La política nacional con la que nos hemos criado ha muerto. Los resultados del 20-D lo confirman. España se ha convertido en un enorme rompecabezas electoral en el que no hay ninguna solución lógica a la vista para formar Gobierno. Hasta ayer, PP y PSOE tenían asegurado el 70 por ciento de los votos y el 80 por ciento de los escaños en el Congreso de los Diputados. Hoy, socialistas y populares, no llegan al 51 por ciento de los sufragios y aunque la suma de los 123 diputados del PP y los 90 del PSOE sumen para investir un Gobierno estable, ¿alguien se imagina un pacto contra natura entre Mariano Rajoy y Pedro Sánchez? Puede ser tentador para más de uno agrupar gaviotas y rosas bajo el paraguas de una Gran Coalición destinada a frenar la fuerte irrupción de Podemos y la aparición con gatillazo de Ciudadanos. El batacazo del bipartidismo es obvio y anima “a pactar por España”, pero conviene pararse en los matices. La forma tradicional de hacer política está cambiando inexorablemente pese a la Ley D’Hondt, pero los grandes partidos siguen entre nosotros aunque se hayan debilitado. En Génova y Ferraz ayer se entonó un “que no estamos tan mal” laportiano para calmar a sus fieles irreductibles.

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Este lunes de resaca electoral ha amanecido con las redes sociales ardiendo indignación. Miles de ciudadanos que han apostado por PSOE, Podemos o Ciudadanos se preguntan cómo el Partido Popular puede seguir ganando elecciones después de tanto recorte y tanto expolio. Precisamente es la corrupción la que le da la victoria a Mariano Rajoy. Las tramas corruptas crean redes de colocación laboral, fortalecen caciques políticos y empresariales en provincias y feudos conservadores como Madrid o Valencia. Cientos de miles de españoles viven una vida plácida de forma directa o indirecta a costa de la malversación de fondos públicos, de la prevaricación, el expolio y el enchufismo. Además, a varios millones, les es igual que sus políticos metan la mano en la caja si mantienen la unidad de España y trabajan para limitar al máximo las libertades sociales y democráticas que puedan cuestionar la hegemonía de la derecha. Es el tardofranquismo hecho mayoría electoral, los ecos de esa España hipócrita y limosnera que con tanta gracia retrató Berlanga en Plácido.

El gran derrotado de la noche del domingo fue Albert Rivera. En Ciudadanos esperaban un resultado bastante mejor y se han quedado en 40 escaños. Ni siquiera han podido disputar la primera plaza en Catalunya, donde hace apenas dos meses le habían pasado la mano por la cara a populares y socialistas en las Autonómicas. Después de gastarse 4 millones de euros en su campaña, el diputado les ha salido a 400.000 euros. Un coste demasiado grande para no sumar junto al PP ni siquiera los 176 diputados que Rajoy necesita para recuperar la presidencia. La sensación es que a Rivera y Ciudadanos les ha pasado como a Ícaro. Querer suplantar al PP es como querer volar hasta el sol con unas alas de mentirijilla: un trabajo difícil y peligroso. Tras llegar como un tiro a la campaña electoral, Ciudadanos se ha ido desinflando entre las meteduras de pata de las caras que debían acompañar a Rivera en el cambio sensato.

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El antiguo empleado de La Caixa, sin gregarios que le dieran un relevo, tampoco se aprovechó de su fama de gran orador en el debate a cuatro. Proclamar a última hora que se abstendría para facilitar la investidura de Rajoy fue la puntilla a dos semanas para el olvido. Ahora su situación no es nada sencilla, pese a las sonrisas impostadas de la noche dominical, donde Rivera aseguró que batallará para cambiar una ley electoral injusta y para evitar que prosperen los intentos secesionistas en la nación española. La sensación de arribistas que empiezan a dar los naranjas entre el gran público será su peor enemigo. Si giran definitivamente hacia la derecha, el PP les está esperando para comérselos. Si se quedan en el centro, todos irán a por sus votos, incluido el PSOE, que sale en apariencia ileso del choque electoral.

El PSOE hace años que vive en una suerte de Show de Truman. Desde la llegada de Pedro Sánchez a la secretaría general ese clima de felicidad simulada se ha intensificado. El candidato Sánchez fue el peor en el debate a cuatro con diferencia y solo consiguió sacar de sus casillas a Rajoy en el prefabricado debate a dos. Aún así, desde los círculos socialistas no han parado durante los últimos quince días de echarle la culpa de todos sus males a La Sexta, ese canal bolivariano que no persigue nada más que la gloria de Podemos y la destrucción del partido que sigue reivindicándose como la casa de los obreros españoles. El PSOE ha esquivado el temido sorpasso, pero tiene a los podemitas a tiro de piedra. Con la sonrisa de Pedro Sánchez luciendo en los carteles, el partido hegemónico de la España de los ochenta ha firmado el peor resultado desde la vuelta de la democracia. Desde que se le acabó el recurso del voto útil, el PSOE sale en casi todas partes a no perder. Eso explica sus nuevos retrocesos en Catalunya, Euskadi, Valencia, Baleares, Galicia o Canarias, comunidades donde ya no es ni siquiera la segunda fuerza.

