Quizá esperaban que apareciese fumando. O que no llevara sombrero. O que sí llevara sombrero, y se lo quitase para sacudirse los rizos. O que unas Ray Ban Wayfarer negras azabache le cubriesen las arrugas de los ojos. O que un mamotreto de metal conectado a su guitarra le sostuviera una armónica delante de los labios. O que llevara bastón. O que estuviese sentado. O que tosiera. O que llegara tarde. Quizá el Royal Albert Hall de Londres se preguntaba si llegaría usando la entrada subterránea, la de la Reina: aquella por la que, según susurran las paredes, salió una vez Winston Churchill. Quizá cuando anochecieron las luces y se escuchó el rasgueo de una guitarra, más de una persona soltó un gritito infantil. Contuvo la respiración. Estrujó la mano del de al lado. Probablemente todas y cada una de las cabezas –y los corazones– que calentaban los asientos del Hall aquella noche del 25 de octubre esperaban sin saber bien qué esperaban. Esperaban a un mito, a un sueño, a un recuerdo, a un ídolo, a un amor platónico, a una aspiración, a un objetivo, a un padre, a un dios. Pero es difícil esperar a una leyenda. Rugidos cuando las luces despertaron de nuevo y ahí estaba, arropado entre su banda, que se iba colocando poco a poco. Soldados, a sus puestos. A la espera de una orden.

Ahí estaba, sin guitarra, sin armónica, sin cigarrillo, sin Ray Ban. Zapatos de mafioso, de esos brillantes blancos y negros, de los del Nueva York de Al Capone y El Padrino. Un traje negro. O gris oscuro, quién sabe. ¿Una camisa blanca? Sombrero: blanco, de ala corta y recta, cinta negra. Agarra el micro y arranca. Y aquella voz rebota en las paredes del Royal Albert Hall. Aquella voz profunda, del centro de la tierra. Aquella voz arrastrada, tan sucia, tan llena de polvo. Un susurro subido de tono. La estira, como si fuese chicle. La manosea. Intenta vibratos, y le salen bien. Entonces crece para un estribillo que la mitad del auditorio desconoce.

Es una voz fea. Es fea. Tan fea que cuando calla la esperas. La misma fealdad que decía tener Serge Gainsbourg: “soy tan feo que quien me ha visto una vez no me olvidará jamás”. Quien la escucha una vez no la olvidará jamás. ¿Pero es esta la voz que has venido a ver? ¿Es esta la voz que cantaba Like a Rolling Stone? ¿Es esta la voz que cantaba Mr Tambourine Man? ¿Es esta la voz de montaña rusa, que cantaba con un patrón, contando una historia, la voz nasal, la voz de las notas estiradas que chirriaban, la voz que hizo que Jimi Hendrix dijera: “Si este tío canta, yo también”?

Vuelve el sonido cavernario que emana de su boca (una boca que imaginas, porque tampoco la ves, estás tan lejos que no la ves). Y se acaba la canción pero la guitarra sigue sonando. Aplausos rabiosos, las manos pican, el suelo tiembla. Siguiente canción. ¿No dice gracias? Vaga del piano al micro, del micro al centro del escenario, del centro del escenario al micro, del micro al piano. Se mantiene de pie con las piernas bien abiertas. Tambalea ligeramente la cadera. Qué manera tan poco atractiva de bailar. Posa una mano sobre la parte baja del estómago. ¿Mueve la otra como si tocara una guitarra? ¿Por qué no toca la guitarra?

Armónica. Está tocando la armónica. Entonces cierras los ojos y se te cae una lágrima y te das cuenta de que estás llorando. Tienes las mejillas empapadas, te sorbes los mocos, te sorprende un hipo repentino y no estás seguro de si vas a parar en algún momento. La armónica perfora el metal del micrófono y perfora la tela roja de tu sillón y perfora tus oídos y perfora tus ojos y perfora tu piel y ataca tu corazón. Lo abre de un tajo, lo pela como una cebolla, quita capas y capas y capas y te toca, ahí, donde más duele, donde más sientes, donde se esconden tus miedos y tus sueños.

