En 1988  aprobé la selectividad, pero por los pelos.

La verdad es que nunca fui buen estudiante. Me costaba concentrarme, y además, en el fondo, estaba dolido con los curas por lo anormales que eran, y disfrutaba defraudando sus expectativas. Ya os dije que agredir a una persona al precio de perjudicarte a ti mismo es un síntoma de inteligencia emocional deficiente. Pero bueno, yo era muy joven, y a esa edad embistes a ciegas. Qué os voy a contar.

Hace unos años, en Estados Unidos, hicieron un experimento terrible. Pusieron a un grupo de cuarenta alumnos de capacidades similares en un aula equipada con cámaras ocultas, y les dieron una lista de palabras con las letras desordenadas. Se trataba, básicamente, de que ordenaran las letras y descubrieran de qué palabra se trataba. Sin embargo, la lista que tenían algunos de ellos era mucho más difícil que la del resto, aunque no lo sabían. Las palabras eran más largas y complejas. Era terrible ver sus caras de pánico a medida que los demás acertaban las palabras una y otra vez, mientras que ellos eran incapaces de descifrar ni una. Después repartían con una segunda lista de palabras, pero en este caso la dificultad era la misma para todo el mundo. Y sí, lo habéis acertado; los del primer grupo obtenían resultados muy inferiores al resto, a pesar de que la lista de palabras a descifrar era, reitero, la misma para todos. Es lo que ocurre cuando te arrebatan la confianza y te clavan la etiqueta de incapaz tan hasta el fondo que ya no te la puedes sacar. En fin.

Yo quería hacer la mili, para ponerme a prueba a mí mismo. En mi casa había muchas fotos de mi padre de cuando hizo la mili, y yo tenía una especie de trauma con eso. Quería ser como él; fuerte, decidido, varonil. Necesitaba sentirme un hombre. Pero mi madre no me dejó, se negó en redondo. Ella quería que yo fuera médico, le hacía mucha ilusión. Yo sabía que no iba a sacarme la carrera de medicina en la vida, pero accedí para no llevarle la contraria.

En aquella época yo creía que mi madre no duraría mucho tiempo, porque estaba fatal del corazón, así que acepté para que se pusiera contenta. No sé cómo consiguió hacerme entrar en una universidad de Santiago de Compostela. Eso tuvo mucho mérito incluso para ella, teniendo en cuenta mis notas.

Por aquellos tiempos, Santiago de Compostela era un paraíso. Había miles de estudiantes, y la proporción era de cuatro chicas para cada chico. Aquellos edificios de piedra milenaria, aquellas calles que no habían cambiado en lo esencial desde hacía siglos. Y los bares. Docenas de ellos. Siempre atestados de gente joven y anhelante de vida. Había un ambiente maravilloso. Yo siempre había estudiado con los curas Salesianos, así que el día en que una chica se sentó a mi lado en el aula me puse tan nervioso como si fuera el Papa de Roma. A veces me dolía la cabeza del esfuerzo que hacía para no mirarles las tetas. Y es que el nervio óptico es muy instintivo.

Pero bueno, en este caso lo importante es que me fui a vivir con mi tía Inés.

Mi tía Inés siempre había sido uno de los miembros más excéntricos de mi familia, una especie de leyenda local. Se había casado muy joven con uno de los tíos de mi padre y enviudó con apenas 30 años, pero tardó muy poco en empezar a hacer su vida.

Vivía en una casa preciosa, en las afueras. A mi madre no le atraía la idea de que yo viviera con ella, pero hubiera sido una descortesía tremenda rechazar su invitación. La tía Inés era muy suya, pero siempre había respondido cuando la habíamos necesitado, y lo había hecho de corazón. Yo creo que mi madre, en el fondo, la admiraba mucho, aunque la ponía nerviosa porque no la entendía. Pero aunque no entiendas a una persona, percibes si te puedes fiar de ella o no. Es una cuestión universal, de mirarse a los ojos.

A mi tía Inés le encantaba viajar, leer poesía y organizar reuniones de personas de espíritu realmente bello. Se carteaba con eminencias de todo el mundo. Y pintaba al óleo. Mares encrespados y oscuros zarandeando embarcaciones desarboladas, vencidas. Reflejos de su espíritu elegante y atormentado.

Traducía textos remotos que no le interesaban a casi nadie. Le interesaba la historia natural y la etnología. Su casa estaba atestada de objetos exóticos y de una belleza salvaje, rudimentaria, rotunda. Armas de madera, máscaras ceremoniales, fósiles, cráneos de animales, nidos de avispa del tamaño de un televisor.

Mi familia la trató siempre con cierto desdén no exento de temor. Pero ella no sólo tenía clase, también poseía auténtica grandeza. Nunca la escuché criticando a nadie ni preocupándose de lo que la gente opinaba de sus cosas. Al contrario, era muy condescendiente con las mezquindades humanas, con la auténtica naturaleza de las personas.

No hace mucho leí que en un hospital se dedicaron, durante años, a entrevistar a  pacientes desahuciados. Les preguntaban por las cosas de las que se arrepentían, lo que hubieran cambiado de sus vidas si pudieran empezar de nuevo sabiendo lo que sabían. Pues bueno, lo que aparecía con más frecuencia era, precisamente, el haberse preocupado tanto por lo que pensaban los demás. Tomad nota de eso.

En fin, mi tía Inés fue mi dios primigenio. Ella me modeló, me hizo tal y como soy. Acogió a un chaval que no sabía ni quién era e hizo una obra de arte. Como si hubiera comprado una casa antigua y la hubiera restaurado a su gusto, pero respetando el espíritu y la idea del constructor. Mi tía nunca forzaba las cosas, era demasiado elegante para eso. Me iluminó hasta que me dolieron los ojos. Así me he imaginado siempre el amor de Dios. Distante y crispado como el de un padre que sabe que sus retoños deben experimentar la dureza de la soledad, pero tan intenso que puede resultar doloroso.

La auténtica elegancia no tiene nada de alarde. Las personas elegantes nunca pretenden ser mejores que tú. La buena educación nunca es una forma de colocarse en una situación de superioridad. La gente con clase usa su formación para hacer que los demás se sientan cómodos en su presencia. La gente realmente educada hace que el mundo sea mejor, para todos.

Fromm dijo que todos los seres humanos afrontamos un destino difícil. Somos los únicos seres vivos que sabemos, de forma consciente y racional, que estamos separados de la agonía y la muerte por una fracción de tiempo. Pocas personas conviven bien con esa certeza. Y mi tía Inés era una de ellas.

Ella me enseñó a amar, a ser todo lo que la persona a la que amas anhela. Pero también lo que necesita,que suelen ser cosas muy distintas. Amar como si fuera lo último que vas a hacer en tu vida, como si te quedaran unos minutos en el mundo. Y a eternizar el éxtasis. Y me enseñó, claro, a cocinar.

La semana que viene empezaré a hablaros de ella.

 

La receta:

Os dejo una receta modesta y sencilla, pero muy elegante. Se trata de un postre. Es realidad es una variante de una fondue menos complicada de preparar. Cortáis una naranja en trozos pequeños, que puedan comerse de un bocado, y la regáis con chocolate negro fundido. El contraste de temperaturas, texturas y sabores es una delicia.

 

Théodore Roussel, jeune fille lisant

Théodore Roussel. Muchacha leyendo.

 

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