Fotografía: Pablo Cobos

Lavapiés

“La vida es una cuesta, la vida es una cuesta, la vida es una cuesta abajo”, reza el estribillo de la Rumba de Lavapiés que voy cantando para mis adentros al llegar en metro a Antón Martín. Salgo al exterior en la calle Atocha, junto al monumento El Abrazo de Juan Genovés, que conmemora a los abogados asesinados el 24 de enero de 1977 en la matanza del despacho laboralista en el número 55 de esta misma calle. Este monumento ha jugado un papel importante en mi vida en Madrid. A veces pienso que ha actuado un poco como ese monolito del arranque de 2001: Una odisea en el espacio en cuyo alrededor se agolpan los monos para acabar encontrando la vida inteligente que los convierte en humanos. Aquí, igual que los monos de la película de Kubrick, encontré un día la vida inteligente en Madrid, como si hasta ese momento hubiese sido solamente un homínido vagando en la oscuridad del instinto.

Una chica intenta explicarle a su amiga en inglés el significado del monumento; es decir, el valor de la matanza de Atocha para esta ciudad, para este país incluso. La placa explicativa está coronada por un verso de Paul Éluard: “Si el eco de su voz se debilita, pereceremos”. De pronto todo parece cobrar sentido para mí, porque es precisamente de Paul Éluard un poema esperanzador sobre el París de la Ocupación –En abril de 1944, Paris todavía respiraba– al que he recurrido varias veces en busca de aliento en estos últimos meses cuando París estaba siendo asediada por el horror. Lo que la chica no le explica a su amiga, o al menos yo no escucho, es que la actual alcaldesa de Madrid trabajaba en ese mismo despacho laboralista y salvó milagrosamente la vida al tener que salir de improviso a una reunión esa mañana, poco antes de que entrasen los encapuchados. Vienen entonces a mi cabeza las fotografías mil veces vistas del entierro multitudinario de los abogados. Una de las mayores demostraciones pacíficas de fuerza del PCE y CCOO durante la Transición. Toda esa historia hace de este lugar uno de los centros gravitatorios de ese Madrid popular que en otros lugares de España es casi desconocido.

La calle Atocha actúa como frontera separadora entre el Barrio de las Letras, quizá el centro neurálgico del Madrid turístico, y Lavapiés. En ese sentido la calle Atocha reúne las cualidades de esas zonas de transición en las que a menudo sitúa sus tramas Patrick Modiano en sus novelas parisinas. Espacios indefinidos en los que todo parece posible. Decido caminar hasta Tirso de Molina, desviándome por la calle Magdalena. Me siento en una terraza y pido un café. Mientras espero bajo el sol todavía manso de la mañana, me doy cuenta de que todo el mundo en la terraza habla en inglés. Por un momento pienso que me he trasladado a Barcelona sin darme cuenta. Al recuperarme de la primera impresión, tengo la sensación de estar metido de lleno en la novela de Ben Lerner, Saliendo de la estación de Atocha. Creo recordar que Tirso de Molina sale varias veces en la novela. Por supuesto también el Barrio de las Letras, que es el territorio privilegiado de la ficción. La novela de Lerner se ha convertido un poco en la versión madrileña de lo que fue hace unos años Vicky Cristina Barcelona. Una mirada estereotipada y fresca de la ciudad y de la cultura española. Como si los americanos necesitasen refrescar su imagen de lo español. En este caso, con los atentados del 11-M de fondo. Una actualización de la eterna fascinación por lo hispánico en la literatura anglosajona. Lo que quizá nos cueste entender es que esa imagen que a nosotros nos parece atiborrada de clichés inservibles está teñida de un exotismo que al lector norteamericano puede parecerle sugerente. No es tan distinta la perspectiva adoptada por Hemingway al escribir sobre España. Hay que reconocer, sin embargo, que la novela de Lerner incorpora una ironía posmoderna de la que carece la película de Woody Allen. Esto permite al lector europeo hacer una lectura en clave de parodia de esa trama ya desgastada del joven aspirante a escritor norteamericano que acude una temporada a Madrid en busca del rastro eterno de Lorca y de la Guerra Civil.

