Tener un coche en una ciudad como Barcelona se ha convertido en una aventura de riesgo. Para el bolsillo, que no para la seguridad del conductor. Así lo demuestran la subida continua del precio del carburante, el dinero que se marcha en abonar anualmente la cuota del seguro o los euros que se desembolsan en aparcamiento –ya sea en unas calles cada vez más pintadas por las zonas azul y verde o en unos garajes con alquileres cada día más caros–. Tampoco ayudan las multas que puedan llegar con remite del Ayuntamiento por múltiples infracciones, como la de pasarse unos kilómetros por hora del límite establecido en una zona acotada por una señal de 40 que, casualmente, está en un tramo donde la pendiente pica hacia abajo. Pero es otro motivo el que convierte a Barcelona en el ejemplo perfecto de lo caro que puede salirle a cualquier ciudadano español el poseer un automóvil, un capricho en estos tiempos pese a tratarse el coche de un bien prácticamente de primera necesidad. Son los peajes que invaden Catalunya de norte a sur los que convierten el automóvil en un lujo de millonario. La Autopista del Mediterráneo fue una de las primeras en ponerse en funcionamiento en España. Lo hizo durante la dictadura y, como consecuencia del dinero que empresas privadas habían invertido en su construcción, se privatizó.

Las largas concesiones de explotación de esta autopista se han ido ampliando gobernaran socialistas o populares en Madrid o convergents progressistes en Plaça Sant Jaume. El afán recaudador de la política y la empresa privada se canaliza a través de los millones que generan unas carreteras más que pagadas. Ese afán recaudador lo sufre el ciudadano. Ir habitualmente de Barcelona a capitales como Tarragona o Girona es un destrozo económico desde hace varias generaciones. Desplazamientos de poco o algo más de 100 kilómetros suponen más de 10 euros por viaje, entre gasolina y peajes. No hay alternativa. La antigua Nacional-II sigue siendo vetusta cuando se sale de Barcelona en dirección norte. Salvo en algunos tramos, no ha sido desdoblada en el sector que va desde la capital del Principat hasta Portbou, en la frontera con Francia. Evitar el pago de los peajes significa rodar por una carretera lenta y estrecha, que atraviesa el casco urbano de todos los pueblos de la costa entre baches y cruces peligrosos tanto para el que conduce como para el vecino que pasea.

Ir hacia el sur tampoco es buena solución si no es por la AP-7: la Nacional-340 (Barcelona-Cádiz) pasa por ser una de las más peligrosas de España, especialmente en sus tramos catalán y valenciano, donde no hay alternativas. Llegar a lugares tan turísticos como Sitges (aún en Barcelona), Salou (Tarragona), Peníscola, ya en Castellón, Gandia, en Valencia, o Benidorm (al norte de Alicante) puede convertirse en un temeroso suplicio si no se paga. Recurrir a la N-340 conlleva enfrentarse a una larga cola de camiones que difícilmente se podrán adelantar sin exponerse a un accidente en una vía poco preparada para esas comodidades. Sin embargo, planificar un viaje por autopista entre Barcelona y Valencia (la segunda y tercera ciudad del Estado, no unidas todavía por el AVE) sí que podría calificarse como viaje de lujo. El paso por las casetas donde se cobra el peaje le ocasionará al bolsillo del conductor un gasto de más de 30 euros por un trayecto de menos de 400 kilómetros. El combustible, claro está, va aparte.

Pero hay otros desplazamientos que sacan de sus casillas al conductor catalán. Son cortos, de 50 kilómetros o menos, y se hacen diariamente para trabajar o estudiar. Ir de Terrassa a Manresa, un eje de comunicación importante entre la Catalunya central y la industrializada comarca del Vallès Occidental, también es sinónimo de pasar por caja. Moverse entre Barcelona y Mataró, el centro neurálgico y económico del Maresme, lo mismo. Ir al festival de cine o al Carnaval que dan fama a Sitges o acercarse a comer al puerto de Vilanova i la Geltrú, al sur de Barcelona, equivale a vaciar la cartera antes de llegar al destino. En estos casos, estas autopistas pertenecen a la Generalitat. Mientras en otros territorios de España, las juntas o gobiernos autonómicos han construido kilómetros de autovías totalmente gratuitas, en Catalunya casi toda la nueva infraestructura viaria se ha privatizado. Para colmo, el Eix Transversal, una carretera imprescindible para unir de punta a punta el país (nace cerca de Lleida, la única capital a la que se puede llegar por una autovía libre de peaje, la A-2, y muere pocos kilómetros al sur de Girona), ha sido desde su inauguración una simple línea comarcal: dos carriles, algún desdoblamiento, anchos arcenes, pero una vía lenta al fin y al cabo. Hasta 2013 no acabó de convertirse en autovía. No cuenta con garitas: se paga un «peaje en la sombra». Es decir, una empresa privada se encarga de construir y mantener la carretera durante x años a cambio de que las instituciones paguen con el dinero de todos un alquiler para que las utilicen sus ciudadanos.

