Una de mis sobrinas quiere entrar a la naval. Apenas va a iniciar la preparatoria y, sospecho, lo que realmente quiere es empezar a vivir como un adulto, fuera de casa de mi hermana: ¡y seguro ha de estar contando los días que le faltan para cumplir 18 años y, legalmente, lo sea! En el otro extremo, hace unos meses me incluyeron en una lista de 20 escritores jóvenes cuando, tanto yo como otros de los seleccionados, ya tenemos el pelo entrecano o estamos calvos. Es decir, la juventud parece ser una cosa anómala, una categoría difusa que abarca un cuarto de siglo de nuestras vidas.

Sin embargo, tengo la impresión de que no se aplica igual para todos sino que depende del estrato social. Así, entre mi sobrina y la lista de los 20 escritores jóvenes, me he encontrado declaraciones maravillosas. “En la casa vivimos tres adolescentes”, escribió en su tarea una exalumna mía de 21 años, del Tec de Monterrey, refiriéndose a ella misma y a sus “roomies”, “somos puras niñas”. Y este fenómeno, llamarse a sí mismos “adolescentes” o “niñas” era harto común entre mis alumnos de dos universidades de clase alta en Puebla, el Tec y la Ibero. Pero, ojo, sólo era común entre los estudiantes que no estaban becados, jamás escuché a uno de estos últimos decir decir que era adolescente o un niño.

En otro ámbito que más o menos conozco, el de la cultura y, en especial, la literatura, también me he encontrado con declaraciones similares. “A mi corta edad”, decía sin ironía hace días un licenciado en letras de la UANL, de 23 años, al preguntar sobre la posibilidad de que los “jóvenes” hicieran crítica literaria. Y en otra ocasión, un escritor que entonces tenía 25 años también me decía que por eso no tenía obra y por eso aún no decidía qué era lo que realmente quería escribir, porque “es que estoy muy chico”.

Estas declaraciones siempre me han sorprendido. No sólo porque yo haya decidido a los 17 años irme de mi casa y mantenerme a mí mismo mientras estudiaba sino porque, siguiendo en la línea literaria, personas como Heriberto Frías escribieron su novela más importante, Tomochic, a los 22 años.  Frías, a la muerte de su padre, tuvo que dejar el bachillerato y entrar al ejército, volverse un adulto. Más o menos de la misma forma en que lo busca mi sobrina o lo encuentran miles de “jóvenes” de este país y de cualquier otro que ingresan a las Fuerzas Armadas o, hay que decirlo, al crimen organizado. Por supuesto, no hace falta hacer una estadística para saber dónde está la mayoría de personas de este sector de la población, si entre los adultos de 25 años que se creen adolescentes o “niños” o entre los que cuentan los días que les faltan para cumplir 18 y, por fin, conseguir un “empleo de verdad”. Están en ésta última, en México y en cualquier lugar del mundo (para una comparación con el primer mundo baste ver, por ejemplo, la edad promedio de los efectivos estadounidenses que fueron desplegados en Iraq y Afganistán).

Lo curioso -o aterrador- es que, por un lado, los medios y algunas instituciones han ido “aniñando” a la población, como si comentaristas, analistas y hacedores de políticas públicas pertenecieran exclusivamente a esta clase privilegiada que puede darse el lujo de ser “joven” hasta los cuarenta años. No falta la mujer que da noticias y se refiere a “nosotras, las niñas” (o la escritora) ni los que se escandalizan porque “un niño” de 19 años trabaja de sicario. Y por supuesto, al hacerlo, dejan de lado, de su idea del mundo y de realidad, a la mayoría de la población. Por otro lado, también me parece significativa esta autocensura de la clase alta, este limitarse a sí mismos convenciéndose de que aún son incapaces de hacer algo significativo por su “corta edad” (mientras, a dos barrios de distancia, gente más joven ya se juega la vida, literalmente).

Robert D. Kaplan, ese analista de derecha, hablaba hace unos años de que se estaba dando una nueva deriva cultural que estaba dividiendo a las sociedades dentro de sus propios países, entre cosmopolitas y, digamos, rancheras: las que tenían acceso a la tecnología (internet, aeropuertos, etc…) y estaban conectadas con el mundo y las que, debido a impedimentos orográficos y comerciales, no están conectadas al mundo. En su discusión, Kaplan vaticinaba que se habrían de crear dos clases sociales mundiales, donde un ciudadano “cosmopolita” de Monterrey tendría más en común con sus pares de Madrid, Nueva York o Pekín que con alguien de un rancho a 50 kms. de distancia. Lo que Kaplan no dijo es que estos ciudadanos cosmopolitas parecen tener la manía de sentirse “niños incapaces” hasta los 35 o más años y, peor aún, que estos no sólo serán nuestros futuros tomadores de decisiones sino que ya han ido ocupando puestos fundamentales de la esfera pública.

¿Qué será de nuestros países dirigidos por personas incapaces de asumir su edad y sus responsabilidades, por personas incapaces de ver la realidad de la mayoría de las personas de su edad en su propio país? En resumen, ¿qué será de nuestros países cuando sean dirigidos del todo por personas -de izquierda o de derecha- que pueden gozar del privilegio de ser jóvenes hasta los 40 años? Yo no auguro nada bueno, pero ojalá me equivoque porque ya soy un viejito amargado.


P.S.- La semana pasada tuve la buena fortuna de participar en la edición del programa Interfaz, del ISSSTE, que se llevó a cabo en Guanajuato con jóvenes (20-30 años) estudiantes de letras de estados cercanos (Michoacán, Aguascalientes, Jalisco, Nayarit, Colima…) y fue maravilloso ver cómo, por lo menos en este grupo, mucho lo que aquí digo no se cumplía. Ojalá que este tipo de jóvenes, los que tienen empuje y ganas de cambiar su entorno, y no los otros, sean los que vayan ocupando los puestos importantes del país.

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