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¿Y Podemos, qué? Después de una meritoria campaña electoral se han quedado a las puertas del sorpasso. A favor de los morados juega que han cambiado la impaciencia del asalto a los cielos por una calma que les ha llevado a coaligarse con Anova, Barcelona en Comú, Equo y Compromís para barrer al socialismo en Galicia, Catalunya, Euskadi y Valencia. Además, entendiendo mejor que nadie el blindaje que la Ley D’Hondt le da al bipartidismo, han recorrido provincia por provincia persiguiendo hasta el último indeciso, lo que les ha permitido recuperar la tercera plaza que hace un mes parecía perdida a favor de Ciudadanos. Los podemitas tienen varias contraseñas a su disposición para desbloquear este rompecabezas electoral. La primera pasa por apoyar al PSOE y sumar apoyos para investir a Pedro Sánchez como presidente. Aunque Podemos rebajara el listón (todavía más) en cuanto a cuestiones como la reforma constitucional y de la ley electoral, la relación con la Unión Europea, la deuda bancaria, memoria histórica, o la política económica, el precio a pagar por el PSOE en este hipotético pacto sería alto: un referéndum de autodeterminación para Catalunya. Esa es la principal condición que le puso Ada Colau a Pablo Iglesias. Además, una vez investido, ese ejecutivo del PSOE en franca minoría tendría que conseguir el apoyo extra de los 17 nacionalistas catalanes (nueve de ERC y ocho de la marca blanca de Convergència, muy castigada por el plan de fuga de Artur Mas para huir de la corrupción propia) que ocuparán asiento en el Congreso para aprobar cualquier tipo de ley. Es decir, no podría escaparse del problema catalán.

Pero el PSOE no parece dispuesto a coger ese toro por los cuernos. Solo basta con mirar dónde se concentra el rojo en el mapa electoral español: los diputados socialistas por Andalucía y Extremadura aguantan con alfileres a un bipartidismo cada vez más descosido. Pedro Sánchez se ha empeñado en decir durante toda la campaña que no votarle a él suponen otros cuatro años más de corrupción con la firma de Mariano Rajoy. Paradójicamente, la fidelidad del votante del campo andaluz y extremeño hacia el candidato de turno del PSOE se vale de las mismas herramientas que el voto cautivo popular: redes de colocación y caciquismo. Beneficios directos o indirectos para un entramado de cientos de miles de personas que llevan décadas sosteniendo a los mismos gobernantes. Susana Díaz es el paradigma de esa España meridional que contra viento y marea votará socialista. La última facción fuerte del socialismo español, la que aupó a Pedro Sánchez al poder en el partido, no quiere oír ni hablar de referéndum de autodeterminación. Y ella, solo hay que escuchar sus palabras cada vez que se acerca a un micrófono, sí juega para ganar. Si no cambian las posturas y se tira de pragmatismo postelectoral, la relación entre Podemos y PSOE para desbloquear la situación entraría en vía muerta.

NOCHE ELECTORAL EN PODEMOS

Los 900.000 votantes de Unidad Popular. Ese es el camino que se le abre a Podemos a la izquierda de este tablero de Risk. Tomar esa senda supone apostarlo todo a adelantar a los socialistas por el flanco zurdo de cara a unas nuevas elecciones que no tardarían en producirse si no lo evita una Gran Coalición o una triple entente (PP + Ciudadanos + PSOE). Si los egos y la sopa de siglas no hubieran arruinado la confluencia entre los proyectos que encabezan Pablo Iglesias y Alberto Garzón, una candidatura bajo el epígrafe de Ahora en Común habría sido una realidad en comunidades como Madrid, Andalucía o las Castillas, claves para el asalto a los cielos que tanto ha proclamado Podemos. Si no buscan el pacto con la formación a la que un día asesoraron, Pablo Iglesias y Errejón pueden implorar al voto útil y matar a la vieja Izquierda Unida por asfixia. Pero Garzón se ha demostrado un buen valor electoral y, si aguanta el tirón, el apoyo que le brinde ese gran grupo de votantes infrarrepresentados en el Congreso puede resultar clave para que Podemos se siga quedando a las puertas de la marca que establezca el PSOE. Los politólogos de Somosaguas saben que para plantarle cara a este PP mayoritario –pero disminuido por Ciudadanos– tienen que quitarle la segunda plaza al PSOE. Quizás para ello deban reforzar el discurso, cada vez más aguado según avanzaba 2015, a costa de perder centralidad, cambiando las prisas por pedagogía y tratando de evitar que el desgaste de los gobiernos municipales y regionales que dominan les pase factura. Es decir, poniendo en práctica todo lo contrario de lo que hicieron los morados tras la borrachera de éxito de las Elecciones Europeas de 2014.

La política con la que nos hemos criado ha muerto. El problema es que aún no sabemos qué escenario nos espera. ¿Cuánto tiempo puede aguantar la presencia de cuatro grandes partidos un sistema electoral fabricado para conformar grandes mayorías bipartidistas y feudos nacionalistas en la periferia? Todo está en juego y solo un dato parece claro: ocurra lo que ocurra, el PP tendrá más de 100 diputados asegurados. El tiempo dirá si la batalla entre el PP y el resto tiene a tres adversarios enfrente o es un frente común de izquierdas quien planta batalla. Si se extrema la crisis, puede que las elecciones dejen de ganarse por el centro. En ese caso, el paralelismo con las dos Españas a las que mencionaba Machado será inevitable.

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