El pijo ya apoya las manos en el mostrador de cristal cuando entro a una tienda de fotos de carnet y fotocopias de Benalúa (en el centro de Alicante). El pijo enseguida te muestra que es pijo, varía su postura y practica unos pasos que apenas lo desplazan de una misma baldosa. Mantendrá ese zarandeo discreto cuando empiece a restregarnos su título de patrón de barco con un disimulo que no le restará un gramo de patetismo. Quiere que lo sepas. Hombros compactos, mano blanda, mandíbula perezosa, sin chicle, pero masticando algo, ‘lengüeando’, comprobando la anchura de la oquedad con una mezcla de placidez e impaciencia. Su frente vaguea, desprende una concesión sobrada, un perdón. Quiere que te enteres, por eso cuando el dependiente le ofrece una hoja impresa, él dice:
–Emm, me lo vas a sacar un poquito más grande, ¿emm?
–Sí, sí, ¿cuánto?
–Puees, no semm, algo más.
–Sí, sí.
El responsable de la tienda está despistado. Da instrucciones a un joven aprendiz (un hijo o un sobrino) que se angustia con cada nueva orden. El dependiente lo mira. Suda de calor y sobrepeso. El pijo alza en sus manos el papel: “Y vaya si hacen ahora los títulos raros, ¿emm?” Lo dice en alto con un tono de sorpresa innecesario. Me mira y alarga los brazos para ofrecerme un ángulo más accesible:
–Lo que le piden a uno para tener un barco, macho.
El “macho” suena impostado, con él intenta aproximarse a la que supone que es mi forma de hablar.
Los pijos no vacilan como los pobres. Este se expresa con suficiencia, cree que observaré el papel y soñaré con una quilla quebrando la superficie del agua, con la paz y los vapores del salitre. Los pijos no vacilan como los pobres. Nosotros fanfarroneamos directamente, nuestras pertenencias son tan nimias, tan aparentemente transitorias o fantasmales que debemos adulterarlas, imponerles emociones y enriquecerlas con deseos. Ellos no, ellos confían en el valor propio de sus posesiones y sólo las exponen: piensan que acudiremos como a la miel.
Mi pequeña revolución es no interactuar con él, dejar que sus palabras reboten con patetismo en la nuca agobiada y acuosa del dependiente. Nos toman por pijoapartes, como el de Marsé, creen que vivimos anhelantes y frustrados, que fantaseamos con instalarnos en la ociosidad y la pereza, que ensayamos modulaciones de voz de plastilina, adverbios con –mente, y que entornamos los párpados al oler un vino de tres euros.
Curiosamente, este pijo encaja tan limpiamente en el estereotipo que parece de mentira. Las diferencias, como la muerte, comienzan por los pies. Luce unos náuticos marrones con borlas, sin calcetines, un tobillo peludo y bronceado, un pantalón azul, un cinturón trenzado de piel, un polo cuya marca desconozco, el pelo ondulado y blanco hacia atrás, probablemente aplastado con una sopa de colonias. Su olor es denso y asfixiante. No peina patillas, aunque mi recuerdo le inventa unas gruesas como las de Bárcenas. Observo todo esto desde mis chanclas con sabañones estilo post-lehmanbrothers. A pequeños vistazos en el espejo del fondo del mostrador compruebo su ansiedad por llamar la atención. Este es de los que ponen y quitan la capota del Audi en cada semáforo; la quitan y la ponen cada poco como si quisieran abanicarse con ella.
El dependiente le acerca varias copias: “Ya la habíamos programado para que salieran en el tamaño que nos habías dicho al principio, enseguida te doy las otras”. “Bueno”, el pijo revisa el título, lo acaricia, contempla cada folio como si fuera único, los coloca al lado de mis manos. “Oye”, se le ocurre algo, “pues te las pago, ¿emm?, te las pago”. Saca una billetera reluciente del bolsillo, la abre y suelta un “así las reparto por ahí”. El pijo se carcajea, pero nadie le sigue la gracia, la risa sardónica resuena en el vacío y se le apaga en la boca. Sus comisuras adquieren una textura insegura y ridícula que rápidamente se convierte en un gesto de desprecio. Agacho la cabeza, arrugo los labios, siempre lo hago para reprimir la vergüenza ajena. Hay que ver, qué bonitas son mis chanclas con sabañones.
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