad de los calamares del Mediterráneo me siguieron aquella noche. En una de las paradas uno me saltó por encima de la mano y me dio un buen susto. Solo me picaron cinco medusas aquella primera noche. Los miembros de la tripulación ni se enteraron, seguí hacia delante después de cada descarga eléctrica pidiendo a mi abuela Pepa de Can Lluc d’Aubarca, mi ángel del cielo, que por favor no me picaran más. El mayor miedo que puedes tener no es a las medusas que te pican sino a las que tu imaginación puede hacerte creer que te picarán. Al final fueron pocas y al llegar la luz del día agradecí que la noche hubiera terminado.

Las millas recorridas eran muchas, pero también eran bastantes las que quedaban. Transcurrir de horas en un vaivén de brazos y de diálogos internos continuos. Canté canciones ibicencas, el repertorio de UC completo, las de Ressonadors, pero también el Islands de Mike Oldfield o el Don´t you worry child, de House Mafia. Daba para muchos temas. No me faltaron el repaso de errores de mi vida, el de personas que me quieren, el de pensar en mis dos hijos (Adriana y Lluís) y en el que vendrá dentro de poco (Marc). Agradecí durante horas a todos los nombres que conozco y recuerdo, con los que he tenido mejor o peor relación, no dejé ninguno. A todos les di gracias.

La tarde del domingo fue muy dura cuando descubrimos que la boca, lengua y labios estaban muy deteriorados y corrían peligro. Una medicación que se tuvo que conseguir en Ibiza, que estaba a 10 millas, fue la que alivió la inflamación durante algunas horas más. Ya llevaba muchas sin poder ingerir sólidos y mi alimentación pasó al modo «reserva», es decir, líquidos y geles energéticos. Más de 17 horas aguanté con esa aportación de unas 150 calorías horarias, cuando el desgaste sería superior a 500. Mis reservas hicieron el resto y mi cuerpo bajó un poco el ritmo sabedor de la carencia calórica que estaba soportando.

Las millas no pasaban, el ritmo no era malo pero era lento, 1 milla por hora. Metido en una corriente de costado que me azotó la cara durante las últimas 6-7 horas, metiendo agua salada en una boca en la que la inflamación impedía que los labios se cerraran. Volví a pedir a mi abuela que aquello acabara y acabó a falta de 1-2 millas para llegar a es Vedrà. Íbamos en un pasillo de corriente misterioso que nos llevaba hacia la mágica roca, por su parte este. El destello de la luz trasera de la isla era una guía y un mazazo a la vez porque no llegaba. Pensé en tocar es Vedrà para asegurarme el reto, pero si modificábamos la trayectoria perderíamos unos cientos de metros que no podía regalar. Si hubiera tocado es Vedrà ya no habría entrado en Cala d’Hort donde estaba mi meta final, la meta perfecta. Decidí seguir; «solo son tres millas más», me dijeron desde las embarcaciones. Tres millas más eran casi tres horas más, nos la jugamos. A falta de una milla volvieron mis ‘amigas’ las medusas: esta vez me acribillaron. Era increíble, maldije cien veces a esos animalitos inocentes. Con las luces de los barcos pude esquivar a cientos, quizá cinco o seis más dieron diana en mi cuerpo. El dolor ya casi no era percibido, tenía tan cerca el objetivo que no pensé en claudicar por una picadura más o menos.

Ya podía ver las velas de los que me esperabais en la playa, oía la algarabía, oía campanas, sirenas de barcos, mi nombre pronunciado por muchos seres queridos. Juanjo Planells y sus amigos cogieron un pequeño bote a motor para iluminarme los últimos 500 metros. Vi el fondo de arena, fondo que no había visto desde hacía 36 ó 37 horas. Vi más luces, más gritos, más emoción, más alegría y vi que la profundidad me permitía ponerme de pie. Señalé a mi ángel en el cielo y luego me dirigí a mi meta donde estaban mis ángeles en la tierra y descubrí que eran muchos y que todos eran felices. Starlight estaba esperándome.

Con este reto azul cierro un círculo y abro otro por que la vida es un continuo viaje sin descanso, nunca hay que rendirse, siempre hay que luchar. Ya que no puedo ser gigante seré hormiga.

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