Fotografías: Wikimedia Commons

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Todas las ciudades son feas, pobres, costrosas, o al menos, pueden serlo. Una de las claves de la mirada artística es contemplar las cosas como si se estuvieran despidiendo o, por el contrario, como si acabaran de nacer. Estas dos perspectivas infunden un punto de alarmismo que aviva los ojos y obliga a vigilar. O sea, nos despierta.

Los prejuicios son una forma de descanso cerebral, ya se sabe. Pero cuando la vida está en juego, desaparecen y, entonces, lo habitual se puebla de matices. Alcanzar este punto de tensión para mirar un entorno en el que no concebimos amenazas no es cuestión de inercia, al contrario, requiere un esfuerzo consciente. O una sensibilidad fuera de lo común. El fotógrafo Walker Evans supo hacerlo a la perfección. Salirse de uno mismo, desapegarse de la experiencia propia, esa es la cosa: una lección, tal vez, más periodística que artística. Hay épocas de la historia que lo ponen algo más fácil. Una guerra o una postguerra, por ejemplo. El fotógrafo (o el cronista) no debe aplicarse en descubrir lo extraordinario porque lo extraordinario se está articulando, cada día, ante sus ojos. Lo feo, lo inarmónico, las tripas del pasado reciente: todo eso está ahí.

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Pero toda ciudad habla de la provisionalidad y la fragilidad de nuestro tiempo. No se trata de los monumentos o las ruinas históricas. Los humanos, narcisistas y miedosos como somos, aprovechamos la visión de esas bestias milenarias para sentirnos contagiados por algo parecido a la inmortalidad. No pensamos en la cantidad de generaciones que han perecido como polvo mientras esas construcciones permanecían imperturbables. El poeta Antonio Colinas se refería a las ruinas arqueológicas como “símbolos de vida trascendida”, o bien, “una lección del pasado, un espacio para reflexionar en el presente y un signo para desentrañar el futuro”.

Toda ciudad, toda generación, está viviendo su postguerra. Siempre, en todo momento. Somos el resultado de muchísimos colapsos que, en tiempo de paz y buen ocio, pasan desapercibidos. Hay señales que nos lo indican: la suciedad de los toldos rotos, el humo de las fachadas; los solares vallados, de repente, entre dos edificios, comidos por los matorrales; los chicles negros de la acera, los pósters publicitarios… pero no conseguimos encontrarle a nada de esto un significado decadente. Al revés, si nos preguntaran, por ejemplo, cuántos toldos de nuestro barrio muestran grietas y hierros oxidados, jamás responderíamos que son la mayoría. Uniformizamos los recuerdos, aplicamos una pátina de ‘país desarrollado’ o de ‘modernidad’ en todo lo que nos rodea.

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El antropólogo Pablo Vila, experto en construcción de identidades, emprendió un estudio que demostró que una imagen no vale más que mil palabras. Los participantes visionaron una serie de fotografías. Unas pertenecían a El Paso, en territorio de EE UU y otras a Juárez (México). Ellos procedían de ambos lados de la frontera, pero todos vivían bajo el influjo de una idea: “Toda pobreza es mexicana”. Cuando les mostraban una foto en la que hubiera rasgos de miseria, la atribuían en gran parte a Juárez, aunque en muchos casos perteneciera a El Paso. Incluso llegaron a calificar fotos de EE UU como epítomes de la pobreza mexicana. En cambio, si creían que una imagen correspondía a El Paso, su percepción obviaba aquellas señales que mostraran pobreza. “No hay lectura de una fotografía sin interpretación y tal interpretación está enmarcada por la trama argumental de la persona que lee la fotografía, por su particular identidad narrativizada”. Si creemos que nuestro país es rico, que España va bien, o al menos más bien que México o Marruecos, seremos incapaces de identificar la huella de la fealdad. La costumbre y la presunción nos dejan ciegos.

Hace años aterricé en Perú. Iba a vivir allí y me aterraba. Tenía la única visión de aquel país que te puede inyectar una familia sin estudios e hija del éxodo rural de mitad de siglo. Perú no era siquiera Perú, sino una etiqueta, cuatro letras dentro de la masa riesgosa y anárquica de lo latinoamericano. Había oído todo tipo de historias, pero las únicas que se me grababan eran las de secuestros, violaciones, robos o asesinatos. Un torero apareció muerto en la playa. Los taxistas te drogan para violar a tu novia. Lo único que aportaba sosiego era pensar en Macchu Pichu: me reconectaba con la ‘civilización’, con lo presuntamente ordenado y seguro de Europa, a través de la evocación del turismo de masas.

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El primer vistazo al país, al salir del aeropuerto, dardeó mi cerebro con decenas de frames que confirmaban el caos: aceras despintadas y rotas; fachadas de ladrillo desnudas, con el cemento al aire; chabolas; vendedores tiznados en los semáforos; gritos, tráfico indio, cláxones. La invención de la amenaza me hacía percibir todas las grietas del paisaje urbano, y a la vez me empujaba a aferrarme como loco a cualquier brote amable de verdor en la calle o la sonrisa de los tenderos. Con el tiempo, con más sosiego, todo esto empezó a destilar autenticidad.

Hay un motivo por el que viajan los cronistas o los fotorreporteros o los poetas (que vienen a ser lo mismo pero sin fechas de entrega), porque su arte sólo se conjuga desde el desconocimiento. Por lo tanto, la razón básica es de lo más profana: por cuestión laboral. Esa gente trabaja con la nervadura de los lugares, y eso es muy difícil de localizar en la tierra propia. Leila Guerriero confesó: “Crecí blindada en dos convicciones: quería escribir, quería viajar. Imaginaba la felicidad bajo la forma de un nomadismo perpetuo y el futuro como un lugar plagado de aviones, barcos, trenes, buses, ninguna casa, poco equipaje y una máquina de escribir”.

Si uno recorre cualquier ciudad de España y no piensa que es una ciudad de un país rico, ni de un país de escasa criminalidad, ni de un país donde hay tiendas abastecidas en cualquier esquina y bares y palillos para limpiarse los dientes y camas cerca y familia; si uno se convence de que la vida es frágil en cualquier parte, de que hay coches y los coches tienen ruedas y las ruedas pueden salirse de la calzada y chafarte el esternón; si uno se percata de que podría suicidarse mañana y que no hacerlo es una elección, entonces, descubre que los edificios tienen lomos y espaldas desportillados en los que se ve el esqueleto de otros edificios, los tabiques, los techos, los azulejos que alicataban el cuarto de baño. Descubrir la ruina cotidiana, la que tiene apenas un par de décadas, la que nadie cuida, la que no tiene ningún valor museístico, descubrir esa fractura, te enseña que lavarse cada día los dientes, tres veces, cuatro veces, no asegura tu supervivencia ni la del lavabo en que te enjuagas.

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