Lavapiés

Se me ocurre ahora que Lavapiés apenas sale en la novela de Lerner, como si Tirso de Molina, tanto en la novela como para el grueso del turismo constituyera una frontera natural, una frontera sur. Todo depende de la perspectiva. Tirso de Molina se percibe a menudo como el norte de Lavapiés, como el norte del Rastro, pues aquí se intuye ya el comienzo del célebre mercadillo con algunos puestos llenos de banderas republicanas y de literatura libertaria. De alguna manera, esta plaza es el centro neurálgico de cierta subcultura de la izquierda madrileña. A pocos pasos de aquí está la nueva sede de Traficantes de Sueños, una librería que es también una asociación y uno de los mayores think tanks de la nueva izquierda madrileña. Curiosamente, a pocos minutos andando de Tirso, en la ya extinta librería La Marabunta, en el corazón de Lavapiés, nació Podemos. Librerías que son más que librerías. O que afortunadamente no son más que eso, que ya es mucho. Centros de resistencia y de pensamiento, como si la izquierda española tuviese una adoración mística por los libros que viene de muy atrás. Una fuente de luz en la oscuridad del analfabetismo y la inquisición. Pablo Iglesias (el antiguo) y Anselmo Lorenzo, fundadores del PSOE y de la CNT respectivamente, eran tipógrafos, uno de los oficios que en España dio un mayor número de sindicalistas y líderes obreros. Como si el contacto físico con los textos contagiara una suerte de inquietud revolucionaria. El proletariado de Gutenberg. Precisamente en un primer piso de Tirso de Molina está la sede madrileña de la CNT, ocupando un balcón central, visible desde casi cualquier punto de la plaza, como si fuese el particular cártel de Tío Pepe de Tirso. Mientras abandono este lugar, rodeado de turistas que empiezan desayunando ese maravillo sábado en las terrazas y de emigrantes que esperan sentados en los bancos a que su suerte empiece a cambiar, me acuerdo de esos anarquistas de principios de siglo XX que atracaban bancos para financiar la elaboración de una Enciclopedia. De alguna forma, ese extraño fanatismo de los libros me parece enternecedor y caduco, aunque quizá pueda sobrevivir de alguna forma en Lavapiés, donde las librerías (Traficantes, La antigua Marabunta, La Fugitiva o los puestos de libros del Mercado de San Fernando) parecen sobrevivir porque son mucho más que eso.

Me adentro por las primeras calles de la zona norte de Lavapiés. Aquí están las tiendas de venta al por mayor de los chinos, que fue uno de los primeros colectivos extranjeros que llegó al barrio, en los años 90. Con el tiempo, han ido desplazándose hacia los polígonos industriales como el tristemente célebre Cobo Calleja. Los que permanecen aquí ocupan apenas unas pocas calles adyacentes a Tirso de Molina. Rápidamente, al ir descendiendo, la geografía humana va transformándose y aparecen los negocios de los marroquíes y de los senegaleses.

Lavapiés 1Lavapiés es en sí mismo una larga cuesta. Me ha parecido apropiado iniciar mi andadura arriba del todo y, como dice la rumba, dejarme caer en suave cuesta abajo, como si mi paseo fuera una metáfora vital. Al adentrarse en el barrio uno se adentra en un laberinto. Efectivamente, Lavapiés es una enorme isla urbana sin tráfico cuyas calles intrincadas parecen hechas para perderse. Uno piensa enseguida en las confusas medinas árabes o en los hutongs pequineses, donde como en este barrio castizo, la arquitectura popular parece atrincherarse en el caos para protegerse de las posibles agresiones del mundo exterior. Juan Goytisolo acuñó el término medinear para expresar esa forma de caminar sin rumbo, en constante extravío, con la que pasea uno por las medinas árabes y que ahora me parece que se adapta perfectamente al modo adecuado de pasear por Lavapiés. Todos aquellos que tienen cierta prevención hacia los barrios de prietas callejuelas y que se sienten reconfortados en la seguridad casi militar de las avenidas, suelen evitar Lavapiés rodeándola como el burgués que evita con hastío el populoso mercado o el insalubre barrio portuario. Y es que Lavapiés es el barrio chino de Madrid, el barrio marinero de una ciudad sin mar, lo más parecido al Malecón de La Habana que puede existir en medio del desierto castellano.

