Recuerdo que nada fue igual cuando cumplí los 45 en Navidad. Lo sé porque esa noche curva retorció mi existencia como un caño en las manos de un canastero. Desmotivado por mi despido, y a pocas semanas de ser desahuciado, esa misma Nochebuena compré tres cosas: unas velas, mi tarta favorita de chocolate belga, y alcohol, mucho alcohol. Supongo que bebemos con más graduación dependiendo de la gravedad de los problemas. Mis botellas no bajaban ninguna de los 40º. Quería salir de mi mismo, abandonar mi piel como la metamorfosis de un insecto. Asumir la patada en la boca de una empresa a la que había dedicado veinte años de sacrificio no es fácil, y menos a mi edad porque supone un salto al vacío. Igual me hicieron un favor ya que mi rutina en la imprenta me envenenaba lentamente, como quien deja caer arsénico gota a gota sibilinamente en el café ajeno. Además, se hizo cierto el dicho de que las desgracias nunca vienen solas y, dos días antes, se consumó lo que era una verdad hecha cadáver: Natalia se había ido, llevándose a los niños. Decía que yo era el problema en sí mismo. Diferentes percepciones de un amor caduco. Sin familia, sin amigos, sin hogar y sin trabajo, todo ya daba igual. Había jugado a una ruleta rusa y había perdido.

Bebía para seguir haciendo lo que había hecho siempre, huir perpetuamente hacia adelante, hasta que no pude distinguir entre las botellas y las velas y, definitivamente, me rendí. Caí tan redondo al suelo que me fui dando contra todo. Y, allí, en medio de la habitación con la mirada perdida en ninguna parte, me dejé envolver de forma protectora por el sonido, aunque ahogado por el alcohol, de mi grupo favorito. Sinceramente, no recuerdo con exactitud cuándo comencé a notar el calor de las primeras llamas pellizcándome el pantalón, pero sé que fue a partir de ese momento cuando comenzó todo. Inmóvil y bocarriba, veía como el fuego se extendía rápidamente como una serpiente, lamiendo cortinas y paredes. No me embargó ningún tipo de pánico o inquietud. Al contrario, quieto y calmo veía lo que acontecía como un suceso inevitable y perturbador, pero al mismo tiempo bello. Como cuando nos quedamos hipnotizados mirando el crepitar de la chimenea sin tener fuerza de retirar la mirada. Así era. Me costaba respirar pero aquel espectáculo era digno de vivirlo en primera fila. Todo se consumía vorazmente.

Entre aquel infierno, hubo un instante en el que me quedé observando el poster del lago Ometepe que compré en Nicaragua y que, milagrosamente, no había sido pasto de las llamas. Mi estupefacción dio lugar a otra mayor cuando un brillo parpadeó y se movió sobre la imagen. No podía ser. El agua del lago, casi mar, estaba inundando mi habitación. Tucanes, quetzales, guacamayas y otros pájaros saltaron del marco para revolotear en mi techo. El sabor exquisito a gallopinto, nacatamal y quesillo flotando en el aire taparon el olor a madera quemada y me impulsó a ponerme en pie. Las lenguas de brasas que consumían mi espacio desaparecieron tras el paso a tropel de una frondosa enredadera y otras especies tropicales. Con el ensordecedor ruido de la combustión apagado, surgieron nítidos ecos de suaves olas golpeando barcazas y silbidos de aire que agitaban palmeras. Decidí acercarme al cartel y ver mejor. De golpe, los volcanes de Concepción y Maderas impusieron toda su presencia. Sujetando todavía el marco, introduje medio cuerpo pero con los ojos cerrados para acostumbrarme a la nueva luz. Los rayos amables del Sol me acariciaban la tez. La brisa marina transportaba aromas de coco y café. Cuando los abrí, tenía sin darme cuenta mis pies desnudos chapoteando en el agua templada de la playa. Ni rastro de ceniza, ni pelo ahumado. La desértica playa invitaba a un paseo sin fin, el límite se desvanecía en el horizonte. Sonreí. No sé cuándo es que me decidí a andar, pero sí sé, que ni si quiera miré atrás.

 

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