Un abrazo apasionado en medio la calle vulnera muchas armonías; quiebra el traqueteo maquinal de los que pasan. Es su naturaleza.

En el Portal de Elche (Alicante) encuentro un abrazo sostenido y tórrido: palabras balbuceadas cerca del lóbulo de la oreja, un empujarse y un dejarse invadir a la vez, y un correteo de besos que mojan la barbilla y desordenan la boca. Alguien, un escritor que no recuerdo, dijo que todo buen abrazo es un despropósito. Entonces aprovecho para analizar cómo reaccionan los transeúntes: el señor que aprieta los ojos, suspirante, y niega con la cabeza, ay, qué juventud; o esa mujer de cincuenta años que arrastra un carro de la compra y pierde el hilo de una conversación porque mira de reojo y se muerde el labio; o ese adolescente que lleva una gorra dura, plana y fosforita, teclea la pantalla del móvil y bambolea los hombros para la música de los auriculares, ese que no se entera del suceso porque sólo conoce la vida de oídas (de los memes que encarrila el muro de Facebook).

Eso es más o menos lo que ocurre. He dado con la escena después de merodear por la avenida Benito Pérez Galdós, Doctor Gadea y La Rambla en busca de una imagen y de unas reacciones que pueda comparar con las que provocó, un par de días atrás, el abrazo más feo del mundo.

***

Sucedió cerca de la Plaza de Toros, antes de llegar a la calle Calderón. Hacía sol en la ciudad, pero asaltaba el frío a navaja en algunas calles, guarreaba, colaba sus hebras por debajo de las camisetas o soplaba en los riñones para helar el sudor incipiente. Las gaviotas bizqueaban encima de las cornisas, descansaban de camino al vertedero: aún les duraba la roña del día anterior pegada a las plumas del cuello. Apestaban, no había más que mirarlas.

Al filo de un paso de peatones: caras de asco, andares acelerándose, chismorreos. Oía cosas como “por Dios”, “esos no están bien”, “que asco”, “no mires, mira, mira”. Un anciano sin pescuezo hizo que me diera cuenta, se fijó en mí y empezó a decir: “Es que, es que, es que, es que…”, señalando a su derecha. Distribuía los esques de dos en dos y aplicaba a cada par una entonación distinta, como si construyera una frase. “Esque-esque… esqué-eesque”, insistió.

Allí nadie detectaba la escena por sí mismo. Se avisaban unos a otros, indicaban el lugar correcto, opinaban con gestos, se lamentaban, los más atrevidos susurraban insultos y, poco a poco, empujaban a cualquiera a su círculo de complicidad, a un espontáneo sanedrín de personas normales y dignas. De esa manera, antes de contemplar el espectáculo y saber qué pasaba ya tenías la repugnancia en los morros.

Por fin, en la acera de enfrente vislumbré a dos individuos que se abrazaban, se ajetreaban, se sobaban. El cruce era estrecho, se les veía bien. Distinguí ropas sucias y rotas. Él llevaba un chándal mal combinado, barbas de estopa hasta cerca de los párpados y el pelo apegotonado y polvoriento. Ella, unos vaqueros grandes, remordidos, una camisa a cuadros y una melenilla pobre, también blanqueada a trozos.

Se besaban con ansia, a lengüetazos; él muy agresivo, ella lo recibía plácidamente, aunque algo atorada.

No se requería mucha intuición para advertir que el alcohol y la droga habían erosionado esos cuerpos durante años hasta convertirlos en momias prematuras. Él olisqueaba su clavícula mientras le buscaba el culo con las dos manos (eso era lo que más molestaba a la gente); repasaba y toqueteaba, pero no había carne debajo ni nalga para amasar, el pantalón subió y bajó con el manoseo, bajó y subió sin resistencia. El semáforo cambió a verde. Al cruzar escuché que gruñían o carraspeaban. A ella le falló el equilibrio cuando elevó la pierna para tratar de rodear la cintura del compañero. Casi se caen. Empezaron a reírse y la mano de él abandonó el pantalón y se acomodó a mitad de espalda. Siguieron riéndose y enseguida compartieron un pequeño ataque de tos.

“Esque-esquee… esque-esquee”, se alejó el señor… Nos alejamos todos.

Fotografía: Krysthopher Woods 

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