La pseudociencia siempre ha formado parte de nuestra vida en sociedad. Es, de algún modo, un fantasma que vaga en nuestro subconsciente colectivo. Aún hoy, hay a quienes dictan su existencia la dinámica de los astros o la voz televisada de un mago del tarot. Todos nos hemos extrañado alguna vez cuando nuestro colega, no sé, Pepe, un maldito nihilista, sostiene que esa noche no sale porque su horóscopo dice que se ande con ojo con la salud esa semana. El cabrón.

La astrología es sólo una de las pseudociencias en las que no hemos podido evitar antes o después caer. Todos conocemos nuestro signo del zodiaco que, de una manera o de otra, identificamos con una personalidad que suele coincidir con la nuestra. Sorpresas de este tipo nos las damos a menudo.

También se dan casos extremos, como aquella mujer de Toledo que asesinó a su hijo en el cementerio pensando que era Satanás. Hay gente para todo, claro. Pero yo me refiero a aquel tipo de supersticiosa convicción, bien arraigada en nuestra cultura, de la que todos hacemos uso en algún momento de nuestra vida. Como el nacionalismo.

Quizás sea el transcurso del tiempo, que con paso mágico nos sumerge en la posmodernidad, pero me choca que aún hoy sigamos sosteniendo el lugar de nacimiento como si se tratase del mejor de los adjetivos, una forma provechosa de definirnos. Es sorpresivo que después de tanto tiempo continuemos blandiendo el gentilicio como arma de prejuicio o de orgullo.

Samanta y José (no sé, es solo un ejemplo), nacidos en Malasaña, deciden viajar a Méjico para que su hijo nazca allí. Tienden a pensar que el origen de su vástago tendrá para siempre una consideración exótica, apátrida, casi mística y, aunque haya pasado sólo dos meses en el país que le vio nacer, en su barrio madrileño los chavales fliparán cuando entre litronas sostenga que él no nació ahí, sino en una pequeña aldea cercana a DF y entonces fumará una calada y se verá –le verán— fabuloso. El esteticismo del lugar de nacimiento se apega a la forma que tenemos de concebir y de entender a las personas. Desde tiempos inmemoriales. Esta percepción alquímica, muy propia de nuestra mente social, ha desencadenado muchos de los grandes conflictos de la historia.

La opinión pública española se echó encima de Trueba cuando dijo que no se había sentido español ni cinco minutos de su vida como si a mí, al contestar a Pepe el nihilista que no creo en los horóscopos, me hubiera mirado extrañado y exigido entre abucheos que devolviera mi carnet de identidad, porque no puedo eximir mi nombre del santoral ni tampoco mi personalidad del flujo de los astros.

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Entiendo que el hecho de considerarnos parte de una tierra lleva irremediablemente implícito un sentimiento de permanencia que, en cualquier caso, es irracional y muy, muy literario. La atracción por la Literatura, como lo es por el ritmo de una melodía o un texto sostenido por la música, prevalece por encima de cualquier otro planteamiento racional. (“Estas son las raíces del ritmo, y las raíces del ritmo permanecen”)

El exaltado llanto patriótico de Junqueras al pensar en Catalunya no fue el único que pude ver con mis propios ojos. Pensándolo de manera retrospectiva, aquel espectáculo pudo haber sido la expresión política de un sentimiento que existe en ciertos núcleos de Catalunya. En una ocasión, pude pasar unos días con jóvenes de Reus que se encontraban del mismo modo fanatizados hasta las lágrimas y no escuchaban otras razones que no fueran las del sentimiento. Y eso era algo que escapaba a nuestra comprensión, gente procedente de Madrid y de otras partes de España que en cualquier caso no podíamos evitar preguntarnos el por qué del independentismo.

Entiendo que no todos podemos sentirnos igual de unidos a una tierra, del mismo modo que, según la superstición de cada uno, no tenemos por qué creer en los horóscopos, el tarot o el Padre Apeles. Bien es cierto que de la megalópolis en la que nací no puedo sacar muchos más rasgos comunes que la chulería madrileña o el chotis, género muerto y que siempre me ha parecido bastante viejuno. Madrid es de todos y es quizás por eso que a veces siento, ante las exaltaciones regionalistas de algunos de mis colegas, que el hecho de haber nacido en un lugar común me amputa parte de la identidad y me sitúa en una difícil posición cultural frente a la tierra del vino, del Mediterráneo o de la rumba catalana.

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Así que paseo por mi barrio y, entre un currículum y otro, me pregunto quién se ha llevado mi identidad, dónde está mi sitio, por qué lugar debería emocionarme hasta las lágrimas, en qué dirección emprender una encarnizada lucha política. Quizás me falte un líder como lo fue entonces Pujol, alguien que permanentemente jalee mi conciencia como Artur Mas o unas razones históricas que no estén basadas en la más rica multiculturalidad. Algo que me induzca, en definitiva, a la más ilógica superstición, algo que endulce mi existencia y me haga sentir incluido en una nación que en ningún caso, hoy por hoy, considero mía.

Sálveme Dios –o cualquier otro Gran Arquitecto del Universo– de caer en la falacia de la verdad universal, acuñada por W. Lippman cuando teorizó (lanza en mano) sobre el periodismo. El que fue el columnista mejor pagado de los felices años 20 alertó sobre los riesgos periodísticos de creerse una mentira bien argumentada como si ésta fuera una verdad universal. Tener más razón que un santo es peligroso.

Me quedo con la música de las esferas.­­­­

Fotografía: Juan José Richards Echevarría 

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