A aquéllos que crean que solo se aprende de las películas con finales felices, absténgase de sentir y por tanto, sufrir con los Los Caballos de Dios. Hay dos formas de verla: preparándose antes para distanciarse de los personajes en los momentos más duros; preparándose antes de la misma forma para finalmente, dejarse llevar inevitablemente por la historia personal de cada uno de ellos.

Proyecto de psicóloga, aún “muñeca de barro”, la forma que le doy a los personajes en esta historia es de arcilla arenosa; eso es, me fijo en su trasfondo psicológico: de los hechos al mundo psíquico, de los discursos a sus efectos, de las frases a la interpretación de su significado,… Sin embargo, el realizador de esta cinta, un francés de origen marroquí, Nabil Ayouch, evidencia más que nunca con esta producción que la comprensión, o lo que es más, la sensación de veracidad y autenticidad de los distintos mundos internos en los que nos adentra, es imposible alcanzarla bajo una lectura exclusivamente individual. Cada persona es un poliedro formado por diferentes caras –coordenadas políticas, culturales, familiares…– integradas de forma más o menos armoniosa por nuestras subjetividades en los sucesivos capítulos de nuestras historias personales.

Vayamos a los hechos. En Los Caballos de Dios, un primer plano aéreo nos adentra en el suburbio de Casablanca y sus miserias. Concretamente, en el barrio de Sidi Moumen donde, sobre un terreno arenoso y polvoriento, se desarrolla uno de esos partidos de fútbol de “mediodía” con el que arranca y también finaliza –con la siguiente generación de chavales– esta historia, o bien esta Crónica de una muerte anunciada, como la habría titulado García Márquez. Se trata de un entorno insostenible debido al crecimiento urbanístico impulsado por la necesidad, que se concentra con un éxodo rural masivo, con una aglomeración demográfica producto de la sobreexplotación de los escasos recursos disponibles, que provoca el empeoramiento de las condiciones de vida en el campo. En este contexto, y bajo estas claves culturales y sociales, se desarrollan las historias personales que dan forma a la película.

Un dúo protagonista (aunque, en el fondo, todos los personajes lo sean) compuesto por dos hermanos, Hamid y Yachine, nos adentra en el continuo naufragio de su eterna infancia convertida en adolescencia súbita, del que el fanatismo de un grupo terrorista –Al-Qaeda– les salva, ofreciéndoles un pedazo de madera frágil en el que poder flotar y unas coordenadas de vida grupales con las que orientarse. ¿En qué se traduce esa guía? Seguridad para ellos y sus familias, y “algo” hasta ahora en lo que creer –que se hace llamar fe– ciegamente, hasta el punto de sacrificar sus vidas por honor. Honor que, por cierto, se pone de manifiesto durante toda la producción a modo de justificación de la forma en la que se resuelven audazmente ciertos “dilemas morales” –violaciones, peleas, trapicheos…–, siempre bajo el supuesto de supervivencia diaria en este “nicho de violencia”.

Intentemos enmarcar el resto de caras en su poliedro. Hamid es el hermano mayor, cabecilla de barrio, líder también en casa –con un padre ausente enloquecido por la guerra y un tercer hermano esquizofrénico–, protector de su hermano pequeño, superviviente nato, al menos hasta que lo encierran en la cárcel. Su supuesta “rehabilitación” y regreso marca el comienzo del segundo acto: su afiliación a Al-Qaeda y el proceso de reclutamiento del resto de chavales, algunos más vulnerables y otros más escépticos. Yachine, sin embargo, se presenta como “un constante sufridor en silencio”: guardameta de vocación, sin posibilidad de cumplir su sueño ni llevar a cabo ningún proyecto de vida, en segundo plano en casa, invisible también para su amor imposible, Ghislaine, –una chica musulmana del barrio relegada al ámbito doméstico–, pero leal compañero de su amigo por excelencia de la infancia, Nabil, –el cual representa una homosexualidad manifiesta pero socialmente reprimida–. Ni el escepticismo de su hermano mayor, ni la foto que lleva siempre consigo de su gran ídolo futbolista consiguen iluminarle instantes previos al atentado suicida con en el que culmina todo este proceso de “lavado de cerebro”, de subjetividades disueltas en una identidad fanática grupal: el islamismo radical.

Así pues, esta primera parte –con muchísimas escenas, más o menos gratuitas, susceptibles de ser analizadas– supone el atenuante, la alarma, la justificación en cualquier caso de lo que ocurre en el segundo acto. Un proceso de conversión a la religión que se acompaña de un discurso y uso de sus tiempos cuidadosamente medido, de la detección de unas necesidades específicas y la exaltación de unas identidades vulnerables que buscan refugio. Y es que como dijo el sociólogo Pierre Bourdieu, “no existe discurso si no es para alguien y en una situación”.

Sin embargo, es conveniente resaltar que estos antecedentes de pobreza y fragilidad no son causa-efecto del éxito de la conversión fanática. La película humaniza las distintas formas mediante las cuales cada uno de los chavales se apropia y da sentido al dogma, y quien llega al final o por el contrario, se queda en el camino. En el caso de Yachine, por ejemplo, es de crucial importancia el trato tan personalizado que el grupo tiene por momentos con él –haciéndole sentir especial e importante–, ya que en esa competitividad entre hermanos, “llegar hasta el final sin dudar” supone el primer y único triunfo del pequeño respecto al mayor –el cual deja claro que lo está viviendo como una derrota–. Otra necesidad individual de las tantas detectadas y satisfechas por los cerebros del grupo.

Por último, como he prometido, frases que el autor introduce para recordar. Sin spoilers, el diálogo entre Yachine y Nabil que abre y cierra la película, y que demuestra de una forma curiosa el amor incondicional del segundo hacia su compatriota de infancia. Le pregunta Yachine a Nabile…:

¿Estás dormido?

Aún no, ¿por qué?

En tu opinión…

¿Qué?

¿Qué pensara Ghislaine, cuándo sepa que morí como un mártir?

¿Qué quieres decir?

¿Estará triste? ¿Feliz? ¿Cómo recibirá la noticia?

Hay muchas en el paraíso. Iguales a Ghislaine. Cientos o miles…

Los Caballos de Dios (2012), en el fondo, nos está narrando la génesis de los atentados que sacudieron la mayor ciudad marroquí el 16 de mayo de 2003 y que dejaron una treintena de muertos y un centenar de heridos. Como no soy cineasta, no creo que lo relevante sea analizar si la forma en la que el autor plasma estas realidades es más o menos acertada. Como sí soy proyecto de psicóloga, creo que para entender cómo se compone cualquier poliedro es inevitable realizar una lectura completa, como la que haríamos de cualquier novela, de todas las facetas de las que se componen las historias personales de sus protagonistas.

Y es que es inevitablemente fácil contextualizar, y con ello simpatizar con la cotidianeidad de las víctimas parisinas en los atentados del pasado 15 de noviembre, y con el miedo común que esto genera: “Nos podría haber pasado a cualquiera de nosotros”. Sin embargo, el resto de vidas humanas –dejando en segundo plano diferencias basadas en la supuesta distancia cultural– no dejan de ser historias personales que pueden y deben ser contadas, aunque sea a partir de la aparente proximidad un tanto sesgada que supone cualquier película o documental como producto cultural y representación de cualquier realidad social.

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