Mucha gente cree que la caída del Imperio romano fue una especie de cataclismo. Hordas de bárbaros vociferantes que olían como el ganado y que se desparramaron por las pulcras calles de la capital de la misma forma que una plaga bíblica. Sin embargo, lo que ocurrió en realidad fue bastante distinto.
Hacía ya mucho tiempo que el imperio estaba sumido en una crisis económica irrecuperable. Las legiones ya no eran la temible maquinaria militar que sustentó la integridad de Roma durante siglos. No había dinero para mantenerlas. Roma confió su suerte a una interminable frontera fortificada, delimitada por ríos, empalizadas y torres de vigilancia. Y el ejército estaba compuesto, fundamentalmente, por tropas de tribus bárbaras que habían firmado tratados con Roma. Es decir, eran mercenarios, bárbaros a sueldo, más o menos romanizados (y cristianizados), cuya función era la de defender el decadente imperio de otros pueblos más bárbaros aún y que acechaban más allá de las fronteras, ávidos de vengar antiguas y dolorosas afrentas. Sabían que Roma era un animal anciano, como un león que ya no tuviera demasiadas fuerzas. Muchos leones ancianos, expulsados de su clan por machos más jóvenes, acaban siendo atacados y devorados por las hienas o los chacales.
Y fue Odoacro, el rey de los hérulos (si no recuerdo mal), un aliado y mercenario al servicio de Roma, el que depuso al último emperador y se autoproclamó rey de Roma. Pero no fue en absoluto una hecatombe. Por poner un ejemplo; para un terrateniente que viviera en las provincias no existió un antes y un después. Tras la proclamación de Odoacro siguió pagando sus impuestos y todo funcionó más o menos igual.
Los bárbaros solían ser supersticiosos, sobre todo los de origen germánico. Y por esa razón, probablemente, la iglesia inventó el infierno. Como si fueran niños grandes. Les inculcaron un temor reverencial para protegerse de ellos. La iglesia, al fin y al cabo, no podía defenderse de otra manera. Y como les funcionó bien ya no han cambiado la estrategia. Y al demonio no lo inventaron, pero sí lo optimizaron y lo adaptaron a sus necesidades. El demonio acecha, y sólo la iglesia puede defenderte de él.
No recuerdo dónde leí que Lucifer, el bello ángel caído en desgracia, debería ser, más bien, como un príncipe aburrido y malhumorado. Me resulta extraño que se dedique a poseer a muchachas indefensas para obligarlas a girar la cabeza 360 grados, insultar a los curas y orinarse encima. Al fin y al cabo estamos hablando del Lucifer, un ángel milenario, y no de un adolescente ordinario y malcriado.
El peor infierno está en nuestro corazón. Y el cielo también, creo yo. Elisa me contó que su padre también se vengó del otro chico que había violado a su hija. Contrató a una agencia de detectives para que le siguieran e hicieran informes sobre él. Durante más de un año. Llegó a conocerle como a un hijo. Y un día, alguien entró en el parking donde guardaba su coche. Abrió la puerta sin hacer saltar la alarma y dejó caer una gota de sangre en el asiento del acompañante. Una sola gota, sobre la tapicería de cuero blanco. Y aquella pequeña mancha de sangre sobre el impecable asiento de un coche equipado con una alarma de última generación y aparcado en un garaje con vigilancia y cámaras de seguridad fue lo que desató un infierno, un tormento interior del que ya nunca se recuperó y que le arrastro al suicidio, apenas un años después. Y todo esto me lo contó Elisa en susurros, mientras hacíamos el amor. Ella se había colocado encima de mí y se movía muy despacito, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Le gustaba hacerlo con la luz muy bajita y en silencio, sin música ni nada.
Ni siquiera tuvo que perdonarme que yo hubiera estado con Merche, porque no se enfadó. Era como si hubiera vivido durante siglos y contemplara las debilidades de las personas con la condescendencia de una madre cósmica.
La semana que viene os seguiré contando cómo fueron las cosas, porque Elisa y su padre nos acogieron en su casa y nos cuidaron, y fue una época muy especial.
Un truco culinario, por cierto:
Si habéis estado en Catalunya os sonará el Pan con tomate, o pà amb tomaquet. Restriegan un tomate contra la miga del pan y añaden aceite y sal. Es una maravilla. Y una opción es pelar el tomate y limpiarlo, y después batirlo bien. Añadís el aceite y un poco de sal y lo ponéis en un bol, y el pan aparte. Admite muchas variantes. Según el tipo de tomate el sabor cambia mucho. Y la calidad del aceite, claro. Pero podíes ahacer casi lo que queráis, desde añadir un poco de ajo a las hierbas que más os gusten. El orégano queda estupendo, o un pelín de romero.