Este fin de semana, el viernes, hizo catorce años del ataque terrorista a Nueva York y el Pentágono. Catorce años. Tres mil personas murieron mientras yo jugaba en el patio, asándome como un pollo, y en mi salita, el estremecimiento del mundo obligó a mis padres a cambiar el programa de Agustín Bravo en Canal Sur por el Telediario de La 1. Yo regresé y los vi congregados frente a Urdaci, cuyo recuerdo se me figura ahora tan igual al de esos presentadores de informativos que en cada película sobre el fin del mundo aparecen anunciando el Apocalipsis. Verdaderamente, aquel día se sintió el Apocalipsis, y en las imágenes que iban pasando, al irse aclarando la autoría del asunto, veíanse muecines llamando al jolgorio desde las mezquitas de Gaza o por ahí, pero de seguro que lo que se oía era a San Juan destapando los sellos. No se me va de la cabeza la imagen de los chiquillos palestinos, o egipcios, o libaneses, o saudíes, festejando por las calles la hecatombe de América, y ahora comprendo qué significaba todo aquello.

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Cuando el 29 de mayo de 1453, los turcos otomanos entraron por fin en Constantinopla, se dice que lo hicieron por la Kerkaporta. Era un portillo que alguien había dejado abierta en la mañana del asalto final, en la muralla noroeste de la última ciudad romana del mundo, y los jenízaros de Mehmet II encontraron así la grieta que les permitió derrumbar la resistencia de Constantino XI. Lo demás es Historia. Europa cambió, tanto que a partir de entonces, de ese día, los estudiosos contemporáneos comenzaron a hablar de Edad Moderna en lugar de Edad Media. El 11 de septiembre del año 2001 el World Trade Center de Manhattan se convirtió en una moderna Kerkaporta. Nosotros la habíamos dejado abierta. Por ella entraron en nuestras vidas los fantasmas que han cambiado el mundo: el extremismo religioso, las fuerzas teocráticas que pretenden construir el Califato universal, y el terrorismo internacional de corte religioso como mecanismo no sólo de acción criminal sino, en un sentido más amplio y pragmático, de negociación política y de intervención en el curso de la vida de los Estados y de las sociedades.

Finiquitada la Guerra Fría, el 11-S abrió un escenario novedoso en donde la fuerza de los Estados-nación puede ser amenazada vivamente por pequeños comandos de acción aislada que transforman el miedo masivo en un elemento de desestabilización global. Han caído regímenes autoritarios, dictaduras deleznables pero cuya laicidad y control efectivo de las fronteras aseguraba a Occidente una calma relativa en sus fronteras del sur y del Este. En el norte de África, incluso en el África ecuatorial, y en el Medio Oriente y hasta las mismas puertas caucásicas de Rusia, el yihadismo suní opera como un protagonista insoslayable de la realidad. La correlación global de fuerzas ha cambiado, y Estados Unidos se ha desgastado en dos guerras estériles en Iraq y Afganistán que han limitado su poder de fuego real. En cambio, la desestructuración del Mundo Árabe “laico” ha propiciado la entrada en juego de Rusia, la militarista, imperialista y profundamente conservadora Rusia de Putin, que a la manera de la vieja Rusia de los Zares del XIX, pretende influir en el devenir de Europa jugando ladinamente sus cartas en su patio trasero: Ucrania, Chechenia, el Cáucaso, Siria, el Mediterráneo oriental en suma. Irán, quién iba a decirlo, es ahora un agente doble, puesto que dada la naturaleza de las cosas de hoy, puede ser el muro de contención occidental que ayude a frenar la expansión bárbara de las fuerzas de la teocracia radical islámica: en catorce años, en esos catorce años que han pasado desde que unos kamikazes saudíes reventaran las Torres Gemelas y mataran a más de tres mil personas, el fanatismo islamista ha cobrado entidad de pseudo-Estado, pasando de ser la Al-Qaeda y organizaciones clandestinas adláteres a una estructura militar, política y social establecida públicamente que domina tanto la guerra unicelular de infiltración en la vida interna de Europa, como la guerra clásica de conquista y ocupación de enormes extensiones de territorio.

Y mientras, el fin del mundo de Fukuyama quedó triturado bajo los cascotes de las torres de Nueva York. La libertad individual y civil sufrió, y sigue sufriendo, costosos retrocesos en favor de la seguridad controlada por Estados cada vez más asustados ante una amenaza fantasma que puede materializarse en cualquier momento, en cualquier lugar, y la ideología que marcó la lucha entre los hombres libres y los totalitarios, en el siglo XX, es agua pasada. Ahora la guerra es entre los hombres libres y, de nuevo, el Dios barbudo que nos apunta con el kalashnikov; pero como en los años 30, el ejército de la libertad no es un homogéneo colectivo de intereses comunes, y el enemigo ya no está sólo enfrente, sino que vuelve, otra vez, a estar en nuestras filas. La Kerkoporta abrió la laguna mediterránea al Sultán de Estambul, quien pudo meter sus galeras casi hasta Cádiz. Durante varios siglos, el Apocalipsis continuó siendo una amenaza cada vez más relativa. Ahora tenemos la Ley, el Derecho y los drones; pero, como antes, también nos dominan los sentimientos (que ha adquirido la copulativa denominación moderna de “política emocional”, que todo lo embarga), la irracionalidad –los nacionalismos redivivos– y el miedo. Lo que también ha cambiado es que ahora es Juan y Medio, y no Agustín Bravo, el que se encarga de seguir buscando novias a los abuelos de Andalucía. El cambio nunca es instantáneo.

Fotografía: Wiki Commons

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