Ilustración: Seisdedos
«Hay mucho hijoputa que está callao porque es pobre». Lo escuché al vuelo hace años, en un bar de Sevilla. Una frase que obliga a reflexionar sobre ella, nos guste o no. Uno calla porque es pobre: es obvio. Una vez que acaban los discursos sobre la Democracia y el Estado de Derecho, es el dinero lo que otorga la palabra. Cuanto más tienes, más alta se escucha tu voz. Uno calla, o le hacen callar, porque es pobre. De acuerdo, pero, ¿por qué habría de ser además un hijoputa?
Sevilla evoca muchas cosas, pero Esparta solamente una: la defensa del paso de las Termópilas por parte del rey Leónidas y trescientos guerreros espartanos. El episodio, referido por Heródoto, fue popularizado a finales de los noventa por 300, un célebre y celebrado cómic de Frank Miller. En él se basó el film -más bien un videoclip- del mismo título, firmado en 2006 por el director Zack Snyder, con un fuerte impacto sobre el imaginario colectivo.
Más allá de su interés visual, el discurso ideológico de 300 en sus dos versiones es puramente neonazi: exalta el machismo, la jerarquía y el culto al líder, desliza burdas sugestiones racistas y eugenésicas, y ridiculiza cualquier oficio que no sea el de las armas, idealizando el exacerbado militarismo de la aristocracia espartana. Nada dice, sin embargo, de otros aspectos menos conocidos de la vida de Esparta. Por ejemplo, la institución de la krypteia: cada año, los espartanos declaraban formalmente la guerra a los ilotas, que eran los siervos que cultivaban la tierra para ellos. De este modo, se podía asesinar impunemente a cualquier ilota, considerado enemigo de guerra. De noche, los jóvenes aristócratas espartanos salían al campo armados con puñales, asesinando a cuantos ilotas les fuera posible, sin distinción de hombres o mujeres, niños o adultos. En esta sangrienta tradición se daban cita el rito iniciático, el entrenamiento militar y la más brutal intimidación contra las clases subalternas de Esparta.
Así que ya sabemos cómo se acostumbraron a la sangre Leónidas y los 300 héroes. Hay que reconocerles al menos un mérito, y es haber tenido la coherencia de hacerse matar en defensa del sistema de explotación del cual eran beneficiarios. Andando los siglos, sus sucesores encontraron que era más práctico que los hijoputas de los pobres se mataran entre sí defendiendo sus propias cadenas. Pero ésa es otra historia.
Lo cierto es que el ejercicio de la violencia contra los pobres y desposeídos es una antiquísima tradición, siempre renovada bajo nuevas y originales formas. Krypteia, Ku Klux Klan o pandilla neonazi fascinada por 300. Toda la gente obligada a dormir en la calle -y cada vez hay más- sabe de las incursiones nocturnas de grupos de agresores dispuestos a humillar al sin techo, propinarle una paliza o quemarlo vivo. En las contadas ocasiones en que estos atacantes son denunciados, detenidos y juzgados, estalla la sorpresa de los biempensantes al constatar que invariablemente proceden de familias estructuradas de clase media o alta.
«Hay mucho hijoputa que está callao porque es pobre». Digamos que el odio más fuerte e irreconciliable es el odio de los ricos contra los pobres. La Historia está llena de ejemplos en que este odio se desborda en una violencia atroz, en particular cuando los pobres intentan rebelarse contra su condición. Bajo el piadoso nombre de liberalismo, el odio al pobre ha llegado a ser la ideología dominante de nuestros tiempos. Ello explica fácilmente las declaraciones habituales de destacados representantes de la patronal, la aristocracia o la política, amén de algunos periodistas e intelectuales que viven de reírles las gracias. El célebre «¡que se jodan!» de Andrea Fabra referido a los parados, no es más que la punta del iceberg discursivo de las clases dominantes.
Esas decisiones que toman banqueros y financieros, y que luego firman obedientemente los políticos, no están motivadas por ninguna fatalidad. No son producto del inevitable curso económico de las cosas, de ninguna dolorosa necesidad de hacer ningún sacrificio para salir de ninguna crisis. A menudo ni siquiera están guiadas por la codicia sino, lisa y llanamente, por un irreductible odio de clase. El mismo odio que permite a un niño pijo apalear o quemar vivo a un indigente, y sentirse por ello un héroe, un espartano, un Leónidas. Cosas de la ideología.