—Vaya, Damon Dwaine en persona. Pasa. Algo importante debe traerte hasta aquí.
—Joseph, [ya dentro del vestuario] ¿sabes? eres la única leyenda del boxeo que creo capaz de recordar y pronunciar mi nombre y apellido, pero hoy me vas a llamar «de-dos», como lo hace cualquiera de esos dementes a los que tumbas. ¿Qué ha pasado ahí fuera, Joseph?
—Lo has visto, me ha […]—¿’me’? ¡No!, estoy aquí para que me convenzas de lo que he visto, ¿qué demonios ha pasado en el ring, Joseph?
—No esperaba ese uppercut, solo eso.
—Kasey, el meñique de la derecha. Martillo. Y no te preocupes, no te pegará, a no ser que quiera recoger sus ojos de esa cubeta. ¿Y no es el caso, verdad, Joseph? […] Guy, alcánzale el hielo, y recuérdame que nunca llame a Kasey si necesito colgar cuadros. […] Te lo vuelvo a preguntar, ¿qué demonios ha ocurrido en las cuerdas, Joseph?
—Me has dejado sin dedos, Damon.
—La sierra, Kasey / ¿Cómo me llamo, Joseph?
—»De-dos», parece que hoy te llamas «de-dos».
—Ese hielo obra milagros, verdaderamente, Joseph… Qué hombre. Oye, tal y como yo lo veo, soy todo lo que le falta a tu mano ahora, y esto no es casual; no es casual que ese fajador de tres al cuarto te haya tumbado hoy, como tampoco es casual que solo tú tengas respuesta a mi pregunta; así que, por última vez, Joseph ¿qué ha pasado ahí arriba?
—»De-dos», ¿me estás diciendo que te has arruinado apostando hoy, por casualidad? ¿Es eso, «de-dos»?
—El hacha, si mal no recuerdo el hacha aparecía en la cantinela. Hoy el hacha te separa de tus manos, Joseph / Kasey, cuando se las quites ponlas sobre la mesa, y que las vea hasta que se desangre. Después lo metes en su Ford, lo incendias y por el barranco. No te olvides de las manos y de meter antes un par de botellas.
—Para, Kasey / Damon, espera. La crónica, la esquela. En mi taquilla hay dinero. Avner sabrá que poner.

 

Tan alto y recio como un árbol, caes
mojado por la lluvia de mis golpes
Es seco el ruido de mi hacha, que esconde
la sombra que no salta. La atraes,
sentado en el rincón con esos hombres,
que olvidan al que empieza con dolores,
contables de miserias, miserables;
renuncias a la Gloria y sus doctores,
cegado por la fama y sus amores
te ganas el castigo del cobarde.

Muchacho, ya no hay cuenta que te salve.

Aún no sabía que hacer con mi vida, cuando ya estaba casado y con dos almas a las que alimentar. Por entonces, y para calmarme, solía frecuentar el gimnasio de Luca Igliani, cercano a mi casa, antes de tener que enfrentarme cada día a las mismas explicaciones y a la desesperación. Allí, los muchachos entrenaban metódicamente su ingreso al mundo; repudiados, excluidos. En aquel sótano húmedo encontraba la determinación y el coraje suficientes para no hundirme del todo, sí. Miraba aquellos cuerpos como quien revisa sus apuntes y pruebas universitarias, y con esta asociación salvaba los momentos erráticos y de mayor debilidad. Cicatrices y marcas donde el papel y el simulacro, a esto me aferraba para no abandonar. La primera vez que escuché el «canto al valiente» algo me hizo cambiar para siempre.

El 28 de junio de 1997 Mike Tyson arranca de un bocado la oreja de Evander Holyfield en un combate para olvidar, Gary Kasparov abandona ante «Deep Blue», y Peter Murphy interpreta «Strange Kind of Love» sobre el cuadrilátero del gimnasio de Luca, en la inauguración de las instalaciones dedicadas al ajedrez y a la práctica fotográfica; aquel día hablé por primera vez con Joseph, el hombre que hizo de mí lo que soy.

