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No sabemos cómo era el escritorio sobre el que Akiyuki Nosaka decidió asesinarse a sí mismo mientras escribía el final de La tumba de las luciérnagas. Se calcula que el golpe de gracia ocurriría algo antes de 1968. Los muebles de Japón en los sesenta debían de diferenciarse bastante de los europeos; de modo que por ese camino no conseguiremos imaginar la escena con exactitud. En cambio, sí podemos asegurar el olor del ambiente. Al menos, el que percibía el escritor.

La atmósfera de la calle entraba y se asentaba sobre la página, ya fuera porque había una ventana cerca o porque él había recalado en algún local o en algún parque. Seguramente, Nosaka percibía un olor de verduras fritas o captaba el almidón del arroz cocido que regaba el aire. Quienes han pasado hambre viven eternamente con los sentidos preparados para captar moléculas alimenticias. Quizás le rugían las tripas en ese momento porque Seita, su alter ego en la novela, se estaba muriendo de inanición.

Aquel momento, a la vista, no tuvo nada especial. Un hombre miraba una hoja y escribía. Sin más. Es imposible que note nuestros ojos sobre él o nuestros intentos de dorar la imagen, de insertarle ecos y emanaciones de posteridad. Ahora, teniéndolo ahí delante, en 1968, pero ahí delante, al alcance de la mano, nos permitimos el lujo de inventar el paisaje que lo rodea, de componer un atrezzo reconocible que nos permita colarnos en una de las historias más tristes del siglo XX y sentirla como si fuera propia. Lo que está a punto de escribir, la muerte de Seita, su propia muerte, es la mayor mentira del libro. El resto está muy cerca de la verdad.

Él sigue, ahí, escribiendo, aproximándose al final y nosotros, jugando a ser Dios, vemos cómo, de repente, se desarrolla toda la historia delante de él en una reproducción fantasmagórica. Es la historia de su vida, que por poco no coincide exactamente con la que luego veríamos en la novela y en la película La tumba de las luciérnagas. Recién nacido, en 1930, tenía los ojos demasiado tiernos como para percatarse de que su madre acababa de morir como consecuencia del parto. Habitaban en la ciudad de Kamakura, en la prefectura de Kanagawa. Su padre lo dio en adopción a una familia de Kobe. Aquella región recibió toneladas de bombas durante la Segunda Guerra Mundial.

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Él mantiene la cabeza agachada, escribiendo, pero nosotros vemos nítidamente cómo pasan escuadrones de aviones americanos vomitando sus artefactos incendiaros, cómo Akiyuki pierde de vista a su madre adoptiva y huye, contemplamos cómo la ciudad arde, cómo se esfuman los aviones, cómo horas después, entre los escombros, aparece su madre abrasada sin posibilidad de sobrevivir. Después, cuando le comunican la muerte, las imágenes reales se nos mezclan con las de la película. Su hermana pequeña, Setsuko, sospecha la tragedia y llora. Él, en vez de decírselo, acomete una actuación digna de Roberto Benigni: va corriendo y se agarra a un listón horizontal, mira, hermana, soy el mejor, y empieza a dar vueltas acrobáticas, a gastar energías, ingenuamente, intentando convencerla de que la vida sigue siendo un juego de niños. Los dos hermanos tratan de sobrevivir, acuden a casa de una familiar que les roba comida, les exige dinero y los trata con crueldad. Se convierten en vagabundos. Setsuko acaba muriendo con el estómago seco. Akiyuki carga con ella y la lleva a un crematorio.

a-japanese-boy-standing-at-attention-after-having-brought-his-dead-younger-brother-to-a-cremation-pyre-1945Es fácil imaginar al novelista sobre la página recordando ese momento, renovando la tristeza de aquella muerte y también la culpabilidad que le empuja a castigar a Seita en la novela, dejándolo morir, lleno de huesos, en una estación inmunda. Hay una foto demoledora de Joe O’Donnell (sargento de infantería de la Marina de EE UU) tomada en Nagasaki en 1945. Aparecía un niño erguidísimo, cuadrado como un militar descalzo y sin remiendos en la ropa. A la espalda cargaba su hermana (o a su hermano, no se identificó el sexo), anudada con las tiras de tela que usaban en Japón para transportar a las criaturas. En aquellos días, el fotógrafo solía ver chiquillos jugando con sus hermanos pequeños por la calle, pero había algo distinto en estos dos. La niña tenía la cabeza caída, vencida por la gravedad y el sueño. Unos hombres con máscaras blancas se aproximaron y, sin mediar palabra, desliaron las cuerdas que servían de asiento a la pequeña. Estaba muerta, igual que Setsuko. Sujetaron el cuerpecillo por los pies y las manos y lo depositaron en el fuego. O’Donnell contó que el niño se quedó rígido mientras observaba las llamas: “Se estaba mordiendo el labio inferior con tanta fuerza que brillaba la sangre. La llama ardía bajo el sol. El chico se dio la vuelta y caminó silenciosamente lejos”.

Nosaka hizo un camino semejante. En algún momento tuvo que girar sobre sí mismo y alejarse del lugar donde quedaba para siempre el cuerpo de su hermana. No mirar atrás, fingir ser un adulto. Caminar.

Con los años Akiyuki Nosaka ingresó en la Universidad de Waseda. Ahora, sobre 1968, no dejamos de mirar cómo le da vueltas a un par de frases o tacha alguna palabra; está remoloneando para no llegar al final de la historia. Ya tiene un libro publicado, Los pornógrafos, que le ha dado una visibilidad importante. Ya es escritor. Ha encarrilado su vida. Ha sobrevivido. Por eso, ahora, tragando nostalgia, imagina que si hubiera muerto todo sería más bello. Se habría encontrado con Setsuko de nuevo, habrían quedado atascados en un bucle de tiempo, jugando los ratos en que el dolor de cuerpo le diera un respiro y, sobre todo, pasando hambre juntos durante toda la eternidad.

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