Antes de venir a realizar esta crónica, en pleno proceso de documentación, me he encontrado navegando por internet con una entrevista al hispanista irlandés Ian Gibson, que es vecino de este barrio. Dice Gibson que Lavapiés es el Montamrtre de Madrid: un monte situado en el centro de la ciudad. Dice también Gibson que le recuerda a Dublín porque cuando uno se emborracha puede volver a casa agarrándose a las verjas. Lavapiés, un pequeño pueblo bohemio en el centro de la gran ciudad. Si hubiese que reescribir una epopeya como el Ulises de Joyce en el Madrid de hoy, probablemente Lavapiés sería el mejor lugar para ubicar a un Leopold Bloom castizo andando durante un día entero de bar en bar. Siempre cuesta abajo, como dice la Rumba de Lavapiés, como la vida. Y ahora, andando entre corralas y edificios bajos, en este barrio que parece aunar lo rural con lo urbano en un mismo lugar, disolviendo la manida distancia entre campo y ciudad, el cronista siente que ha dejado de ser el flâneur de Baudelaire recorriendo la ciudad moderna, para renacer como caminante machadiano que recupera las veredas infinitas del sinuoso paisaje castellano. Porque Lavapiés es capital del mundo, barrio de 88 nacionalidades y montículo castellano al mismo tiempo.

Hay tres largas calles que, como venas abiertas, atraviesan el barrio cuesta abajo desde Tirso de Molina hasta la Plaza de Lavapiés: la calle Mesón de Paredes, la calle Amparo y la calle Jesús y María. En la calle Amparo, hay una ristra inexplicable de restaurantes indios. Uno a veces se pregunta si no se robarán clientela los unos a los otros, pero lo cierto es que en las noches de primavera y verano las terrazas están llenas. Cuando alguien quiere cenar comida india a un precio razonable, acude allí y se sienta en alguno de ellos, como si fuesen reemplazables, el mismo restaurante clonado, donde el factor crítico reside en encontrar una mesa en la terraza. Lo que poca gente sabe es que los propietarios y los que trabajan en los restaurantes no son indios, sino bangladesíes. Y es que la banglaesí es actualmente la comunidad más numerosa del barrio. De los 3.500 que se calcula que viven en Madrid, unos 3.200 habitan en Lavapiés.

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Lavapiés, a su manera, es un mundo en miniatura. En sus ciento siete calles conviven 88 nacionalidades, con un tercio de extranjeros, el doble de la media de la ciudad. En ese sentido, parece desmentir las tesis más catastrofistas con la emigración. Uno de los barrios más populares y castizos de Madrid, es a su vez el más universal. Podría parecer una contradicción, pero en realidad lo castizo es desde su nacimiento mismo una cultura hecha sobre la marcha de las aportaciones espontáneas del recién llegado, como si Madrid fuese siempre un apeadero, una estación final, un relato a medio hacer. Podría parecer entonces que los estratos populares son mucho más fieles a esa vieja tradición promiscua de la ciudad que las capas nobles, congeladas en una idea folclórica de lo madrileño. Lo castizo hoy es quizá un restaurante senegalés en la plaza Nelson Mandela, una tetería marroquí en la calle Amparo, las fiestas de Bollywood en la plaza Agustín Lara y, por supuesto, un bocadillo de calamares en la barra metálica de un bar en Tirso de Molina.

