Ignacio Aldecoa (1925-1969) inventó un perro que se llamaba Cartucho. Su dueño era Roque, un vendedor de melones viejo con los dientes “escalonados, desconcertados, como las casas del suburbio”. El relato apenas tiene cuatro páginas, pero uno puede asomarse en él al espíritu entero de la obra del vitoriano. En realidad, todos sus cuentos contienen el universo completo de su obra.
Un ejemplo: “Cartucho, como todos los perros sin raza, desmedrados, hambrientos, mutilados. Cartucho es el perro pelón del vagabundo, al que un buey dejó tuerto limpiamente con la punta de un cuerno en un camino, a trasmano de la carretera. Cartucho es el perro fantasmal de las estaciones de ferrocarril, derrengado de una pedrada, que disputa su comida, en las cajas de vagones arrumbados, a las ratas. Cartucho es el perro de los vertederos, diversión cruel de muchachos, aullador eterno del invierno. Cartucho fue el perro que las aguas del Manzanares ahogaron en un desbordamiento, bajo un puente”. El cuentista encontraba lo universal en la individualidad más singular. Un hombre mirado de cerca es todos los hombres.
Aldecoa es, probablemente, el mejor cuentista español del siglo XX. Murió joven, en el mediodía de su talento, como dijo Manuel Vicent. Hoy es un autor poco leído y muy admirado. Comprar sus libros, encontrarlos, resulta muy difícil. Empezó como poeta y eso se nota en sus narraciones. No sólo en el estilo trabajadísimo, de frases pulidas y ritmo, a veces, musical, sino también en la intención desentrañadora de cada historia.
El autor de El corazón y otros frutos amargos construyó toda su obra gracias a una capacidad natural (y luego cultivada) de observación. Aunque, para ser justos, habría que hablar de capacidad de impregnación: el realismo brutal de su obra no se quedaba en un ejercicio expositivo y sobrio. Él no consideraba que la realidad debía plasmarse con sobriedad porque, en el fondo, la realidad no es sobria, sino sensitiva, maravillada, sesgada. Aldecoa era capaz de captar la atmósfera vital de cada lugar, la épica de la gente más sencilla, sus miedos, sus frustraciones, su belleza. Su mirada permanecía completamente abierta, por eso cualquier ser humano podía ser personaje literario, protagonista. Muchos de sus cuentos hablan de los pobres y los abandonados.
Era un observador milimétrico. Encontraba el gesto que conseguía explicar el drama humano de toda una clase social, como en Seguir de pobres: “De la bota del pobre se bebe poco y con mucha precaución. Al pan del pobre no se le dan mordiscos; hay que partirlo en trozos con la navaja. El queso del pobre no se descorteza, se raspa”. Este fragmento contiene la postguerra y los años de franquismo de todos los campesinos de España.
Cuentan los que lo conocieron, como se ve en documental Aldecoa, la huida al paraíso, que era un rebelde sanguíneo. Siempre se posicionaba en contra de lo oficial y de las imposiciones culturales. La solemnidad le daba risa.
Si no contáramos con el testimonio de sus familiares y amigos, tendríamos que sacar conclusiones de su carácter a partir de las fotografías y nos podríamos permitir el lujo de crear un maldito, un personaje mitológico: la seriedad de un insomne, las muchas arrugas en esa frente amenazada e invadida por la línea del cuero cabelludo; unos ojos de melancolía y amargura; las cejas caóticas como eses tumbadas que sólo permitirían una forma de risa dolorida y esforzada… Sin embargo, afortunadamente, sabemos que era un hombre risueño que bebía en barras de zinc, que tragaba el vino en vaso de chato con prisas y contundencia. Sabemos que su sentido del humor le daba un carisma que seducía y enganchaba. Su casa se llenaba de escritores, artistas, toreros que, a veces, salían a gatas, arrastrando la borrachera.
Y sabemos, sobre todo, que vivía, caminaba, se implicaba, que hablaba con los viejos y que buscaba el paraíso con devoción infantil. Recuerda su hija que se hundía habitualmente en mapas y calculaba las distancias del planeta y decía, a medio camino entre la convicción y el deseo: “El paraíso tiene que estar muy lejos”.
Perteneció a la generación (poco reivindicada) del neorrealismo de los años 50, junto a plumas como Sánchez Ferlosio o Martín Gaite. Tenía el ojo y las hambres de un cronista, de un periodista narrativo. Para escribir su novela de pescadores Gran Sol, se enroló durante un verano (1955) con los marineros de los navíos Puente Viesgo y Puente Nansa. La novela obtuvo el Premio de la Crítica. El texto es una crónica poética y barroca nacida del método de participación que sería adoptado por el Nuevo Periodismo.
La escritura de Ignacio Aldecoa era barroca. Esa palabra que ahora se utiliza como insulto (quizás de ahí derive el escaso impacto comercial de su obra). Sus cuentos brillan porque la realidad brilla, y él, ante todo, era fiel a la verdad. Dentro de cada imagen, de cada escena, trataba de encontrar ese paraíso que lo obsesionaba. Le atraían, sobre todo, los oficios físicos: el campo, el mar, el boxeo, el toreo. Pero no buscaba la exaltación de la virilidad como, en ocasiones, puede ocurrir en Hemingway, más bien, Aldecoa parecía pensar que merecía la pena jugarse la vida, que había más poesía en el sudor que en las pieles perfumadas.
Por alguna razón, Aldecoa buscaba su paraíso en la melancolía, la tristeza, el sufrimiento y en la fuerza para resistirlos. El paraíso eran pequeños brotes de alegría en medio de lo miserable. Roque, el melonero, le daba de beber a Cartucho aguardiente en la cuenca de su mano cada mañana en la taberna. Así se calmaban el frío. A Roque le quedaba sólo un día de vender melones, luego buscaría otra cosa, trabajaría de guardia de obra o algo así. Ya se vería. Era la última jornada y eso lo hacía feliz. Esa mañana, cuando Cartucho bebió de su mano, él sonrió mucho y dijo en alto: “No podría vivir sin él”. El camarero no le hizo ningún caso, pero daba igual. Minutos después, un coche arrolló a Cartucho y lo mató. Roque lloraba sin consuelo. El paraíso era eso, una perla en mitad de la desgracia, y Aldecoa siempre la encontraba.