Consideración previa:​

Determinadas obras de arte suscitan gran cantidad de literatura a su alrededor. ​
Esta es una de esas fugaces ocasiones en que los elogios –de muy diversa índole- se desbordan sobre una creación.

Cuando los objetos astronómicos trazan rectas efímeras en el espacio se producen fenómenos extraordinarios. Puntos de inflexión. Orígenes y cambios. Como si aquel dios ebrio -de Heine-, en su ensoñación creadora, jugase al cuatro en raya con los planetas.  Así surge un fenómeno insólito en el cosmos. Algo magnífico, que trasciende su marco artístico, y se transforma en una espiral, consistente a la vez que difusa. Desprende un hálito  denso que obnubila y atrapa durante ocho horas dentro de esa atmósfera sureña que todo lo envuelve. Rezuma belleza y crudeza en cada plano. Puro hechizo. El aluminio y las cenizas que impregnan el delta del Mississippi, y se adhireren a la piel y las mucosas. La inmensidad de sus marismas, los monstruos que alberga. La condición humana sobre lienzo verde.

Una gran aurora boreal en el firmamento de las series allá donde confluye la órbita literaria de Pizzolato con la visual de Fukunaga y, en el centro, McConaughey frente a Harrelson. De este modo, la producción onírica de aquel dios cobra forma. True detective. Una trenza invisible hilvana toda la obra: los cuatro planetas. Los cuerpos celestes –en tándem- delante y detrás de la lente, son el denominador de cada encuadre, de cada verbo. De cada gesto y de cada silencio. Esta alineación planetaria roza cotas de perfección. De principio a fin.

Deslumbra. Cautiva. Deleita. Ahonda en los abismos humanos al tiempo que desnuda los grandes interrogantes. Divaga. Disecciona. Concluye. La senda de este relato se adentra por  las selvas del alma. Sacude. Sobrecoge. Abduce. Recorre las luces y las sombras. Después, la eternidad. En ese cuásar tan sólo alcanzado por Los Soprano, The Wire y Breaking Bad.

  La hipnosis comienza desde la cabecera, una ola repleta de simbolismos y sutilezas. Una sucesión de instantáneas -inspirada en fotografías de Richard Misrach– condensa la esencia  del territorio que se abre ante el espectador. And the wind will be my hands.  Ayer, Laura Palmer. Hoy, Dora Lange. La investigación policial como gran telón de fondo  en tres líneas de tiempo. Una excusa para contar otra historia. La Historia. La luz y la oscuridad. Las simientes –argumentales- son sembradas con esmero y paciencia en tierras  fértiles, de aluvión, a pesar de la industria petroquímica que infesta la región. La cadencia de la trama carece de fisuras en el ritmo. Nada sobra, nada falta. Desde su germinación hasta convertirse en fruto, Pizzolato se dedica a podar y orientar un árbol, en torno al cual Fukunaga diseña el jardín. Mientras, McConaughey y Harrelson, se entregan a un tour de force que les ha llevado a un nuevo estadío, por ese laberinto de raíces y ramas que les conduce hasta lo más profundo de Carcosa.

Cuando los objetos astronómicos trazan rectas efímeras en el universo -de hecho- se producen fenómenos extraordinarios:

– La Louisiane. Las coordenadas donde todo sucede en este gran delta fluvial.

– El núcleo de la estrella. Dueño absoluto de la historia y alma máter, Nic Pizzolato. El  Arquitecto. La maestría en la disposición de todas las órbitas en danza.

– El Señor del Telescopio mediante el que se contempla el universo sureño que nos ocupa, Cary Joji Fukunaga. Sumo Hacedor de esta realidad visual.

– La tormenta solar que expele Marty Hart en cada arrebato. La implosión del macho alfa en  un Woody Harrelson inmenso y contenido. La desintegración moral de un family man que creía saberlo todo.

– The Taxman. Mención a parte merece el agujero negro que supone Rust Cohle y que absorbe cuanto le rodea. Sus hilos de pensamiento se extienden por llanuras abisales. Los  susurros del fluir de su mente se expanden en tímpanos hasta alcanzar hipotálamos. Los  silencios, qué delicia de silencios. La inmensidad de su mirada. Apabullante. Matthew “El  Encasillado” pasa a convertirse en McConaughey “El Renacido”. Como un fénix que ardiera entre las bambalinas de Hollywood y fuera capaz de resurgir y venir para contárnoslo con  sentencias tales como:

El bucle del absurdo. “Este es un mundo en el que nunca nada se resuelve.  Alguien me dijo una vez: ‘el tiempo es un círculo plano’. Todo lo que hemos  hecho y todo lo haremos, lo repetiremos una y otra vez.” Y así, sucesivamente.

Dejar algo en el  mundo. La procreación como sentido último de nuestra especie. “Los niños son lo único que  importa, Maggie. Ellos son la razón del gran drama entre el hombre y la mujer.  No se supone que deba funcionar, excepto para crear niños.”

La levedad del ser. “Trabajamos bajo la ilusión de tener un yo; una acumulación  de sentidos, experiencias y sentimientos, programados con total garantía de que  somos alguien, cuando en realidad no somos nadie.”

Los epítetos y vítores podrían seguir sucediéndose en innumerables párrafos y no sería posible dar con los términos que expresen lo que suscita esta serie, que persiste en la tradición instaurada por David Simon de repudiar al espectador medio. True detective es una espiral con un magnetismo innegable, sensacional en muchísimos aspectos. Al gusto de la subjetividad se la puede enjuiciar con diversidad de pareceres pero esto es otro nivel, quien lo probó lo sabe.

Como los dedos de Paco de Lucía. ​
Como Tamara Rojo. ​
Como un pase de Iniesta. ​
Como los párrafos de McCarthy. ​
Como un descenso de Kilian.

«La vida y el mundo son el sueño de un dios ebrio, que escapa silencioso del banquete divino y se va a dormir a una estrella solitaria, ignorando que crea cuanto sueña… Y  las imágenes de ese sueño se presentan, ahora con una abigarrada extravagancia, ahora armoniosas y razonables… La Ilíada, Platón, la batalla de Maratón, la Venus de  Médicis, el Münster de Estrasburgo, la Revolución Francesa, Hegel, los barcos de vapor, son pensamientos desprendidos de ese largo sueño. Pero un día el dios despertará  frotándose los ojos adormilados y sonreirá, y nuestro mundo se hundirá en la nada sin haber existido jamás.»

Fragmento extraído de «Cuadros de viaje»​
Enrique Heine

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