Sucede que los asesinos han situado el pueblo de Iguala en el mapa. Y el mundo señala a México con el dedo. La masacre de los 43 estudiantes normalistas planeada por el alcalde de Iguala, su mujer y sus amigos y familiares narcotraficantes quedará en la historia como el mayor escándalo nacional desde la matanza de Tlatelolco en 1968. Políticos, ONGs, artistas y un sinfín de organizaciones internacionales denuncian la atrocidad de un caso que resume por sí mismo la corrupción política y la violencia criminal que vive México.
¿Pero qué supone la masacre de Iguala (una pequeña ciudad ubicada en el estado de Guerrero, uno de los más pobres y violentos del país) en el contexto de una guerra sucia que se ha llevado la vida de más de 100 mil personas? En realidad es uno más de los cientos de casos en los que la corrupción política se cifra en violencia criminal. ¿Qué diferencia hay entre el caso Iguala y la matanza de San Fernando en Tamaulipas en la que Los Zetas mataron a 72 inmigrantes? ¿Qué diferencia sustancial lo separa de las desapariciones de cientos y cientos de niñas en Ciudad Juárez? En ambos hay inocentes muertos, en ambos hay narcotraficantes sanguinarios, en ambos están coludidas las autoridades. Pero ni San Fernando ni Juárez provocaron una oleada de indignación como la actual. ¿Qué nos lleva a llorar más por unas víctimas que por otras?
Son dos las claves. En el caso de Iguala hay dos elementos que, de cara a la opinión pública y a los medios, se convierten en motivos de indignación necesarios: las víctimas son estudiantes y los asesinos intelectuales son políticos. Esos dos elementos transmutan la masacre en represión política y nos remiten no solo a Tlatelolco, sino a la época de las dictaduras, al Chile de Pinochet, a la Argentina de Videla o a la España de Franco. Y no exagero.
Es entendible que Iguala haya cristalizado la indignación mexicana contra esta dictadura perfecta de montajes mediáticos y alcaldes pistoleros. Pero, ¿acaso en el resto de masacres no hay víctimas inocentes, no hay estudiantes muertos, y mujeres y niñas?¿No hay políticos implicados directa o indirectamente? Tenemos que protestar por Iguala, pero no podemos olvidar que solo es la gota que colma el vaso. Solo es la punta del iceberg del sistema medieval que está destruyendo México.
Recordemos la Edad Media en Europa. No existía el estado federal tal y como lo conocemos hoy. Hasta la llegada de la monarquía absoluta en la Edad Moderna, los reyes eran una especie de fantoches subordinados a los señores feudales, los verdaderos dueños de la tierra y de sus habitantes. Si un señorío tenía la suerte de contar con un amo amable y altruista, sus habitantes gozarían de una calidad de vida más o menos llevadera. Esclava pero llevadera. Pero si en ese terruño tenían la mala suerte de topar con un noble mezquino y endemoniado (lo cual, desgraciadamente era bastante habitual), las personas tenían que soportar tropelías, violaciones, saqueos y humillaciones de todo tipo so pena de ser torturados hasta la muerte. Y todas esas atrocidades ocurrían legalmente, por derecho divino. El ‘Ius primae noctis’, derecho de la primera noche, Droit du cuissage, o derecho de pernada, solo es uno de tantos “derechos” que tenían. Porque los tenían todos: el de violar, el de torturar, el de matar y el de desaparecer cuerpos. Es una época que puede definirse como la cúspide de las injusticias convertidas en ley, la anarquía de los poderosos.
México es uno de los pocos países del mundo en el que este sistema sigue vigente de forma notoria en gran parte del territorio. Aquí mandan los narcos porque son los que más poder tienen. Y punto. No ha llegado un monarca absoluto que ponga orden y que les corte las alas. El presidente es solo un pendejo que da la cara y recibe órdenes “de arriba”, al igual que en España el presidente obedece a los banqueros, al FMI y a Bruselas. En todos los países sucede algo similar, pero las consecuencias en México son demasiado sangrientas.
Algún día tenía que pasar. ¿Qué esperaban los que legitimaron a narcos y criminales como alcaldes o Gobernadores? Ayer me hubiera gustado hacerle una pregunta a Murillo Karam, al poli bueno de la Procuraduría General de la República. Me hubiera gustado preguntarle: ¿Usted puede asegurarnos que en México no hay otros criminales en alcaldías y municipios y hasta gobernando estados? ¿Pueden garantizar que esto no volverá a suceder? Porque después pasa lo que pasa, que esos criminales un día se vuelven loquitos, o se levantan con mal humor y se lían a matar y a torturar y a desaparecer a la gente. ¿Qué esperaban, hijos de la chingada?
Si le hubiera preguntado eso, Karam me hubiera respondido con altanería y desprecio, como lo hizo con el resto de periodistas. Pero hoy la historia le habría vuelto a escupir en la cara. Otro video ha vuelto a desenmascarar lo que medios y políticos ocultaban: el alcalde de San Baltazar Chichicapan se lió a balazos contra los vecinos de su pueblo y dejó malheridos a 17, incluido mujeres y niños. ¿Por qué ese ataque de locura? Porque a los vecinos se les ocurrió protestar contra el gran amo. Y eso en México, es pecado mortal.
El presidente Enrique Peña Nieto y su flamante procurador saben que tiene a criminales en el poder en gran parte del territorio y que estos criminales tienen todo el derecho para violar, torturar y matar a su antojo. Y les dejan, porque no tienen huevos de impedírselo. Porque el sistema está tan podrido que si alguien decidiera hacer limpieza tendría que barrer literalmente el país y arramplar con sus amigos y familiares. Y nadie quiere ni puede hacerlo. Porque nadie en el poder tiene huevos, ni moral, ni corazón. Prefieren mantener este sistema de mierda, prefieren ocultar y manipular y promover el olvido y el esnobismo. Y desgraciadamente lo consiguen. Siempre lo consiguen. La gente se indigna un rato, pero después se olvida. Se indignan cuando ven a un joven con el rostro desollado y los ojos arrancados, un joven inocente que fue torturado vivo en un dolor inimaginable. Se indignan cuando oyen el llanto de tantos padres y madres y cuando imaginan el calvario que padecerán el resto de sus vidas. Se indignan un rato y se preguntan cómo puede haber gente tan asesina, tan sádica, tan demoniaca en el mundo. Se indignan, pero después se olvidan.
¿De qué estamos hechos los mexicanos?, se preguntan algunas personas. El país está lleno de fosas comunes, recuerdan, es un cementerio sin abrir, miles de familias buscan a sus desaparecidos del Usumacinta al Río Bravo. Todos saben que los políticos corruptos son los cómplices y los culpables finales, pero nadie hace, nadie puede hacer nada.
¿Qué nos pasa? Vuelven a preguntarse. Y lo que pasa es que México se ha convertido en una tragedia demasiado mediática. Y que la muerte está demasiado presente. Es parte de la vida cotidiana, desde de los sacrificios aztecas hasta las cenizas de Ayotzinapa. La muerte es ese corazón sangrante brillando como una bola de cristal en el templo de Tenochtitlan, es ese pelotón de fusilamiento de bigotudos y borrachos, la muerte son esos cuerpos mutilados y troceados que tiñen de rojo la tierra mexicana y hacen crecer las plantas, la muerte son las cenizas de los estudiantes que solo nos importan, solo cuentan, solo existen cuando mueren.
Y mueren, luego existen.