Fotografías: MuchiGrafía 

[Pellízquense si no se lo creen: la historia que van a leer suena a rock and roll y sucedió en Ibiza el pasado fin de semana. En la isla de las drogas, el lujo y el cemento vive gente que ama la cultura. La que tiene sabor natural, no esa que nos venden a diario envasada al vacío tras rociarla de aditivos y conservantes. El festival Sueños de Libertad es la viva muestra de la resistencia de la música independiente en la isla. Hay gente en Ibiza que prefiere el trabajo artesano del cancionista frente al plástico de los pinchadiscos. El escenario, un cine (Regio, en Sant Antoni de Portmany) que encadenó tres actuaciones para el recuerdo, aperitivo de un segundo día de conciertos al aire libre con bandas tan potentes como Fuel Fandango, Ángel Stanich, Arizona Baby, León Benavente o Quique González]. 

_V0B1546Carmen Boza se acerca al micrófono, dibuja la enésima mueca y anuncia que se marchará para dejar que la voz angelical de Zahara llene la sala de un cine que suena a gloria. Lo dice paladeando el adjetivo: “An-ge-li-cal”. Cuando alguien le suelta desde el patio de butacas que ella también canta como un ángel, Boza replica: “Yo no soy un ángel”. Y sonríe como diciéndose: “¿Y es que aún lo dudáis?” Ha estado una hora sobre las tablas, combatiendo la soledad del cantautor mientras zigzagueaba por las fronteras del country, el blues y el rock. Tomando un pellizco de cada uno de esos estilos se va formando el manojito de canciones de Boza. Te pueden golpear más o menos sus letras, irónicas y eróticas, o su voz de contralto, pero es casi imposible escapar al golpeo de su guitarra. Ella ya lo avisó. No es un ángel. Toca las seis cuerdas con la maldad de un diablillo que quiere bajar al infierno a lomos de un riff guitarrero.

A la energía evidente de esta andaluza la sucede la presunta fragilidad de Zahara. Que solo es presunta. Un ardid para engañar a quienes no conocen a la propietaria de una voz delicada cuando ha de cantar y rapidísima en las pausas que le ofrece la escaleta de su actuación. Entre tema y tema, muestra una dicción frenética que compraría cualquier aprendiz de monologuista. Cercana, Zahara le canta a ese frío que provoca que muchas de sus canciones quemen. Emotiva, nos recuerda que Antonio Vega es inmortal con una versión de Lucha de gigantes que revuelve las tripas de las 500 ánimas que se han congregado para escucharla. Divertida, esta ubetense que se atreve con el catalán se dará el lujo de cerrar su actuación bailando y cantando entre el público Caída libre, una letra que salta de un tren de cercanías que cruza La Mancha al Like a virgin de Madonna, que pasa de la silicona de Yola Berrocal a los ojos viciosos de los puretas que dan ambiente a una discoteca de Albacete. Un recorrido alucinógeno que flirtea con el surrealismo sin tropezar con él. Cualquiera que haya visto amanecer desde la pista de baile de alguno de los antros más cochambrosos de este pedazo de tierra llamado España puede confirmar que ese tema de Santa, el nuevo disco de Zahara, es realismo. Del mágico, del bueno.

Pero antes, turbadora, Zahara desfila por las cuerdas graves de su guitarra en Camino a L.A.. Es la cima de su actuación. “Bájame el pantalón, saca el hambre atroz, escúpeme en la pena. Me enseñaste una vez que el dolor es mejor si genera violencia” va recitando mientras se transforma en una Mia Wallace “peliblanca”. Media melena, camisa pálida (con rayas negras) y movimientos parecidos a los que nos regaló el personaje de Uma Thurman al son de Girl, you’ll be a woman soon, cuando le dio por esnifar heroína y al bueno de Vincent Vega (y su camello) no le quedó otra que hacerse el héroe por las calles de Los Ángeles para no perder el empleo y el cuello. Bajo la piel de Mia Wallace, la voz de Zahara crece. Sus pies amplifican el sonido jugando con la pedalera. Su guitarra suena seca dictándole a la lengua la última sentencia: “Pedirán perdón los que creen que merecen absolución”.