Al caminar cuesta abajo por la calle Mesón de Paredes desde Tirso de Molina, el paseante se topa con la plaza Nelson Mandela. Este es el epicentro del Lavapiés más africano. Aquí está el restaurante senegalés Baobab, una institución y uno de los establecimientos pioneros de la gastronomía africana en Madrid. Me encuentro con grupos de jóvenes negros sentados en los bancos de la plaza, dejando pasar una soleada mañana de sábado, como si el tiempo apenas tuviese importancia. En las calles que desembocan en la plaza hay varios sastres africanos instalados en minúsculos locales, como si los negocios de un barrio tradicional de Dakar se hubiesen trasladado a aquí de pronto. En esta plaza también está la antigua Fuente de Cabestreros. Se trata de uno de los pocos monumentos públicos en todo Madrid que conserva una mención expresa a la II República. De esta fuente se dijo durante años que tenía la condición milagrosa de mejorar la virilidad, por ello fue conocida durante años como la Fuente de los Machos. Estoy a mitad de mi personal descenso a los infiernos y siento que empiezo a morirme de sed. Lavapiés da sed, me digo, y, ya que Lavapiés es sobre todo un malecón que se redime de su falta de mar con el cielo de Madrid, me acomodo en el cubanísimo tugurio “El rincón de Marco”. A la segunda cerveza pido una ropa vieja y sin saber muy bien cómo, termino hablando de la vida con el propio Marco. Treinta años sin regresar a Cuba son muchos, le digo, y Marco me enseña entonces una foto de la hija que dejó allí siendo una niña, y que ahora ya es madre de una niña. Lo cierto es que no sé muy bien qué decir. Todos los emigrantes y, por supuesto, los exiliados, tienen una historia que contar. Pienso a veces en las ciudades como enormes contenedores de epopeyas personales. La ciudad como una novela oral hecha de un sinfín de relatos interconectados. Eso hizo grande a Nueva York, donde todos eran recién llegados con una historia desgarradora que contar. Lavapiés, a su manera, es un poco eso. Imagino una gran novela de Madrid que sucede íntegramente en las calles de Lavapiés, pero que a su vez es una novela global que viaja sin cesar a Dakar, Tánger, zonas rurales de China, los pueblos abandonados de Castilla y La Habana Vieja. El mundo en un callejón; historia universal de Lavapiés.

2V4B2928-1Al dejar atrás la plaza Nelson Mandela cambio el sentido de mi marcha, como si quisiera detener mi descenso río abajo nadando en horizontal. Empiezo a callejear sin otro sentido que el de contradecir el estribillo de la Rumba de Lavapiés, ese gran hit que me he inventado hace un rato para escribir esta crónica al ritmo del Gato Pérez (o al menos eso es lo que he procurado) y que todo parezca festivo e irresistiblemente rumbero. Y por la Travesía de Comadre regreso a la cascada de Jesús y María, de donde huyo por la calle Calvario, cuyas pronunciadas cuestas a mediodía bajo un sol de justicia hacen honor a su nombre. Paso por delante de míticos locales del barrio como la Escalera de Jacob o el Candela, una suerte de tablao flamenco y de tugurio infernal que a esta hora de la mañana está cerrado, pero que en plena madrugada parece abierto hasta la eternidad. Era el local preferido de Camarón de la Isla para sus juergas madrileñas. Un lugar donde es fácil echarlo todo a perder. Me acuerdo ahora, no sé muy bien por qué, de ese concepto que tanto le gustaba a Gil de Biedma: nostalgie de la boue. Nostalgia del barro. “Nuevas disposiciones de la noche, sórdidos ejercicios al dictado, lecciones del deseo que yo aprendí pirata, oh joven pirata de los ojos azules.” El barro para los barceloneses de mi generación fue el Barrio Chino, eso que ahora se llama El Raval. Durante toda nuestra infancia fue un lugar prohibido: sinónimo de peligrosidad, reverso oscuro de la ciudad. Las transformaciones urbanas que vinieron con los Juegos Olímpicos abrieron su cáscara en todos los sentidos, también en el peor imaginable. Después de aquello El Raval se convirtió en el salón de juegos nocturno de los chicos de la clase media y también de los hijos más rebeldes de la burguesía. Una forma próxima y accesible de aventura. Una función que El Raval ya había desempeñado en tiempos de la II República. Mis amigos de Madrid me cuentan una experiencia similar con Lavapiés. Un lugar en el que la entrada les estuvo vedada durante los años ochenta, cuando la delincuencia y las drogas estaban en su punto álgido. El Raval y Lavapiés eran (y en parte lo siguen siendo) esos dos espacios que la ciudad parece incapaz de descifrar y, en cierta forma, de pacificar. Lugares que escapan a toda planificación urbanística y a esa utopía monocolor de la clase media, que anhela una ciudad sin conflictos visibles. Por eso son comparados a menudo. Cumplen una función parecida en sus correspondientes ciudades. Me pregunto qué sé yo de eso, que vengo aquí como un paseante ajeno, como un turista interno, persiguiendo un ideal que podría calificar, no sin candidez, de experiencia auténtica; porque existen grandes zonas de la ciudad que apenas me transmiten nada más allá de gris neutralidad. Durante años me he relacionado con estos barrios a través del acotado marco que ofrece la noche. Ahora me doy cuenta, paseando en plena mañana, de que no sé nada en realidad de Lavapiés, ni de las condiciones de vida de sus vecinos. Quizá lo más digno sería inhibirse, no escribir sobre ello, renunciar a echar mano de la inventiva para obtener un lucimiento literario que no merezco, hablando de algo que no conozco. Decido pasear y ya está. Me siento bien, por otra parte. Y me acuerdo de todos algunos barrios populares que detrás de su suciedad y de su aparente peligrosidad, esconden una belleza genuina. Pienso en los Quarteri Spagnoli de Nápoles y en la parte vieja de Génova, en Le Panier de Marsella y en El Cabanyal de Valencia y, por supuesto, en El Barrio Chino de Barcelona. Todos ellos barrios cercanos al mar. Lugares donde la mugre y la belleza conviven una al lado de la otra. Soy consciente de que mi mirada de paseante está distorsionada por el desconocimiento y por esa nostalgia del barro que admito sentir. Pero no me importa. Miro hacia arriba otra vez y cegado por el sol vuelvo a decirme que este es el barrio portuario de Madrid, su Malecón, donde solo el cielo incorrupto, ese cielo al que tantas veces se alude, puede suplir al mar.

