Otra decisión (in)apelable clausuró la velada del sábado en el Mandalay Bay de Las Vegas, donde el puertorriqueño Miguel Ángel Cotto y el mexicano Saúl Canelo Álvarez templaron gaitas hasta el round tres, minutos diplomáticos en los que el intercambio de golpes inocuos y la cortesía del «pase usted primero» hacía presagiar un combate igualadísimo, casi tan épico como una partida de ajedrez resuelta no tanto por la superioridad intelectual, sino más bien por el tamaño de la sombra que uno descubre con horror frente a sí. Y debido, en parte, a los jueces allí sentados, cuya presunción de inocencia es en realidad un mito contemporáneo al nivel de la oreja de Holyfield o el yeso homicida en los vendajes de Margarito, por citar algunos ejemplos recientes. El público mascaba la tensión mientras Cotto y Canelo enfilaban el patíbulo hacia el ring, mirando al infinito desde el interior de sus respectivas burbujas. Alzaron los boxeadores un muro psicológico en el que se proyectaban simultáneamente dos películas: una comedia grotesca en torno a un perdedor marcado por su destino, y un drama sinuoso, casi suicida, con un final tan feliz y –por consiguiente– tan inverosímil que no podría suceder nunca. El efecto narcótico que acompaña a las grandes victorias, pues todo gran triunfo anuncia un declive desastroso. O quizá no. Vaya usted a saber. De ahí que los boxeadores considerados «míticos» sean también los que alguna vez sufrieron la peor derrota: la horizontalidad sobre el ring. El aturdimiento o, directamente, la pérdida del sentido. A fin de cuentas hay victorias tanto más disfrutables cuanto mayor ha sido el castigo previo, porque sólo entonces comprendes el dolor que sufre tu rival. De alguna forma, incluso el todavía invicto Floyd Mayweather padeció una suerte de agravio por el knockout de Juan Manuel Márquez a Manny Pacquiao. También él pudo advertir, mientras éste caía a cámara lenta durante semanas, que el filipino jamás volvería a ser el púgil electrizante y mágico que era antes de enfrentarse al mexicano en aquella cuarta edición de la saga homónima.

Música para camaleones

Atronaron los himnos a cappella y la gente guardó silencio porque no había más opciones. O eso, o cianuro. La tierra retembló pero de verdad, sin metáforas, en el centro justo del tímpano. El intérprete del himno mexicano probó a impulsarse con la voz, igual que ese superhéroe de la Marvel, y por un momento casi lo consigue. Se elevó dos milímetros por encima del ring y después enmudeció. Tal vez se le acabaron las pilas. Habrá que leer las crónicas. Fue glorioso, o sea lo peor que he visto en mi vida. Forma parte de la liturgia pugilística combinar lo sórdido (rostros tumefactos, parecidos a hamburguesas bien cargadas de ketchup; famosos del business que hacen ostentación de sus gustos excéntricos, de sus armarios y sus joyas), a la par que nacionalista, con la belleza de estilistas como Sugar Ray Leonard, Muhammad Ali o el mismo Cotto (salvando las distancias). Así, los nervios se reciclan en garrote del contrario y someten la maquinaria del boxeo actual, donde el oscurantismo del marketing a menudo eclipsa el deporte como espectáculo de fervor religioso, a las veleidades del mercado: el interés de los promotores prevalece sobre el del aficionado medio, que no tiene más remedio que resignarse al menú adulterado que ofertan los ejecutivos del Consejo Mundial de Boxeo (WBC en su acrónimo inglés) y otros reyes Midas con patente de corso, a saber: Bob Arum, Floyd Mayweather, Roc Nation y, en menor medida aunque cada vez con mayor influencia, la empresa (Golden Boy Promotions) de Óscar de la Hoya. Que apadrina a Canelo esta noche.

A sus 35 años, Miguel Ángel Cotto ha lidiado con los mejores púgiles del circuito internacional. Ha saboreado victorias exquisitas y derrotas inolvidables, como aquella vez que enfrentó al Tornado de Tijuana, Antonio Margarito, quien presuntamente bañó las vendas en yeso provocando que sus golpes fueran el triple de contundentes. O aquella otra que lo situó en el rincón opuesto al imperial Pacquiao en el MGM Grand de Las Vegas. Corría el año 2009 y ambos boxeadores se encontraban en el cenit de sus trayectorias, en plenitud física y psicológica; el mejor momento para dar lo mejor de sí mismos. Pacquiao volaba sobre el ring, aguijoneaba con una plasticidad insólita; mientras que Cotto escondía a duras penas su napia tras el guante derecho para embestir muy de tarde en tarde al tagalo, que encajaba sus ganchos como el que se come una aceituna, y en el tercer round invitó a Cotto a hincar la rodilla y a preguntarse dónde estaba al tiempo que éste seguía tallando sin fortuna al marmóreo Pacquiao, curtiendo insospechadamente su piel de campesino aficionado al karaoke. De tal modo que, al final, sólo quedasen los pómulos violáceos, el batir de alas entumecidas y la atracción por el vacío dorado del peso wélter. Así lo sufrió Cotto, y así lo disfrutaron los espectadores que tuvieron acceso al combate: eran combinaciones esotéricas, una tras otra, que alcanzaban nervio. Tiempo después, Floyd Mayweather mediante, llegó la exhibición contra el virtuoso Sergio Maravilla Martínez, dedicado –nadie sabe el porqué, o quizá sí– al cultivo tenaz de su derrota la tarde-noche del 7 de junio de 2014 en el Madison Square Garden.

