El engranaje de un club de fútbol está formado por un extenso enjambre de piezas divididas por departamentos, secciones y jerarquías. Todo ello funciona ajeno, o no, a lo que suceda sobre el terreno de juego del primer equipo. Dependiendo de la categoría en la que milite esa entidad tendrá más o menos personal alrededor de los once que se visten de corto cada domingo. Ahora, entre tanto Balón de Oro, galas, pajaritas, fotos, autógrafos y ruedas de prensa, se echa de menos que los focos se dirijan a los empleados menos populares del club. A aquellos que no marcan goles, que no firman contratos multimillonarios, que no venden camisetas ni nadie sabe su nombre, que curran (ellos sí) por amor a unos colores y, en los casos del balompié amateur, por amor al arte. Ellos son los utileros (conocidos como utilleros en el argot deportivo), delegados o, incluso, los jugadores de la cantera.

La labor que desarrolla un utillero quizá sea la más ingrata dentro de un equipo. Para los neófitos o profanos de este deporte, esta figura se dedica a dejar todo a punto el material que se utiliza tanto en los entrenamientos como en los partidos. Equipajes, botas, balones, toallas, agua, conos, y en algunos casos hasta el botiquín, están en perfecto estado de revista antes de que ruede la pelota. Pero lo que también pasa desapercibido es su labor como psicólogos. Muchas veces son el hombro al que van a llorar los futbolistas, actúan casi de padres, les escuchan y aconsejan a partes iguales sin esperar nada a cambio. Algunas veces, los jugadores tienen un recuerdo para ellos cuando celebran un gol, pero poco más. Aun así, ese gesto le compensa al utillero todos los millones que no va a cobrar en su vida porque ya se siente pagado. Lástima que ese guiño a su trabajo sólo ocurra en contadas ocasiones. En cuanto a nombres, ustedes quizás retengan el del mítico Españeta, santo y seña del Valencia. O, quizás, lejos de nuestras fronteras, les suene el de Roy Reyland, kit manager del Tottenham, quien escribió un libro sobre sus vivencias en las tripas de la franquicia inglesa. Pocos más podrán encontrar que hayan saltado a la fama, ya que ellos prefieren vivir en el anonimato.

No menos importante –y silencioso– es el trabajo del delegado de equipo, que se centra en el ámbito administrativo y reglamentario. Se encarga de realizar las fichas de los futbolistas para la Federación, de entregarlas antes de los partidos a los colegiados, de recibir y despedir a los trencillas facilitándoles su labor desde que llegan hasta que se marchan del estadio. Asimismo, se ocupan de contabilizar tarjetas amarillas y rojas y recabar datos estadísticos que le pueden ser útiles al entrenador. Su función tiene momentos ingratos cuando se equivocan en algún cambio como le ocurrió a Chendo, delegado del Real Madrid, con Cheryshev, que estaba sancionado, no podía jugar el partido de Copa ante el Cádiz. El conjunto merengue quedó apeado del torneo del KO por incumplir el reglamento. Ahí, el exfutbolista recibió bofetadas de todo tipo. Si hablamos de fútbol aficionado, en muchos casos la figura de delegado y de utillero suele encarnarla la misma persona para abaratar costes. Su sala de trofeos es la palmadita en la espalda por el trabajo bien hecho.

Dejo para una última reflexión al fútbol base, con todos sus componentes. La hipocresía del balompié español se jacta, sin razón, de que lo más importante del club es su cantera. Se repite hasta la saciedad por parte de secretarios técnicos y directivos que el activo más importante de la institución son sus jóvenes, pero está demostrado que no es así. En un alto porcentaje de las entidades futbolísticas se le da poco o nulo valor a la satisfacción de que los chavales que despuntan puedan a llegar a vestir la casaca del primer equipo. En España, tan sólo el Athletic Club, el Barcelona y el Villarreal pueden presumir de ello. Otros casos, quizás, de apuesta perenne por la base son el Espanyol, la Real Sociedad, el Sevilla o el Sporting de Gijón, que ha vuelto a la élite gracias a los chavales de Mareo tras sufrir la prohibición de fichar por sus impagos a Hacienda. Por lo tanto, podemos decir que, a grandes rasgos, la cantera es otra sección olvidada en gran medida por nuestro fútbol. En el profesional, se entiende. Porque si bajamos hasta los confines de este deporte, donde los entrenadores han de ejercer de hombres-orquesta encontramos otra realidad mucho más humana. Aparte de director técnico, el míster ha de ser delegado, utillero, preparador físico, masajista. Algunos ejercen hasta de padres de la tropa futbolística. Las cuentas aprietan y no hay dinero para más. A pesar de todo, esos personajes que abundan en este mundillo, suelen entregarse al deporte por hobby. Ya les pueden cargar de trabajo que pocas veces pondrán el grito en el cielo como seguramente harían sus homólogos profesionales. El fútbol es su pasión y no importa nada más.

Me aventuraría a decir que de los ganadores del Balón de Oro de los últimos 20 años nadie, absolutamente nadie, cuando recogía la dorada pelota, se ha acordado de reconocer la labor de estos personajes anónimos que inevitablemente les han acompañado en su carrera. Ellos, los cracks, viven instalados en un mundo irreal, rodeados de opulencia de la que hacen gala, asesores, modelos y demás farándula alejada de la realidad. No se dan cuenta que ellos mismos también pasaron por esos peldaños que hay que subir hasta llegar a la cima. Es realmente llamativo que muy pocos (por no decir ninguno) se acuerda de sus raíces –en la mayoría de casos, humildes o muy humildes–, que al fin y al cabo, son la esencia de esta disciplina deportiva. Por eso, no hay messis, ni cristianos, ni neymars que merezcan más un Balón de Oro que todos aquellos que hacen que el fútbol sea grande desde la sombra. El fútbol de élite, tal y como se entiende, se lo debe todo al más humilde, al que permanece en el anonimato.

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