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El perfil grecorromano de Zahara deja paso a las patillas de Carlos Tarque. Tarque es algo más que el hombre que se cayó en la marmita del rock and roll. Tarque es un obrero de la metalúrgica donde se funden a alta temperatura las músicas que transportan las aguas del Mississippi desde hace un par de siglos. Tarque es ritmo y homenaje. Con esas dos premisas, la garganta quebrada de uno de los frontmen más carismáticos de la escena española puso de pie al escenario desde que la guitarra de Ricardo Ruipérez, su socio en esa empresa líder del rock ibérico llamada M-Clan, atacó Llamando a la tierra, la versión del Serenade de la Steve Miller’s Band.

La gira acústica de M-Clan es un petardo cargado de neutrones. Una vuelta a los orígenes, a ese 93 en el que unos chavales de Murcia a los que les gustaban las bandas de rock empezaron a fraguar el guión de su gran aventura, la que les ha llevado a entrar y salir de la dictadura del mainstream sin perder eso que los expertos en marketing llaman autenticidad y que, pese a que esté en venta en algunos escaparates y páginas web, es imposible de comprar. No hay nada más auténtico que salir a un escenario sin más pretensión que pasárselo bien. Estos conciertos acústicos de los murciélagos murcianos se han diseñado pensando en culos de mal asiento. Meterse en un teatro no significa enjaularse en un smoking. Desde el segundo tema en adelante, nadie volvió a sentarse pese a que Ruipérez y Tarque estuvieron sentados durante toda su actuación sin más ayuda que seis cuerdas metálicas, una pandereta, una armónica y un cajón. Aunque Tarque se permitió unos contoneos stonianos en algún momento, hicieron buena la máxima de que quien toca, no baila.

“¡Ricardo Ruipérez, guitarra rítmica!”, presenta Tarque a su compadre. Con Carlos Raya, esto sería el acabose, pienso. ¡Es el ritmo, estúpido!, contesta la música de los M-Clan que resisten de la formación original. Quien sabe cantar tiene un instrumento en las entrañas. De hacer los solos ya se ocupan las voces de Ruipérez y Tarque. Menos es más. Los dos socios aprovechan el aire de sus pulmones para montar una big band imaginaria a sus espaldas. El hueco de la batería ya se encarga de llenarlo Tarque. Los panderetazos elevan la temperatura de la sala y el cantante se desprende por este orden de sombrero, chaqueta y camisa. Alguien grita de júbilo aquí abajo al descubrir una camiseta de la Allman Brothers Band y las dos ratas voladoras le hincan los colmillos a ese homenaje del rock sureño que es Perdido en la ciudad. No en vano, lo grabaron en Memphis, Tennessee, allá por 1995, cuando Un buen momento, su disco debut. Es solo una de las muchas reverencias a los ídolos de cabecera del dúo que aparecen en un concierto potente y festivo, donde hay tiempo de incluir guiños a los temas más optimistas de señores de la música tan dispares como Kiko Veneno (Volando voy), Joan Manel Serrat (Fiesta) o Andrés Calamaro (Te quiero igual).

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Con M-Clan en escena los acordes mayores le comen la tostada a los menores. Miedo es la ventana que permiten abrirse a la melancolía para emocionar al respetable, que toma aliento tras cabalgar a lomos de Quédate a dormir y de palmear la melodía de Souvenir. Pero el concierto es un chute de optimismo y, tras la balada, una de las mejores que se han escrito en castellano y clave de rock, queda la traca final. Carolina pone el lazo a una actuación que el público entiende como un regalo. El gracias que reciben los artistas viene en formo de coro. Medio millar de voces que sustituyen a los violines con los que una vez Tarque y Ruipérez viajaron a Escocia para pedirle prestado a su primo Rob Stewart uno de sus grandes clásicos.

Cuando Maggie nos liberó, salimos del cine. Soñando con la libertad, habíamos pasado tres horas encadenados al rock and roll.

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