Me acuerdo del día en que mi amigo Raúl vino al instituto con una camiseta en la que se leía: ‘Remember the veterans’.  Era la época en la que el 90% de nuestro armario estaba lleno de camisetas con mensajes en inglés que no llegábamos a entender del todo. El tema es que esas frases estaban escritas en unas letras lo suficientemente chulas como para comprarnos las camisetas. No nos importaba nada más. Recuerdo que aquella camiseta de ‘Remember the veterans’ nos hizo más gracia que ninguna otra. Tenía algo que nos gustaba y no era raro, pues éramos una generación que había alucinado a los diez años con el desembarco de Normandía que filmó Spielberg en la primera hora de Salvar al soldado Ryan. En ese caso entendíamos el mensaje a la perfección.

Últimamente no paro de pensar en los veteranos que aguantan en las redacciones de los medios de comunicación y creo que merecen también un recuerdo. Son la sal de la profesión, el vínculo con el pasado perdido, con los años en los que todavía se hacía periodismo de verdad en los medios tradicionales. Su trabajo es como el de esos artesanos que resisten en pueblos casi deshabitados practicando oficios en peligro de extinción. Tienen 50 y tantos. La mayoría no estudió la carrera de Periodismo, que ni siquiera existía entonces en España y que poca falta les hacía para empezar a escribir en un diario o para hablar en una radio. Vivían en pequeños cubículos, llenos del humo del tabaco que fumaban, que se llamaban redacciones. Eran tipos que se documentaban en enciclopedias de papel, buscaban a fulanos llamando al teléfono del bar de la esquina, revelaban fotografías en el cuarto oscuro, maquetaban páginas con escuadra y cartabón, y redactaban sus noticias en máquinas de escribir para que los picadores las pasaran después a un ordenador mayúsculo de pantalla minúscula, un aparato prehistórico que funcionaba mediante extraños códigos.

Era una tropa que únicamente quería contar las historias del mundo en el que vivía, simplemente porque les atraía alguna parcela de ese cosmos repleto de relatos. Con el paso del tiempo se fueron reciclando, unos más y otros menos, agarrándose a la ola de la revolución tecnológica que amenazaba con llevárselos por delante. A la vista está que su reciclaje no ha sido suficiente, al menos a ojos de los que mandan. Los ERE, las prejubilaciones y el rejuvenecimiento de las plantillas les han arrinconando sin remedio en beneficio de savia nueva, juventud dispuesta a “ganar experiencia” a cambio de cuatro (o cero) duros. Estos nuevos periodistas –entre los que aún me incluyo– están dispuestos a trabajar como sea y por lo que sea para sobrevivir. Los viejos periodistas, en cambio, comenzaron trabajando en un panorama pésimo: gracias al esfuerzo y la lucha de muchos de ellos se consiguió que se regularizara en la medida de lo posible una profesión que se sostenía sobre contratos en negro y aberrantes condiciones laborales.

Los generales –propietarios y editores de medios– que apartan a este destacamento de veteranos no son mucho más jóvenes que ellos, incluso alguno ya tiene edad para estar jubilado. Pero la fiel infantería hace tiempo que dejó de ser útil si no sabe manejarse en Twitter y Facebook o retocar fotografías en el Adobe Photoshop. Encima, a estos veteranos les puede faltar energía para protestar, pero poseen aún conciencia para indignarse ante los recortes salariales, los despidos injustos y la eliminación de los derechos adquiridos.

Su presencia mengua, pero nos quedan su recuerdo y las historias que nos contaron. He tenido la suerte de cruzarme con unas cuantas y escucharlas de boca de sus protagonistas. Como la de ese redactor jefe que empezó repartiendo periódicos y acabó inventándose un suplemento y varios certámenes de premios para que las sonrisas de los niños deportistas ocuparan portadas en el periódico. O la de aquel redactor de deportes, argentino y jubilado, que se estudia el periódico a diario para buscar cada una de las gambas (equivocaciones, en argot periodístico) que allí se meten: las guarda en su cabeza y se la suelta al autor en cuanto se lo cruza por la calle con una inigualable dosis de humor negro. O la de ese periodista en paro que domina como nadie los secretos de la agricultura y es capaz de darte una lección magistral sobre las ‘nosecuantas’ variedades de higos que ofrece el campo ibicenco. O la de ese navarro que se convirtió hace 30 años en el primer periodista de Formentera y que, por no tener, no tenía ni teléfono en su casa para comunicarse con el diario en el que trabajaba: debía ir a un hostal para llamar a la redacción y dictar las crónicas y entrevistas que escribía. O la de ese cincuentón barbudo que se tiró toda su vida trabajando para la misma empresa antes de ser despedido y un día te explicó cuánto dinero le suponía al periódico tirar una plancha en la rotativa para corregir una pequeña falta de ortografía que, evidentemente, no se corrigió.

O, también, la de ese fotógrafo, bastante más joven que los hasta ahora mencionados, que supo desde enano que su vida se basaría en retratar lo que captara su ojo crítico a través de una lente. Realizó su primer reportaje en la comunión de su hermano, aprovechó un viaje de fin de curso a Canarias para comprarse una cámara “buena”, hacía que sus compañeras de instituto posaran para él, metió la cabeza en un medio siendo apenas un adolescente… Aquello ocurrió a finales de los 80. En ese periódico, ya desaparecido, coincidió con un veterano fotógrafo del que aprendería seguramente miles de trucos. Cada diciembre ambos se reencuentran: el alumno le lleva al maestro, que sigue lúcido a sus 97 años, lotería de Navidad.

Solo por eso merece la pena seguir peleando para reanimar al periodismo de una muerte que muchos ya dan por segura. Me permito el lujo de dudar y la duda nace precisamente de ese recuerdo a los veteranos que he conocido. Que no nos falten nunca ni su ejemplo ni sus historias.

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