Plaza de Lavapiés. Llego al final de mi particular descenso a los infiernos. Esta es la famosa plaza de las infinitas nacionalidades que durante una época llenó los noticiarios como símbolo de la nueva España que estaba llegando. Se generó a partir de aquello un discurso de tono festivo alrededor de Lavapiés del que todavía quedan algunas reminiscencias. República de Lavapiés. Existen incluso varias colecciones de relatos que tienen al barrio como escenario. Por un momento pensé en leer alguna antes de escribir esta crónica, pero no he podido o no he querido. El verano me ha paralizado. Lo cierto es que cada vez tengo más prevenciones hacia esa permanente celebración acrítica de las desigualdades y de un mestizaje que a menudo no es tal. No sé hasta qué punto hacemos un favor a los sujetos que decimos representar. Tal vez todo sea una gran farsa que nos suministra temas sobre los que escribir a la vez limpia nuestras conciencias.

En esta plaza está el Teatro Valle-Inclán, la sede principal del Centro Dramático Nacional. Es un edificio moderno. A menudo pienso que su situación y su función son parecidas a las que han jugado la sede del MACBA en El Raval. Ha resignificado los alrededores, convirtiéndose en una especie de pequeño Guggenheim que con su sola presencia cambia un espacio para siempre. Algunos ya hablan abiertamente de una gentrificación que ya estaría aquí. Ya saben, ese proceso urbanístico que consiste en la transformación de un barrio marginal en un lugar cool, provocando la consiguiente subida de precios que termina por expulsar a los vecinos para que su lugar sea ocupado por jóvenes de clase media culturalmente hiperactivos. Puede ser que estemos a las puertas de un Lavapiés moderno y distinto. Algunos dicen que eso ya está pasando. El caso es que es mediodía y decido volver andando a casa por la calle Argumosa, tan llena de bares, tan moderna ella a la vez que tradicional, símbolo tal vez de ese nuevo Lavapiés luminoso que está al caer. Y me desvío por callecitas desiertas hasta alcanzar la Plaza del Reina Sofía como si mi objetivo fuese la estación de Atocha y yo, tras esta crónica, tuviese la  necesidad acuciante de marcharme corriendo de esta ciudad.

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