Fotografía: José Luis Garzón

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Dos universitarios, estudiantes de Química, subieron al autobús con los hombros vagos.

–No hay sitio, loco.
–¿Qué dices?, al fondo, loco.
–¿Sí?, loco. A ver, hostias, sí, hay un par.
–Claro, loco, es que no me haces caso.

No exagero. Tocaron a ‘loco’ por intervención. Eran dos extrañas mutaciones del ecosistema urbano. Sus voces deseaban reproducir la pereza y el nihilismo de los chusqueles que firman con las llaves en los bancos de los parques. El esfuerzo resultaba admirable, de hecho, quien no prestara atención a sus trazas podría confundirlos con unos litroneros de pedigrí. Sin embargo, la bandolera del portátil, las sudaderas básicas, sus peinados discretos y la precaución instintiva con que evitaban rozarse con otros pasajeros, revelaban un carácter pusilánime y bonachón.

Recuerdo ver este fenómeno entre gentes de mi generación (la que, ahora, se aterroriza con la proximidad de los 30). Chavales que habían sufrido el colegio y el instituto, que iban a mear con la nuca rendida de antemano por si las collejas, que mordisqueaban el bocadillo junto a sus correligionarios y hablaban de música o de series con una devoción eucarística, que veían a sus compañeras sonrojarse con los que, ya entonces, decían ‘loco’ y cabalgaban sobre riejus o yogs; a algunos de aquellos chicos, digo, se les veía descender años más tarde por la rampa de la biblioteca de la Universidad con un cigarro en la oreja y el andar despatarrado. Se apoyaban en una columna, prendían el pitillo elevando la clavícula, como si retaran a alguien, y expulsaban el humo con glotonería. Al saludar a sus viejos compañeros de clase, se excitaban y meneaban su Ducados Rubio (si acababan de tirar uno, encendían otro) al tiempo que dispensaban su repertorio de canallerías léxicas. Cada una de aquellas palabritas los hacía sentir frescos, intrépidos, realizados.

La jerga de la adolescencia es la primera propiedad real de la vida. Lo de antes, los juguetes y demás, son simples concesiones o préstamos de una autoridad superior con poderes confiscatorios. Nadie puede, en cambio, arrebatarte las palabras.

Estos dos colegas, los estudiantes de química del autobús, empleaban un argot y unos modos que no se adaptan a su edad ni a su tribu social. El acné había dejado de ametrallarles la cara, les quedaban apenas unas cuantas marcas, y la sombra de la barba se les iba cerrando.

Qué pretenden al asumir a destiempo esa forma de hablar. ¿Quieren sustituir a aquellos tipos que encandilaban a sus compañeras? ¿Es una forma de venganza? ¿O han comprendido, aunque con desacierto, que el éxito social comienza por el lenguaje?

Sea como sea, debe ser muy gracioso oírlos saltear sus latiguillos mientras recitan la tabla periódica.

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