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 Lo que ha hecho el Cholo en este lustro con el Atlético de Madrid bien vale una misa. Quizás, algún día, desde Concha Espina alguien mirará al Manzanares y se dará cuenta de que el milagro atlético es tan simple (y complicado al mismo tiempo) como mantener a Simeone en el banquillo durante los últimos cinco años. Si no eres colchonero, el Cholo te puede gustar más o menos, te puede dar más o menos rabia, te puede parecer más o menos hipócrita o teatrero o quejica cuando habla de que la Liga está adulterada. Puedes creerte a lo que queda del periodismo deportivo español –convertido en una barra brava de escribanos y locutores– cuando venden agresividad como intensidad. Todo está abierto a interpretaciones, pero hay algo prácticamente irrefutable en cualquier análisis del cholismo: Diego Pablo Simeone es un señor del fútbol. Y como tal, respeta el juego y se hace respetar. Como Hristo Stoichkov o Fernando Hierro, por citar dos ejemplos facilones en Barça y Real Madrid.

Por eso los equipos del Cholo se parecen al futbolista peleón y lunfardo que fue. El Atlético de Madrid de 2016 juega como jugaba Simeone en el Atlético de Madrid de 1996: cubriendo campo, pegando duro, corriendo más que nadie, cayendo a las bandas, recogiendo rechaces, llegando al remate de cabeza cuando hiciera falta. Porque es difícil decir de qué jugaba Diego Pablo. Era un centrocampista de contención, un sujeto expeditivo que no dudaba en sacar codos y pisar tobillos bilbaínos si era menester. Cuando perdió la velocidad, lo retrasaron a la zaga, pero antes tuvo tiempo para ser alineado en un costado porque tenía arrancada, chutaba bien y estaba al quite de los rechaces. Así llegaron los goles que metió en su carrera y no vinieron de jugadas ensayadas (el testarazo fue otra de sus grandes virtudes).

En una buena plantilla hay que tener cerebros y pulmones. También puños para noquear al rival. Pero nunca debe faltar un corazón. Esa era la verdadera demarcación del Cholo futbolista. En cada uno de sus equipos, Simeone se dejó la piel y animó a compañeros y aficionados a hacer lo mismo. Basta preguntarle a un aficionado del Inter por él y darse cuenta de la huella que dejó el bonaerense en las dos temporadas que jugó en el club neroazzurro. Podía tener a Ronaldo o Djorkaeff de compañeros, pero el tifoso interista le guarda un cariño especial a Simeone «porque siempre le marcaba al Milan». El Cholo aglutina como solo los líderes pueden hacerlo. Identifica las filias y fobias de la tribu y las explota. Sabe dónde está el grial y quién es el enemigo. Conduce a los suyos hacia la victoria o la muerte.

¿Cómo no iba a transmitir desde el banquillo esa filosofía a sus jugadores? Pero para eso hace falta paciencia. El proyecto de Simeone está gozando de ella, la que le faltó al Atleti del doblete. En apariencia, Cerezo y Gil Marín, los herederos y compinches del magnate del ladrillo que casi hace desaparecer al tercer club de España, dejan que el Cholo haga y deshaga. Si sigue la próxima temporada en el banquillo del Calderón, el argentino cumplirá en diciembre cinco años como entrenador de un equipo que entró en el siglo XXI bajando a los infiernos y agarrado a su fantasma de pupas. Que no es humilde ni pobretón en recursos y aficionados (algo que desde el Atlético gusta utilizar como armadura publicitaria), pero que ha tenido que reinventarse media docena de veces en los últimos diez años porque no puede competir en el mercado con Barcelona o Madrid. En estos cuatro años y medio ha ganado cinco títulos. El Real, uno más. Gastándose bastante más dinero. Cambiando de entrenador varias veces. Extraviando el estilo muchas más. Dejándose la imagen que algún día tuvo el club a jirones por los estadios de media Europa. Añorando comprar lo que tiene el Atlético con Simeone en el próximo crack inesperado que brille en la Eurocopa sin darse cuenta que hay ciertas esencias que no se pueden adquirir en los escaparates de las tiendas de lujo.

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