El separatismo catalán padece el síndrome de la damisela ofendida. Pero sin clase. Siglo y medio ha que desde Catalunya se arguye una supuesta singularidad. En este hecho diferencial, que yo no sé lo que es (¿acaso los catalanes tienen tres brazos? ¿desarrollan un porcentaje superior de capacidad cerebral, con respecto a los demás humanos?) se fundamenta la incesante reivindicación. Esta singularidad disimula, aunque cada vez peor, el verdadero pulso que late bajo la epidérmica apariencia de modernidad democratísima de los separatistas catalanes: creen que son mejores que los demás.

Lo decía en su Carta a K., recientemente, Arcadi Espada, que es un hombre libre nacido en Catalunya aunque no por ello encuentra en esa azarosa circunstancia pretexto alguno para imponerle nada a nadie. El separatismo catalán ha cultivado siempre lo que él llama la xenofobia sonriente, que no es sino carcasa narrativa, estética, en la que enfundar eso tan viscoso y cutre que es el egoísmo y la ínfula. El separatismo catalán es egoísta y viscoso, como todos los nacionalismos, pero a diferencia de la práctica totalidad de los que son y han sido en la Historia del Hombre, ha logrado el tirabuzón discursivo de presentarse ante la opinión pública como todo lo contrario: una ideología cool, de gente guapa, de gente que tiene razón.

Un separatista catalán no vota: otorga mandatos democráticos, que es como comprarse una botella de democracia premium en la zona gourmet de El Corte Inglés. Votar, al fin y al cabo, lo puede hacer cualquiera, desde los andaluces y los extremeños –primos de aquellos otros que vinieron a ensuciarnos nuestras periferias metropolitanas–; nosotros damos mandamos democráticos, pensará mi compadre cataláunico de patanegra. No se les cae la democracia de la boca. Las sedes de Esquerra, de la CUP, de los podemitas catalanes, de Convergència, están hasta arriba de Pericles. Todo es genesíaco en esta patria etérea que tras 150 años de deslealtad sistemática al Estado, pero sobre todo, después de 40 años de lobotomía social estupendamente planificada, han terminando construyendo sobre las cenizas de la vieja Catalunya comercial y guerrera, cornisa de Aragón, caput mediterranii, sustancia de una de las mitades que conformó con Castilla en 1492 uno de los Estados más antiguos y sólidos de Europa.

La pregunta que uno se formula, en su más absoluta ignorancia, es: ¿qué se le debe a Catalunya? ¿Qué le debe el resto de España a Catalunya?

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La independencia, o hablando con propiedad, la aspiración de independizarse, la han formulado desde el secesionismo en términos emocionales. No puede ser de otro modo, porque no hay libertad civil ni derecho político que no tengan ya garantizado por la Constitución de 1978 los ciudadanos que viven en Catalunya. La secesión, desde este punto de partida, se propone como liberalización del sentimiento vital del pueblo, o lo que es lo mismo, del volk. Esta reformulación, que es el cenit de todo el argumentario secesionista catalán, no es más que un retroceso pernicioso de más de 70 años. Europa está sembrada de cadáveres por culpa de aspiraciones vitales de esos entes letales y abstractos llamados “pueblos”.

¿Pero qué sería toda esta gente sin la fantoma del nacionalismo?, ¿qué sería de sus vidas? Acaso el nacionalismo en el fondo no sea sino la expresión íntima de una frustración: la del individuo acogotado por el anonimato de la vida cotidiana. Se parece esto mucho al fútbol, cuyo magnetismo reside en que hace trascender al hombre de su miseria rutinaria. Por lo menos el fútbol es un vicio individual.

El esperpento es manifiesto cuando uno se da cuenta de que, si quisieran de verdad un Estado propio y fueran tan democratérrimos como declaman todos los días, afrontarían con temperamento de artesano el proceso largo, pero ajustado a Derecho, que podría darles la independencia. Nada hay de ilegítimo en buscar otro camino, aunque ni la Historia, ni el futuro, ni mucho menos, el turbio presente de Occidente, justifiquen tal ambición. No obstante, una mayoría parlamentaria suficientemente fragmentada en el Congreso de los Diputados puede ayudarles en la que habría de ser su misión, la reforma constitucional. Una vez ahí, el escenario podría depararles, si las urnas les dan la fuerza representativa adecuada, que el concepto de soberanía nacional se modifique o que, también, se incluya la casuística del referéndum total o parcial acerca de éste y otros asuntos.

A ojo, esto nos llevaría a dos Elecciones Generales más, a un referéndum nacional para aprobar la reforma, y a la convocatoria de otra consulta nacional para determinar el asunto en sí mismo. Mucho tiempo.

