Resulta complejo imaginar el aspecto de una señorita japonesa cuyo oficio sea ejercer la prostitución.

Me refiero, por supuesto, al caso de que uno carezca de referencias directas. Yo recordaba vagamente que confundir a una geisha con una prostituta es una grosería de notable gravedad, y recordaba también que los japoneses son un tanto vehementes cuando se les ofende, lo cual, por otro lado, no es difícil, pues sus rituales y protocolos son de lo más complejo y ceremonioso. Quiero decir que son puntillosos y tienen un pronto muy malo, por lo que he visto en las pelis. Enseguida te vienen a la cabeza escenas de meñiques seccionados, japos con gafas de sol que sacan una pistola de la sobaquera mientras vociferan y ese tipo de cosas.

La primera imagen que me formé fue la de una señorita de poca estatura enfundada en un rígido kimono, caminando a pasitos muy cortos mientras provocaba un rumor de sedas antiguas y venerables. En mi imagen, la dulce muchacha llevaba las manitas ocultas en las mangas y sonreía, aunque ocultaba un cuchillo samurái, afilado y reluciente, en algún pliegue de la ropa. Su rostro, metódicamente maquillado de un blanco impecable, giraba de forma muy graciosa, como el de una mantis, y de su diminuta boca, en forma de cerecita, fluían tintineantes advertencias a pesar de que los labios apenas se movían.

Por todo eso, cuando abrí la puerta y Yoko me dio la mano sin dejar de sonreír, como si fuera una azafata bien adiestrada, me quedé un tanto desconcertado. Ya me habían advertido que estudiaba derecho internacional, que sólo hablaba inglés, que era muy simpática y que estaba muy solicitada. Yo me había mostrado reticente cuando me informaron de que Iris, la de siempre, la que sabe lo que me gusta, estaba de vacaciones y que iba para largo. Así que bueno, ahí estábamos. Yoko y yo.

Vestía un trajecito de lycra, blanco y muy ajustado. No era muy guapa, pero tenía una sonrisa muy bonita y un cuerpo precioso. Debía medir un metro y medio, más o menos. Daban ganas de colocártela debajo del brazo, como un peluche de los que dan como premio en las ferias.

Se guardó el dinero en un diminuto bolso de plástico amarillo, con un gesto muy gracioso de su pequeña mano. «Casa muy bonita, yo gusta», afirmó, riéndose. No paraba de reírse, era muy agradable. «Yo empiesa ahola, sí», decidió. Me indicó por gestos que me sentara en el sofá (un Chésterton auténtico, precioso, que me regaló mi tía Reme cuando aprobé la selectividad), se quitó los zapatitos de plataforma, se colocó unos auriculares enormes, de color rosa, y empezó a bailar. La verdad es que no tenía demasiada gracia, aunque suplía sus carencias con un entusiasmo infantil. Después empezó a arremangarse el vestido al ritmo de la música, y la tía no llevaba ropa interior y se depilaba a fondo.

Se notaba bastante que lo había ensayado a menudo, con mucha profesionalidad. Casi no me dio tiempo a recuperarme de la sorpresa que me causó el tamaño de sus tetas, porque Yoko, cuando terminó la canción, se abalanzó sobre mi bragueta como si alguien la hubiera empujado por detrás. Antes de que pudiera recuperarme del sobresalto me había sacado el pájaro y lo estaba recubriendo con un condón de color rosa que olía a chicle de fresa.

Fue como si hubiera metido la polla por accidente en el orificio de un aspirador industrial. La verdad es que me asusté un poco. Mi primo Teo, cuando éramos adolescentes, metió la polla en el tubo del aspirador para hacer la gracia y tuvieron que ingresarlo, así que sé de lo que hablo.

Yoko tenía un estilo entusiasta, por decirlo así, y hacía girar la lengua alrededor del glande con una pericia y un vigor propios de un genio. Reconozco a un genio cuando lo veo. Era una lengua sobrehumana, como un animalito joven, vigoroso y bien adiestrado. Todos tenemos algún talento especial, y Yoko era muy buena con la lengua. En ese momento entendí la razón de que estuviera tan solicitada y cobrara lo que cobraba.

Mientras empezaba a chupar me sujetó los huevos con sus deditos delgados como lápices, cuyas uñas, larguísimas y cubiertas de dibujitos hechos con purpurina (estrellas y cosas así), se clavaban en la piel como una suave amenaza. Tal vez algún cliente, asustado por su estilo vehemente, hubiera intentado escapar sacando la polla de allí.

Yoko hacía un ruidito precioso, como de lechoncito mamando, y movía la cabecita adelante y atrás con mucha suavidad. En aquel momento me entró un tremendo arrebato de ternura. Era una chica encantadora, y su pelo olía muy bien, como a jazmín. Antes de correrme le sujeté la nuca. No pude evitarlo. Hacía mucho que no me corría así. Hasta vi estrellitas y me mareé un poco. Yoko se levantó, sonriente y guiñando los ojitos, muy satisfecha. «¿Tú gusta?», murmuró. Era una preciosidad.

Con Yoko me empleé a fondo, porque la verdad es que me volví loco por su lengua.

La pobre se sentía muy sola en Barcelona, ése era su flanco débil. Todos tenemos flancos débiles que procuramos ocultar. En el peor de los casos nos los ocultamos a nosotros mismos. Y yo soy bueno detectando los flancos débiles de la gente. Siempre tienen una relación muy directa con lo que más tememos.

A Yoko le di una familia. Un domingo hasta la llevé a merendar a casa de mi tía Gertru, que es como una madre para todos. Mi tía Gertru es una madre universal, cósmica. Haría llorar de alivio al niño interior de cualquiera. Yoko sirvió un té ceremonial y no paró de reírse, porque estaba muy nerviosa. Hablaron de plantas de interior y cosas así. Yo le miraba la lengua cuando se reía.

Y Yoko acabó chupándomela sin condón y con mucha ternura, que era lo que yo quería.  Y vestida de Geisha. Al cabo de un par de meses, cuando me cansé de ella (siempre estaba nerviosa y se reía mucho), me la llevé a Fuerteventura. Las playas de Fuerteventura son una preciosidad. Son tan largas que pierden en el horizonte, y puedes estar horas sin ver a nadie.


 

La receta:

Lengua de vaca a la vinagreta.

Hervir una lengua de vaca en abundante caldo con sal y verduras hasta que quede tierna. Retirar del caldo, escurrir y entibiar.

Pelar toda la lengua, y retirar adherencias. (Hay quienes vuelven a darle un hervor luego de sacarle la piel)

Ya limpia, cortar en rodajas finas y preparar la vinagreta con ajo, perejil y huevo duro, bien picaditos, además del aceite y el vinagre. Esta vinagreta cubre las rodajas de lengua, que se colocan en una fuente de vidrio , luego se tapa y se lleva a la nevera hasta poder servir como fiambre.

En ciertas zonas, la salsa se completa con cebolla picada y trocitos de aceitunas.

P.D.:  Usad un pellizquito de cilantro, es el toque magistral.

 

 

 

 

Yoko

Ilustración de Jorge Berenguer. © Negratinta (2014)

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