A. Mayweather vs. Alvarez

Triunfo pírrico

Se presentó Cotto con unos auriculares sobre una capucha rosa chicle que endurecía aún más sus castigadas facciones. Canelo le dio la réplica con una especie de poncho deliciosamente negro cuyo dibujo parecía remitir a la época precolombina: le faltaron, eso sí, las plumas de chamán y la guitarra de Robert Rodríguez y el mohín sarnoso de serie B para transformarse en el villano perfecto. Un Hércules poseído, sin piedad, que de pronto te estalla en las narices y te funde a negro. Aunque no es Saúl ni lo ha sido nunca en sus diez años como profesional un agitador que guste del insulto al oponente y la descalificación extemporánea con que sumar ceros a las ya de por sí estratosféricas cifras del pay per view; todo lo más, es un querubín al que conviene tratar de usted. Días antes de la pelea, Saúl reconoció ser un admirador del boxeo de Cotto y haber disfrutado con su estilo. A la pregunta del periodista Max Kellerman en el programa Face Off de qué virtud o virtudes veía en Canelo, Cotto apuntó que «es un buen boxeador. Tiene fuerza». Por su parte el actual entrenador de Cotto, Freddie Roach, practicó en varias ocasiones en ese mismo escenario su sonrisa irónica al tiempo que intentaba plantar una ampolla en la mente de Canelo y su segundo preparador, Eddie Reinoso. «Creo que no ha elegido los sparrings adecuados», afirmó Roach ante las cámaras. «Lo sé porque uno de ellos pertenece a mi gimnasio». Debía ser, pues, el del sábado un combate de orgullosos fratricidas.

Desde el comienzo la diferencia física se percibió abismal. Canelo subió al ring y sus amplias espaldas cubrieron los pasos científicos de Miguel Ángel Cotto, que tiraba líneas en un tapete lleno de minas antibailarines. Canelo, que no conoce la samba, pisó la primera. José Luis Garci dijo «¡ahí va!» Yo dije: «Adelante, chico». Fue una doble combinación que le dibujó dos coloretes en sendos pómulos. En el primer round, los rectos de Saúl habían aterrizado muy de cuando en cuando, con una morosidad impropia de su nivel. No sé si Jaime Ugarte soltó uno de sus metáforas patentadas sobre cuchillos y mantequilla. Ya no me acuerdo. Garci dijo «¡ahí va!». Es raro ver a Garci sin un cigarro en la boca. El humo era parte del atrezo, nos ayudaba a no ver a los VIP de las primeras filas. El público rugió tímidamente, conteniendo las emociones ya que estas veladas recuerdan más bien a una exposición del Museo del Prado: todos queremos ver las obras de los maestros porque sólo así conseguimos entender –aunque sea básicamente– nuestra errática historia. Es una aproximación desde la perspectiva que ofrecen los años. La ignorancia, también. Tantos golpes, ¿para qué? No tengo ni idea. Nadie sabe quién ha ganado los tres primeros rounds, y al comienzo del cuarto Saúl intenta desarmar al puertorriqueño lanzándole un derechazo a la mandíbula que le acaricia el oído y reubica el cráneo. Cotto ha debido de oír campanas celestiales. O quizá tan solo una vibración parecida al eructo de San Pedro. En slowmotion observamos una cara flácida, acuosa, donde se dibujan círculos que permanecerán allí mucho tiempo después de nuestra extinción. Dicen los especialistas que el combate «va de menos a más», y lo anuncian con un dejo amargo, sabedores de los giros que tomará. Cotto no hubiese podido entrar al cuerpo a cuerpo con Saúl, aunque la técnica del mexicano es, hoy por hoy, inferior a la del puertorriqueño. Una vez más, estábamos ante un combate lastrado por el estudio minucioso y el análisis vía YouTube.

Brilló Canelo a ráfagas y ajustó la mirilla con el intermitente en el uppercut, un golpe que ha depurado hasta convertirlo en su tarjeta de visita. Se sentía fuerte el de Guadalajara, seguro de sus posibilidades tras un intercambio de jabs virulento, del que salió más confiado que Cotto. Ya en el noveno round, ambos boxeadores bajaron el pistón y la pelea entró en un bucle de conservadurismo, no sin antes dejarnos disfrutar del maravilloso golpe con que Miguel Ángel imprimió la cruz en la frente de Saúl. Acaso la ‘x’ de boxeo.

canelo-alvarez-sergio-martinez

(…)

Horas después del tañido final, nadie sabe decir quién ha ganado. Aun así, la decisión es indiscutida.

Los jueces dieron la victoria a Canelo (117-111, 119-109 y 118-110), calzón púrpura, que se enfundó el cinturón de los pesos medios que el Consejo Mundial le había arrebatado recientemente a Miguel Ángel Cotto, calzón rosa chicle, por no pagar una cuota de 300.000 dólares.

El periodista de HBO le pregunta al campeón qué sucederá a partir de ahora. Le pregunta por su futurible enfrentamiento con el kazajo Gennadi Golovkin. Y Canelo responde sin dudar. «Me vuelvo a poner los guantes si quieres (…) ahora comienza mi reinado». Entre tanta agitación post-combate, Cotto desciende del ring, coge de la mano a su mujer y juntos caminan hacia el vestuario. Él, cabizbajo, como interrogándose por lo sucedido; ella, respondiéndose a todo lo que no había ocurrido según el plan. «Golovkin tumba a Canelo», presagia Garci, «ya veréis».

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