Para ella, Million Dollar Baby es «un peliculón» porque representa mejor que ninguna otra cinta la esencia del boxeo. Para ella, el personaje de Clint Eastwood y la voz en off de Morgan Freeman suponen la mejor radiografía que se podría haber hecho del pugilismo, de las alegrías y penas que recorren el cuerpo del boxeador en los duros meses de preparación antes de subirse al ring. Ella, evidentemente, también es boxeadora. Y, como Hillary Swank, la inolvidable chica del millón de dólares, se resiste a caer derrotada por el paso del tiempo. Susana Torres Cabañero también ha pasado la treintena. No es una recién llegada, más bien, una pionera en este negocio, al menos en España.  Ganó el primer torneo abierto que organizó la Federación Española para mujeres, la semilla de lo que después sería el campeonato estatal. Esa es justamente la competición que se le resiste y no quiere bajarse del cuadrilátero sin una medalla de oro ansiada después de dos platas y cuatro bronces. Muchas de ellas perdidas a los puntos.

Cuando habla fuera del ring se acuerda de algún árbitro, de algún federativo. De los que no la quisieron ayudar cuando era la boxeadora más prometedora del país. Sueños de becas ADO y carreras olímpicas frustradas. «Incluso me planteé nacionalizarme francesa. Allí me querían en su equipo olímpico. Todo estaba preparado, iba a entrenar en unas instalaciones buenísimas, con gente de mucho nivel, pero la Federación Española no dio el ok para que pudiera sacarme la licencia en Francia. Y me tuve que volver a Ibiza», rememora Susana Torres casi una década después de su gran momento. Ella abrió camino. Fue la primera mujer en ingresar en el Centro de Alto Rendimiento de Madrid por la especialidad de boxeo. Vivió dos años intensos, de pegarle a relucientes sacos en las luminosas infraestructuras de la Residencia Joaquín Blume de Madrid. «Mejoré mucho la defensa, gané mucha técnica para prtegerme. Eso es vital». Fue su tiempo para salir al extranjero y morder metal en el torneo internacional de Cerdeña, el mayor éxito en aquellos días para el boxeo femenino español. La lona quedaba muy lejos, nunca la besaba. Los guantes pegaban duro y el protector bucal se mordía con ambición. «Pero echaron a mi entrenador de la Federación y todo empezó a cambiar. Ya no confiaron tanto en mí y me fueron arrinconando», afirma.

Susana Torres, durante su entrenamiento. / Lorena P. Durany

Susana Torres, durante su entrenamiento. / Lorena P. Durany

Como en Million Dollar Baby, también hubo oportunidad de redención. Ibiza, la isla donde nació, se convirtió en su refugio. A su alrededor huele a sudor. Suda el amor por un deporte, el boxeo, que añora décadas de esplendor en España, huérfano de Legrá y Carrasco, de Urtain y Poli Díaz, de Castillejo o Rafa Lozano. Susana se entrena en una pequeña sala -porque no llega a la categoría de gimnasio- de poco más de 100 metros cuadrados. Las paredes, totalmente repletas de pósters de boxeadores y combates míticos. No hay deporte que cuide más a sus mitos que el pugilismo. Es un constante mirar al pasado para reescribir el futuro, una constante conexión mental con los viejos ídolos. Se les reverencia, ya fueran ángeles caídos o gigantes indestructibles. Susana es la única mujer entre una docena de varones, de diferentes edades. Nadie ha cogido el testigo en su tierra. Solo apareció una argentina, «que pegaba estupendamente, tenía agallas», pero hubo de regresar a su patria. Susana baila alrededor del saco. Lo ataca desde diferentes posiciones. Parece concentrada, pero ella afirma que ahora toca «relajación» después de haber acumulado el enésimo podio en el último Estatal femenino, hace apenas unos meses.

2015 no queda lejos. Al menos, para ella. Cuando empezó con el boxing, Bartolo Bonet, su entrenador de siempre, ya peinaba alguna cana. Hoy su cabello es más gris que negro. Con los guantes bajo el brazo se despide de su chica de toda la vida. Hace un momento le ha estado contando anécdotas de boxeadores de los 90, de Tyson y Holyfield, a sus chicos más jóvenes. Le escuchaban con atención, como escuchaban los boxeadores de Million Dollar Baby a Frank Dunne, ese irlandés rudo y malhumorado que encarnó Eastwood en su obra maestra sobre boxeo. Al marcharse Bartolo, el minúsculo gimnasio queda en silencio cuando Susana desconecta el cronómetro. Se seca el sudor y mira al frente. Ella quiere un final feliz para su carrera, quiere un Campeonato de España. «Si le tengo que poner un pero a Million Dollar Baby es su final. Me siento muy identificada con la protagonista y no se merece acabar así». Vuelve a mirar al frente. Quizás su mente dibuje el ring que se instala varias veces al año en la pista central del pabellón polideportivo en el que se encuentra. Centenares de personas acuden a las veladas que organiza el Ibiza Boxing Club, apenas un puñado de combates amateurs al año, pero que enchufan al espectador con el aspecto más puro de un deporte. Le devuelven a la raíz de «un arte que es mucho más que pegarse», como defiende Susana Torres, la aspirante incansable. Una pionera en la lucha que prefirió los guantes de púgil al tutú de ballet.

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