Será porque estoy releyendo el Quijote, pero últimamente creo que todo el mundo necesita escudero. Un escudero es aquel que siempre es más consciente que tú de una situación dada. Alguien que se anticipa, alguien que te aconseja, alguien que te protege. En el caso de los escritores esta necesidad es aún más acuciante.
Como de ellos se espera que sepan manejar el ingenio mejor que el resto de los mortales siempre acaban diciendo algo improcedente, y eso en el ecosistema de la juerga nocturna es como jugar a la ruleta rusa. De hecho, el paso del tiempo es inversamente proporcional a la tolerancia de los receptores de ese untoso ingenio cuya frescura es, a su vez, inversamente proporcional a la cantidad de alcohol en sangre del escritorzuelo en cuestión.
Cuando Hemingway vivía en París estaba deseoso de cazar un león. Quizás impresionado por ese arrojo juvenil, Joyce se dejó querer y así es como ambos literatos consiguieron lo que querían: Hemingway cazó a Joyce, que solía ser bastante displiciente con casi todos los escritores con los que se topaba, y Joyce, que en aquellos tiempos tenía la visión de un topo y la estructura muscular de un insecto palo, consiguió un compañero de fatigas lo suficientemente vigoroso, valiente y entregado como para acompañarle a los lugares non sanctos de aquella fiesta móvil. A Joyce le encantaba pasarse de listo y Hem no tenía problema en sacarle del apuro. “¡Suyo, Hemingway! Encárguese de él”, y el otro procedía con afán de solucionar a golpes lo que el escritor irlandés había enredado con palabras.
Ernest Hemingway, que se pasó la vida sobreviviendo a accidentes, sabía que encajar los golpes es fundamental para poder asestarlos. No era precisamente un profano en esto del boxeo. Además de batirse el cobre con otros escritores como el canadiense Morley Callaghan, había intentado enseñar a un torpón y descoordinado Ezra Pound, cuya facilidad para las artes copaba por entero su cupo de talentos disponibles. Pero, como escudero, el bueno de Hemingway no solo rendía en el plano pugilístico.
Nada más conocer a Scott Fitzgerald ambos decidieron embarcarse en un viaje hasta Lyon para recuperar un coche. Lo que Hemingway desconocía de aquel amable tipo de Minnesota es que era francamente inestable, un poco desequilibrado e hipocondríaco hasta la médula. El miedo a morir de una enfermedad pulmonar mezclado con la congoja que le producía separarse de su mujer Zelda hizo que Hem tuviera que ingeniárselas para dejar a Scott en un punto intermedio entre lo perturbado de su desasosiego y el éxtasis etílico (al que el autor de Suave es la noche era bastante propenso). Era tan buen escudero, este Hemingway, que incluso años más tarde se vio en la necesidad de convencer a Scott (previa contemplación) de la normalidad del calibre de sus partes pudendas y de que su aflicción era tan natural como la vida misma. Pero en esta cuestión mintió sin concesiones. Las aflicciones de Scott Fitzgerald acabaron con él, quemaron su talento y terminaron por destrozar una amistad (aquí es cuando se advierte que un escudero también es un amigo) que el escritor de Illinois nunca tuvo con el altivo Joyce, de quien tan solo dijo que había escrito un libro malditamente bueno.