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Mientras la armónica aúlla, el bajo sacude, la guitarra gime, la batería resuena, el banjo agujerea. Fin de la canción.

Hey, how are you doing?” (¿Qué tal?)

Una jauría de lobos responde.

We’re going to do a pause.” (Vamos a hacer una pausa.)

Y amanece.

¿Ya está? ¿No dice nada más? Todos los temas pegados el uno al otro, ¿y no dice nada más?

Veinte minutos eternos, con la gente hormigueando del baño al hall, del asiento al bar. Esperando un tema conocido, algo que no sea de sus últimos álbumes, un mordisco de su pasado, ¿una cata fugaz de Subterranean Homesick Blues, quizá? Vuelven. Músicos, a sus puestos. A sus órdenes, mi rey. Pero no: sigue enlazando las canciones. Siguen rabiando las manos que aplauden, estridentes, tras cada tema que se pega al siguiente, pero nunca dice gracias. Sigue habiendo piano, armónica y voz. Sigue faltando la guitarra. ¿Por qué no coge la guitarra? ¿Por qué no dice nada?

Autumn Leaves, Tangled Up in Blue… ¿Autumn Leaves? Cuántas baladas… Se acaba el concierto. Pero…¿por qué…? Parece que el Royal Albert Hall se vaya a caer al suelo. Nadie quiere que anochezca todavía. Finalmente vuelven. Casi pierdes la esperanza. Se sienta al piano. Un momento… Eso es… No, no puede ser. No, es que sí lo es. Espera, ¿qué?

How many roads must a man walk down

Before you call him a man?

How many seas must a white dove sail

Before she sleeps in the sand ?

Yes, how many times must the cannon balls fly

Before they’re forever banned ?

The answer my friend is blowin’ in the wind

The answer is blowin’ in the wind.

 Pero no se parece a aquel Blowing in the Wind que cantaba en 1963. Con aquella voz tan joven. Con la piel joven. Con la armónica enganchada al cuello y los ecos de folk y el sabor de Woody Guthrie y los amplificadores muy, muy lejos de allí. No se parece en armonía ni en ritmo. No se parece en swing. No se parece. Y sin embargo está ahí. Cierras los ojos y lo ves, con su melena rizada y sus Ray Ban Wayfarer. Y abres los ojos y tiene la cara plagada de arrugas (bueno, sabes que la tiene plagada de arrugas porque no lo ves, debes imaginártelo). Pero tus oídos no se lo están imaginando. Tus oídos lloran. Y tu también, otra vez. Y de repente…

Yes, how many deaths will it take till he knows

That too many people have died ?

The answer my friend is blowin’ in the wind

The answer is blowin’ in the wind.

Fin. Amanece. Aplausos. Ya se va. Esta es la definitiva. Se va. Siguen los aplausos. Te duelen las manos, la espalda, los dientes de apretarlos. Te duele el corazón. No ha dicho nada. Nada. No ha dado las gracias. Ha ignorado a todo el mundo. ¿Cómo se puede ignorar a 8.000 personas? Pero te da igual. Te da igual. Te das cuenta de que te da igual. Reacciona; has visto a una leyenda. El hombre de las mil voces, de las mil caras. Reacciona. Al salir te topas de frente con la “Stage Door”. Va saliendo gente trajeada. Hay dos furgonetas delante. Hay un grupo de gente. Hace frío. Esperas. Sale un guardia:

-¿A qué esperan? Váyanse, Bob Dylan hace rato que se ha ido a su casa.

Se equivoca, señor. Bob Dylan nunca vuelve a casa.

 To be on your own, with no direction home
Like a complete unknown, like a rolling stone.

Fotografía: Xavier Badosa y Carlo Scherer.

 

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