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Querido Andrew,

¿Recuerdas la mañana de julio en la que nos conocimos? Lunes, diez de la mañana, Siena. Un aula vieja con pupitres de madera de una escuela de idiomas. Primer día de clase. Junto a nosotros, trece o catorce extranjeros más que han recalado en Italia con una Beca Leonardo bajo el brazo para estudiar italiano y trabajar de prácticas durante seis semanas. Ronda de presentaciones. Me levanto, explico que soy de Barcelona y la mayoría empieza a felicitarme por la Eurocopa que escasos días antes había ganado España. Al salir de esa primera clase, sin apenas conocernos, te me acercas y me preguntas en un italiano macarrónico si había celebrado alguno de los cuatro goles que la Roja había endosado a Italia en aquella final de Kiev. Yo te digo que no y tú, dibujando una sonrisa en tu rostro, me dices que eres galés y que tu selección tampoco consiguió jugar ese torneo. Te pones a reír. Me das la mano, me dices que seremos buenos amigos y te vas, poniéndote el casco antes de coger aquella moto que estaba estacionada en la Via Tommaso Pendola. No me engañaste, acertaste de lleno y, en efecto, fuimos buenos amigos. Quizás por eso hace días que, tras cada partido de Gales en la Eurocopa, no consigo dejar de pensar en aquella mañana en la que te conocí y pensé que eras un loco perturbado.

“Tengo 47 años, pero mi corazón aún tiene 20”, decías siempre que alguien te preguntaba qué hacía un abogado laboralista de Cardiff estudiando italiano durante el agosto más caluroso del siglo XXI en la Toscana. Habías venido de Gran Bretaña con tu moto, paseando por media Europa ese casco negro con la pegatina del dragón de la bandera de Gales y esa melena canosa que parecía tenerte anclado aún en los setenta. Vestías con camisas desabrochadas hasta el pecho y eras una mezcla entre John Benjamin Toshack de vacaciones en Benidorm y Hugh Grant levantándose con resaca. Decías que te apasionaba Italia, sobre todo, porque te apasionaba la Antigua Roma y todo lo que ello conlleva. Habías hecho la tesis sobre Derecho Romano y dominabas el latín mejor que nadie en esa escuela; tu teoría era que sabiendo latín y aprendiendo italiano eras capaz de hablar todas las lenguas romances sin demasiado esfuerzo. Por eso te cabreabas conmigo cuando veías que era incapaz de hablar portugués con Luis, de Braga, o de hablar francés con Charlotte, de Bruselas. Nosotros, universitarios esclavos de los minijobs y el mileurismo, adictos a drogas modernas como Ryanair o Facebook, rondábamos los 20 años. Tu, en cambio, nos doblabas a todos la edad, quizás por eso siempre tuviste ese papel de profesor universitario enrollado que se va de birras con sus alumnos y les deja aturdidos con frases y reflexiones extraordinarias. Durante seis semanas nuestras noches se basaron en repetir constantemente el mismo ritual: hacer el aperitivo con varios spritz y picar algo, comprar una botella de Chianti y algunas Peroni en un paki, sentarnos en la Piazza del Campo y pasarnos horas fumando y bebiendo mientras hablábamos de lo que fuese. Digo lo que fuese por no decir política, literatura y, sobretodo, fútbol. Eras un tipo culto, el típico dandi venido a menos que parecía haber salido de alguna película de Paolo Sorrentino. Todo cambiaba cuando hablabas de fútbol, ya que entonces te convertías en una especie de personaje de alguna novela de Nick Hornby.

“Cuando te marchas fuera de casa y eres de una nación pequeña, la gente sabe de dónde vienes solo si conoce tu historia, tus artistas o, sin lugar a dudas, tu equipo de fútbol”, me dijiste una noche hablando de Dylan Thomas. Yo te dije que nadie allí, entre nuestros amigos, sabía qué era la Corona de Aragón o la Guerra Civil española, que nadie conocía a Ramon Llull o a Ramon Casas y que de mí solo sabían que vivía en la ciudad de Gaudí y del Barça. Tengo esa conversación grabada en la memoria. Recuerdo lo que respondiste. Me diste una palmada en la espalda, me dijiste que por lo menos de Catalunya sabían eso y me preguntaste qué creías que sabía el mundo sobre Gales. “Niente”, exclamaste. “¿Qué es Gales?”, me preguntaste. “¿Un país, una nación o una región olvidada al oeste de Inglaterra? Nadie sabe nuestra historia. Nunca hemos tenido a un Mel Gibson que encarnara nuestro héroe en una película de Hollywood ni a un Bono de U2 que cantara canciones sobre lo que pasa en nuestras vidas. Todos conocen a los escoceses o a los irlandeses, pero nadie sabe nada de los galeses. Unos tienen historia, otros tienen cultura, vosotros, los catalanes, incluso tenéis un equipo de futbol famoso en todos los rincones del planeta. Pero nosotros no tenemos ni eso. ¿Ian Rush, Ryan Giggs, Craig Bellamy? No es suficiente, lo sabes. ¿Quieres que llame a mi madre? ¿Quieres oír la lengua que me enseñó cuando nací? No la puedo hablar casi ni con mis amigos, no la leo en ningún periódico y casi no la oigo en la televisión. Por eso tú no sabes casi ni como suena, porque el mundo no sabe nada de nosotros más allá de que el maldito Príncipe de Inglaterra de se pone la camiseta de Gales el día del Seis Naciones en que jugamos contra los ingleses en el Millennium. A vuestros ojos no somos más que una tribu digna de Asterix y Obelix. Existimos de milagro, somos los hijos de una tierra cuyo camino se basa en la trayectoria de las nubes, pero a cada paso nos cae un chaparrón y nunca existe una pizca de sol. Y ya sabes que nadie te mira si no brillas”, dijiste para terminar. Después dijiste “fuck” tres veces, bebiste un trago de cerveza y, sonriendo, soltaste que lo peor de Italia era que no hubiera los pubs de Cardiff.

Cuando hace pocos días vi por la televisión a Gales clasificándose para los octavos de final de la Eurocopa, recordé ese monólogo tuyo cargado de frustración y pensé que, cuatro años más tarde de aquella noche en Siena, el mundo por fin ya sabe que Gales es algo más que el país donde nació Gareth Bale. Pensé en el día en que nos marchamos de Siena, en esa noche de despedidas donde alguno derramó alguna lágrima entre abrazos y besos y en la que todos decíamos que nos volveríamos a ver pronto, ya fuera quedando en Siena o visitándonos en nuestras respectivas ciudades. Tú, fiel a tu realismo sucio, te me acercaste al oído para decirme que eso no era verdad, que yo sabía de sobras que nunca más volvería a ver a esa gente y que odiabas la hipocresía azucarada de los jóvenes de hoy en día. Te despediste de nosotros sin darnos tu correo electrónico ni tu dirección postal, diciéndonos que al día siguiente tirarías tu teléfono italiano al retrete y deseándonos que la vida nos deparara mucha felicidad. Sí, amigo, nunca te lo confesé pero esa tarde había buscado en el traductor de Google como se decía “hasta siempre, un placer” en galés, por eso te di un abrazo y te dije “cyn bo hir, yn bleser, ffrind”.

Que leas esta carta será un auténtico milagro, lo sé, pero que tu selección haya superado a Inglaterra en la fase de grupos de una Eurocopa y que el mundo sepa que existís, en cambio, ya es por fin una realidad. Pase lo que pase, felicidades. Habéis vencido a la lluvia.

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