El periodismo no es como el cine español, que desde que tengo uso de razón siempre estuvo en crisis. Durante 20 años (1980-2000), el periodismo vivió una época de vino y rosas. Se creaban medios, tanto públicos como privados, y había opciones para trabajar. El dinero se gastaba con alegría, sobre todo para blindar las nóminas y los bonus de los ejecutivos y organizar saraos de distinto pelaje. Los sueldos del machaca (es decir, del redactor) aumentar no es que aumentaran mucho. La tempestad se veía venir porque el modelo no se sostenía. La caída en desgracia fue fulminante: en cuanto los bancos, la construcción y las instituciones públicas dejaron de inyectar dinero, el paro empezó a devorar al periodismo. Capitales como Guadalajara se han quedado sin periódico local cuando llegaron a tener cuatro al mismo tiempo.

Al repasar los males endémicos del periodismo español siempre apuntamos hacia las mismas fugas. Ya sabemos que ha caído la publicidad, que los capitanes del barco no supieron llevarnos hasta el puerto digital (y ahora los barcos naufragan), que el papel está muerto si sigue hablando de lo que ocurrió ayer, que la precariedad salarial es demencial, que las condiciones laborales rozan la esclavitud, que es imposible que un licenciado encuentre curro a no ser que sea hijo de un presentador de telenoticias o que su físico le eche una mano para conducir una sección de deportes en un gran canal. Pero siempre olvidamos lo más importante: ¿y la pasión?

En un país en el que divertirte con tu trabajo siempre causó sospechas entre el personal no es raro que se obvie si los periodistas nos divertimos o no con lo que explicamos. Muchos vivimos en el Día de la Marmota. Somos unos Bill Murray en potencia, condenados a cubrir la misma chorrada cada año, de la misma forma y con el mismo tono, con un jefe pegado a la espalda exigiéndonos que seamos revolucionarios en nuestro periodismo cuando los primeros inmovilistas son ellos, que para eso deciden qué se cubre y qué no se cubre. Cuando no se disfruta del trabajo, cuando no te sientes útil, la vocación no es la gasolina que te hace avanzar. Es la inconsciencia que te empuja a dejarte torturar laboralmente.

Claro que hay gente, incluso con poder, que se intenta oponer a este círculo vicioso llamado rutina que se postra a los pies del poderoso. Pero la necesidad periodística de vivir al día les aplasta mientras el cierre de la edición va matando al periodismo por asfixia. En los medios tradicionales no quedan grandes cronistas en una época en la que están ocurriendo grandes historias. No hay tiempo, recursos ni tampoco interés. Con el barco vacío de marineros, todos tienen que achicar agua para que la nave no se hunda. O saltan del barco o se hunden con él. A brazadas aún pueden llegar a la isla desierta del periodismo free-lance, donde la vida es de superviviencia.

Como no se amotinaron a tiempo, si se esperan un ERE camuflado les mandará al fondo del mar con unos cuantos euros en el bolsillo y una palmadita hipócrita en la espalda. En la isla desierta, la tripulación no tendrá el rancho asegurado, ¿pero quién quiere seguir tragando esas gachas asquerosas llenas de gusanos? Y no miren al castillo de popa: el capitán y muchos de sus oficiales ya hace tiempo que se largaron sin decir adiós. Les reconocerán aunque no lleven parche ni garfio: son los señores encorbatados que reparten los premios de ética periodística.

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