Me acuerdo del día en que mi padre me dijo que teníamos que hacernos del Extremadura. Como buenos extremeños en el exilio ibicenco que éramos, no teníamos otra opción: acababa de subir a Primera División. Daba igual que yo nunca hubiera estado en Almendralejo. Sigo sin ir. De hecho, dudo si mi padre ha estado alguna vez tan al sur de su tierra, pues él nació como a 150 kilómetros de allí, en un pueblo cacereño que se llama Monroy. Esa temporada, la 96-97, tocaba ser del Extremadura y desear que los puntos se quedaran en el Francisco de la Hera, igual que un año antes habíamos sufrido cada domingo viendo los resúmenes de los partidos del Mérida en Estudio Estadio. Repetimos ese ritual durante cuatro años (de mis ocho a mis once), cada temporada con un equipo: cuando subía el Extremadura, bajaba el Mérida a Segunda División. Y viceversa. Eran las primeras y fueron las últimas veces que un club extremeño ha jugado en Primera.
El domingo me enteré bien lejos de Almendralejo, de Monroy, de Ibiza y de Euskadi que el Éibar había subido a Primera División por primera vez en su historia. Por dentro sentí lo mismo que cuando tenía ocho años y se me acercó mi padre para decirme que teníamos que hacernos del Extremadura. La conexión no pudo ser más evidente: equipo pequeñísimo, de pueblo, debutante, con campo enano… La irrupción de la Sociedad Deportiva Éibar en la Liga de las Estrellas –así se la empezó a llamar cuando el Extremadura ascendió en la primavera del 96– la va a humanizar. Le va a dar un toque vintage, de cuando en las camisetas no llevaban el nombre del jugador sobre el dorsal y en los vestuarios había duchas, colgadores amarronados suspendidos de paredes blancas, frías y descarnadas… y poco más. La va a hacer más cercana entre tanto selfie, Twitter, trending topic y los píxeles del FIFA y el Pro Evolution Soccer. En definitiva, el Éibar es un regreso al pasado necesario.
Ipurúa, el feudo de los vascos, debe oler a verdad. En miniatura, no debe ser tan diferente de las historias que me contaba mi padre, que vivió muchos años en Portugalete, de Atotxa, la vieja casa de la Real Sociedad. Es pequeño, pero no cuelga el cartel de no hay billetes casi nunca. Además, unos edificios sobresalen tras su baja grada y desde ellos se puede ver el fútbol gratis. Sí se suele llenar de barro, pero eso no es incómodo. Es bucólico. Digo que Ipurúa debe oler a verdad porque nunca estuve allí: mis visitas al País Vasco siempre me han alejado del interior en beneficio de la costa, más paisajística y turística, pero Éibar y su Sociedad Deportiva vienen a ser como esa persona que conoces por Internet y con la que entablas gran relación, pero a la que nunca aciertas a conocer en persona por motivos de distancia geográfica. En aquella época en la que Extremadura y Mérida rascaban puntos con jugadores humildes, pero presupuestos exagerados, empecé a hacerme a mi manera del Éibar. Me estudiaba sus plantillas en la Guía Marca y alucinaba con un palmarés que no estaba hecho de trofeos, sino de anécdotas.
El ciclista Abraham Olano tenía allí un hermano delantero que no marcaba goles. En una de esas guías aparecía un mediapunta de nombre inolvidable –Txema Donosti– que posaba en la foto con unas gafas de culo de vaso y el pelo alborotado: parecía Antonio Ozores después de una noche de juerga. Un día, tres o cuatro años después de comprarla, la llevé al instituto para enseñarle ese ‘tesoro’ a unos amigos y la extravié: nunca me lo perdonaré. Para esos colegas y para mí, Jon Kortina, un mediocentro de testa calva y perilla perfilada, se convirtió en un ídolo de masas al que acabábamos fichando cuando nos juntábamos a jugar al PC Fútbol. En una ocasión le vimos disparar un penalti en una eliminatoria de Copa del Rey y, al estar el césped tan embarrado y chutar raso, el balón apenas se desplazó unos centímetros. En el Éibar alineaban a Kortina en el ataque, pese a ser centrocampista: Kortina respondía quedando pichichi del equipo con solo siete goles, suficientes para que el rocoso Éibar se salvara con holgura.
Porque el Éibar siempre se salvaba. Es el club que más años seguidos ha estado en Segunda (18). El que ha partido muchas veces con el menor presupuesto. El que varias de esas veces se quedó a las puertas de subir a Primera. Siempre fallaba algo en el tramo final. Daba la impresión de que eso de ver por allí a Barça y Real Madrid una vez al año era cuestión de esperar a que les tocara el Gordo en el sorteo de Copa.
No por casualidad Xabi Alonso le ha dicho a Iñaki Gabilondo que jugar en Ipurua –como cedido– cambió su carrera. Éibar, la primera localidad en proclamar la II República allá por 1931, debe tener sabor añejo, de balompié de verdad, de vida pura. Así me lo afirmó el exespanyolista Mosiés Hurtado en una entrevista para la universidad: “Cuando me cedieron al Éibar [2004/2005] aluciné: nunca he escuchado tanto hablar de política en un vestuario. Los jugadores se salían de los temas de conversación típicos que se tienen entre futbolistas”. Estuvieron a punto de subir y su gran temporada sirvió de trampolín para muchos, incluido el propio Hurtado: el portero Iraizoz, el goleador Joseba Llorente o un muchacho de 18 años llamado David Silva, que la tocaba de maravilla, se asentaron en la élite. Mendilíbar, el técnico de aquel equipo, dio el salto al Athletic Club después de conseguir que la roca eibarrense se convirtiera en un conjunto de toque y clase. Gaizka Garitano, el ahora entrenador, entonces era un centrocampista de los guipuzcoanos que pudo debutar en Primera tras fichar por la Real. En el banquillo, ha ascendido al Éibar en dos cursos de Segunda B hasta lo más alto. Círculo cerrado.
La resaca del ascenso se ha aliñado con la necesidad de ampliar el capital del club para poder jugar contra los mejores. Que el dorado nos les ciegue. “Trabajo, humildad, orgullo, unión. El Éibar defiende como nadie los valores del pueblo al que representa. Si tú también crees en ellos, ayúdanos a mantenerlos”. Así se entona el eslogan de la campaña que se ha lanzado para captar accionariado popular. El ejemplo del Extremadura, que bajó a los infiernos después de años de despilfarro sobredimensionado, debe cundir. Los parecidos tienen que quedarse en sus ascensos sorprendentes, el tamaño de los pueblos a los que representan (30.000 personas) y el color azulgrana de la camiseta. No es plan de perder a un amigo cuando todavía no lo has llegado a conocer, sobre todo si ese amigo puede explicar al gran público que un fútbol diferente, más real, más humano, mejor gestionado es posible más allá de los focos mediáticos. ¡Quiero ver un partido de Primera en Ipurúa, quiero conocer al Éibar!