Lo que me temo, ocurrirá, será la contemporización. La marejada pragmática que hay en el fondo de este asunto, o por lo menos, en su principio, es la lucha no por eliminar la gran desigualdad entre españoles consagrada por la Constitución en su Disposición Adicional Primera, sino equipararla. Es decir, ampliar el fuero vasconavarro a Catalunya. Así se suelen resolver los problemas en España, a la manera antifederal. Esto abrirá una puerta que a saber cómo acaba cuando Andalucía, Asturias, las Castillas, Madrid, etc, digan que «Jesús dijo hermanos, pero no primos».

El camino recto hacia una hipotética independencia requiere demasiada firmeza, paciencia, tesón y también un profundo sentido del deber constitucional, de la virtud pública y una altura de estadista que no hay por donde encontrarla en la amalgama que conforma el separatismo catalán de hoy. Tampoco en su masa crítica, compuesta mayoritariamente por adolescentes mentales y gente que cree que la democracia se la inventó Jordi Évole. Por eso van todos de la manita, ciudadanos y representantes políticos, a estrellarse alegremente contra el muro. La chabacanería es el común denominador de unos partidos y de unos individuos que, desde la burguesía conservadora hasta el anticapitalismo callejero, atesoran la mayor caterva de mediocres, ramplones e ignaros que la historia política española ha conocido. Teniendo presente que España es el país que ha visto en La Moncloa a José Luis Rodríguez Zapatero, cuyo actual presidente del Gobierno es un señor que no conoce la Constitución, y en donde regió por tres décadas largas un general beato e ignorante de la más elemental complejidad política, decir esto, es decir mucho.

Cantaba Loquillo: un gélido silencio/ en la Diagonal/ anuncia la llegada/ del frente nacional; pero lo cierto es que hubo más alborozo que melancolías cuando las tropas sublevadas aparecieron por Barcelona a finales del invierno de 1939. Al fin y al cabo quienes habían sofocado la rebelión en junio del 36, y controlado la ciudad hasta la mini-guerra civil de la primavera del 37, no eran sino los abuelos culturales de la CUP y de toda la corriente antisistema, anarquista y bolchevizante: los brutos y semi-analfabetos milicianos de Zaragoza, de León o de Huesca. Ni Durruti ni los Ascaso eran catalanes, y sus herederos políticos –¡qué terrible ofensa para la memoria de aquellos guerreros, compararlos con gente como Baños o Rabell!– se han asimilado al zeitgeist dominante del separatismo purasangre siguiendo el mismo proceso sociocognitivo del judío converso que en la España del XVII se mostraba más feroz e intransigente con sus hermanos de nariz afilada que los propios inquisidores generales del reino. O como se dice en mi pueblo, son más papistas que el Papa.

Y los catalanes patanegra de 1939, estaban hartos de toda esa chusma venida de fuera que había atraído sobre Barcelona la desgracia de las colectivizaciones, las expropiaciones, los fusilamientos arbitrarios y el saqueo de conventos e iglesias. La gran victoria de los legados políticos de ese catalanismo conservador ha sido incorporar a los nuevos catalanes que fueron llegando, más tarde, en los 60 y 70, y a sus hijos, a la hidra secesionista. Les ayudó bastante que el Estado les cediera a las autonomías las competencias en Educación; para el pujolismo fue como si a Stalin le hubieran regalado una flota de camiones para limpiar Ucrania de tártaros.

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El hijo del charnego, que es charnego multiplicado por dos y que no tiene las raíces de su padre, ni tampoco unas suyas propias, decide convertirse en muyaidín para insertarse en los círculos sociales de los que siempre fue rechazado, por su origen. Este es el mecanismo mental que influye en el separatismo de nuevo cuño cuyo apellido es “de izquierdas”. Para ganarse la simpatía del patanegra abrazan su fe militante con un fervor que llega a ruborizar al observador imparcial, pero esta historia es más vieja que el mundo. Ha pasado siempre y seguirá pasando. Mientras tanto, España afronta la segunda mitad de la segunda década del nuevo siglo con el lastre catalanista pesándole en el castillo de popa. La realidad es que la mitad de los que fueron a votar el domingo, un poco más de la mitad del censo electoral catalán, han votado a un partido que descarada y soezmente pretende pasarse la legalidad vigente por el arco del triunfo. Más allá de la vida política que le quede a Mas, Junqueras, Romeva, el otro y el de la moto, este es un hecho inobjetable. La felonía bajuna no a la Patria (¿qué es eso?) sino a la convivencia de un Estado heterogéneo que lleva más de quinientos años viviendo en el mismo patio de vecinos, ha sido confirmada y sacralizada en forma de mandato, esta vez sí, parlamentario, por un porcentaje notable de la población de Cataluña.

El reto, para el Gobierno que salga de las Elecciones Generales de diciembre, será convencer a propios y extraños de que ésta no es una batalla entre nacionalismos, sino entre un nacionalismo y la Modernidad.

Fotografías: Laureà (1), Joan Sorolla (2) y Convergència (3).

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