Un año antes, Joseph le había hecho dos caras nuevas a Tyson, sin espectadores y a «puño descubierto», y Luca, cumpliendo con su parte, usó las ganancias para la reforma del local. Con el ajedrecista sufrió más, allí sentado a los mandos de aquella máquina y preguntando en dos ocasiones por la mesa, por el tablero o por el ruso; demasiado. Con Tyson le bastaron 11 segundos en el primer cruce (el tiempo que tardó en adosarle una contra definitiva) y apenas dos minutos en la revancha (con dos vertiginosas combinaciones que Mike jamás olvidará). Holyfield, enterado de sendas palizas, provocó la indigesta ira de Tyson al burlarse en pleno enfrentamiento, y por si esto fuera poco, tres años más tarde, después de que Joseph también lo quebrara como a una caña, perdía el tímpano y una defensa del título mundial frente a John Ruiz. Eso sí, antes de aplicar la receta, Joseph se la leyó: «Eres duro de oído, Holy», le dijo antes de la poda.

[—Avner, Joseph espera que te dediques a escribir sobre boxeo. Sabes que lo importante no sucede nunca entre esas cuerdas. Amigo, si no te olvidas de esto podrás contar conmigo. Estas son las llaves del gimnasio.
—No sé qué decir, Luca. Gracias.]

Joseph «el fotógrafo» Durst hizo cambiar las normas de ingreso en el gimnasio del que nunca salió, y aun las del propio boxeo, aunque esto esté por llegar. Entrenaba siempre solo, utilizaba ocho focos sujetos a diferentes alturas, desde la cintura a la cabeza, dos por lado, y un juego completo de piezas de ajedrez repartidas al azar por toda la lona. Mientras bailaba, Luca anotaba. Cada golpe llevaba parejo el número del foco o la pieza que tiraba con las punteras de los pies; al finalizar leía la partida como si de un combate se tratara. Jab para «enfocar», uppercuts endiablados si los caballos, hooks para las torres… Un solo vistazo era suficiente, no miraba más hacia la lona. Cada derribo precedía al golpe, cada jab anticipaba encuadraba el movimiento. En todas las partidas «la guardia» dependía de la colocación de estos elementos y los «jaques» del criterio de Luca, que usaba la canción de Peter Murphy para ordenar el magnicidio. Todo lo anterior a esta señal, una a una las fotografías tomadas, formaba parte del asedio y la estrategia; todo lo anterior me hizo ser periodista y hoy me alejará para siempre este noble oficio.

Los muchachos empezaban con las reglas del ajedrez. Debían jugar con los guantes puestos, y si tiraban alguna pieza les tocaba hacer «sombra» hasta el día siguiente. Tras las sesiones de saco debían tener en equilibrio una de las piezas sobre una cucharilla, durante bastantes minutos. Si caía antes de tiempo tocaba sesión continua de «espejo». De locos verlos al principio. Cuando Joseph subía a las cuerdas todos se reunían circundando el cuadrilátero. Mano sobre hombro, entonaban con gravedad «el canto», Luca arrojaba las piezas entonces, las ponía en pie después, allí donde hubieran caído, y una especie de fría energía envolvía al silencio; las dos agujas ya cosían el aire, tejiendo una red impenetrable y mortífera.

[—Avner, nunca he perdido una pelea, ¿no crees que debes preguntarme algo?
—Bueno, al principio lo achacaba a la técnica, pero intuyo que no se trata de eso. Veo lo que duran en pie aquellos que más respeto deben infundirte, y luego, extrañamente, lo que aguantan otros con menos posibilidades. Algo se me escapa, lo sé. Además, no peleas de manera oficial, así que, quizá ¿porque conoces los engranajes de la competición profesional? ¿De qué se trata, Joseph?
—Te he llamado para que me organices una pelea oficial. Será difícil porque estoy fuera de las listas, pero si lo mueves bien por los medios no podrán negarse. Luca te dará los teléfonos. No les menciones mi palmarés, solo eso.
—¿Y quién?…
—Ah, sí, pelearé con «el León».
—¿Lennox Lewis?
—He dejado 500 dólares en cada taquilla. Pide a los chicos que los apuesten contra mí. El día que me enfrente a Lennox acabaré con el mismo demonio.]
Mi gratitud hacia Joseph es incorruptible y hoy, ante su tumba, la comparto con vosotros. Tengo 500 dólares en esta mano y usaré la otra para asegurarme de que pervivirá entre quienes acepten ser golpeados con justicia.

 

© Negra Tinta 2014

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