Odio hablar de política. Imaginen la desolación en la que me encuentro sumido estos meses. Por eso trato de eludirla, la política, en especial la nacional, tan manida, tan conocida y tan fácil. Sé que no es correcto comenzar un artículo haciendo uso descarado de la primera persona; adolezco de la virtud, muy humana, de extrapolar mis impresiones a las impresiones del lector, si es que lo hay. Si es que de verdad hay alguien al otro lado.

Sé de compañeros que mirarán de reojo y argumentarán, cargados de razón, que quizás mi sitio no esté en una redacción, que hay personas deseando estar en una de ellas y que infravalorar el núcleo central de la producción periodística –el discurso, hay de mí, político— explica algunos de los males de los que adolece la profesión: la dejadez, la pereza, el desapego a la actualidad, el desarraigo. El cinismo, la arrogancia, la incultura, el consumo desmedido de alcohol.

Sin embargo la política es, como he dicho un poco más arriba, tan manida, tan fácil, tan conocida. Sucede algo parecido con el fútbol y con la prensa del corazón. No hace falta ser especialmente inteligente, o adquirir una carrera o un máster, ni tampoco y mucho menos un doctorado, sobre unos campos de los que cualquiera puede hacer un análisis sesudo, pintoresco, peculiar, colorido, bien posicionado en Google.

Créanme: cuando tengo que transcribir el discurso de algún político, el sudor hace acto de presencia en mi frente, en mi nuca y mi incipiente bigote. Quédense la información política los apasionados, los ideologistas, los voceros y, en definitiva, los engañados.

Desgasten saliva y griten cuanto quieran sobre la barra de un bar, en la espera de la peluquería o en los bancos del parque, tan sólo aquellos que aceptan, sin rechistar, asistir al baile.

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A medida que, con una progresividad lenta, débil en apariencia aunque imparable, me iba sumergiendo en el cliché compartimentado y vergonzosamente llamado ‘hombre de letras’ –tipología maltratada por el ‘mass media’, fría como el hielo, y tan emparentada hoy con el fango que aún sólo me atrevo a meter el dedo gordo del pie—, comprendí que existen ciertos temas más banales que otros, más complicados, más sencillos o más exigentes.

Sin embargo hoy prevalece la información política, la más pública de todas y también la más publicitada, de la que siempre hay demanda y nunca faltan párrafos, como si el alma de la sociedad española llevara implícita la atracción irreversible y desquiciada por aquellos personajes a los que en la antigua Grecia llamaron retóricos: engañadores a sueldo, titiriteros y saltimbanquis cuya única misión consistía en hacer parecer justo lo que objetivamente era injusto, en desviar el debate público de los cauces importantes y guiar a la manada ahí donde los poderes fácticos señalaban con el dedo.

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De ahí mi silencio cuando algún colega se exalta ante el último movimiento del grupo político de turno. Sirva este texto como justificación a mi comportamiento, a veces soez, cuando surge un tema de estas características. Es preferible informar, si lo que queremos es poner en valor nuestros consejos, sobre la inviabilidad de conversar sobre determinadas cuestiones.

Aquel que posea la verdad y que así lo manifieste no hará más que encender el ánimo de los presentes, que, cegados por la ideología y exaltados por el color de su partido, pronto catalogarán al pobre desgraciado en la amplia gama de adjetivos despectivos disponibles (más en España que en cualquier otro país, me temo), ninguno de ellos halagador ni adecuado para mantener la convivencia sosegada que requiere cualquier reunión social.

Así que aquel que disponga de herramientas para hacer entrar en razón, mejor será que se mantenga en silencio, si no quiere entablar enemistades, romper familias o encontrar su propia muerte por cicuta.

No dejen de informar de que su fervor les es impuesto y de que nada es al azar.

Díganles que han asistido al baile, que está en su mano dejar de bailar.

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