Conocidos los antecedentes, en pocos lugares puede doler más que en Catalunya la nueva ocurrencia de Fomento. Según el ministerio que dirige Ana Pastor, las personas que usen «servicios de coches compartidos que no cuenten con la correspondiente autorización de transporte para operar incurren en una infracción muy grave». O lo que es lo mismo, tendrán que desembolsar entre 401 y 600 euros si les cogen desarrollando una actividad de lo más normal. Antes de que la crisis económica comenzara a hacer populares en nuestro país los portales de Internet en los que un conductor puede reclutar compañeros anónimos de viaje para abaratar costes, el boca a boca entre estudiantes o los anuncios de este tipo en redes sociales ya eran un clásico en campus universitarios como el de la Autònoma de Barcelona. Allí, muchos estudiantes de Girona, Lleida o Tarragona se aliaban para volver al pueblo cada viernes por la tarde y regresar a la universidad el domingo por la noche. Aunque no se conocieran, el trayecto les salía a cuenta: pagar bus o tren cada semana era más caro cada curso y, obviamente, se perdía una gran cantidad de tiempo en usar un transporte público que se quedaba obsoleto. Precisamente, la rutina de compartir coche es uno de los pocos factores que pueden maquillar la triste realidad para el medio ambiente que exhiben las carreteras españolas. Al observar un atasco en la salida o entrada de cualquier gran ciudad la media no falla: una persona, un coche.

No ocurre lo mismo en países como Holanda, Alemania o Dinamarca, donde el centro de las ciudades lleva décadas adaptado para el uso de bicicletas frente a los pocos años que Barcelona tiene de experiencia en este sentido (y aún así es pionera y líder junto con Sevilla en suelo español). En los países mencionados, pese a tener fama sus habitantes de fríos y reservados, compartir auto con desconocidos es algo normal desde hace medio siglo. El viajero se ahorra unos euros –antes unos florines, coronas o marcos– y, de rebote, le hace un favor al medio ambiente. Ni en Alemania ni en todo el Benelux existen garitas de peaje en su red de autovías, las mejores de Europa por dos motivos: se trata de estados muy industrializados y potentes económicamente, por un lado, y llanos, por otro, con el contratiempo de construir puentes para salvar ríos y canales como máxima preocupación a la hora de asfaltar. Solamente se paga en Dinamarca a la hora de atravesar puentes como el que une Copenhaguen y Malmö (en Suecia), pero se trata de complejas obras que saltan por encima de las aguas del mar Báltico.

Con la medida recaudatoria que quiere sacar adelante Fomento, en España sigue imperando el «paga por todo lo que podría ser gratis». Por contra, en destinos turísticos como Ibiza la presencia de taxis-pirata es constante desde hace lustros. La respuesta de las instituciones para solventar el problema suele ser la misma: cruzarse brazos ante una piratería incontrolable, a la vez que se niegan a aumentar las licencias de taxi, presionados por un sector que ofrece un servicio público, pero que no quiere compartir su jugoso pastel. A Alemania, por tanto, solo se la toma como ejemplo a la hora de aplicar recortes en servicios sociales. Por compartir coche con desconocidos o por instalar placas solares en una vivienda hay que pasar por ventanilla. Sin embargo, las autopistas que durante los gobiernos de José María Aznar construyeron empresarios como Florentino Pérez para «descongestionar» los accesos de Madrid están siendo rescatadas con el dinero de todos. ¿Por qué? No pasan coches por ellas. ¿Se juegan el tipo los conductores que rechazan el peaje? No, ya que circulan por las autovías radiales: de varios carriles y libres de impuestos. Donde hay alternativa, el conductor toma el camino más económico y lógico. Todavía puede hacerlo en algunos sitios. En Catalunya, no.

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