Los humanos somos seres muy territoriales, reconozcámoslo. No hace falta que levantemos la pata y echemos pis en una esquina para sentir que algo es nuestro nada más pisarlo. Hemos evolucionado en muchos aspectos pero en este sentido seguimos repitiendo un instinto muy primitivo: ocupar, asentarse, delimitar y defender para que otros no ocupen, se asienten y delimiten. La única diferencia con las maneras que usábamos en el Cromagnon es que en lugar de darnos garrotazos, ahora tenemos leyes, tratados, convenciones, constituciones y demás para hacerlo todo más elegante a la hora de decir ‘esto es mío’.

En un día muy aburrido, me puse a contar países y llegué a los 195 estados soberanos reconocidos por las Naciones Unidas ó 243 sumando dependencias coloniales y territorios semiautónomos. Sin embargo, además de todas estas tierras y cascotes, con sus embajadores y mandamases, descubrí con confusión la existencia paralela de más de 90 autoproclamadas naciones-estado por todo el planeta. Me rasqué la cabeza, a estas alturas del segundo milenio ya no quedaba un centímetro cuadrado nuevo sobre la Tierra para inaugurar países. Indagué más y me llevé la segunda sorpresa al constatar que muchas de estas micronaciones no tenían reconocimiento internacional alguno porque casi todas no cumplían con los requisitos del Derecho Internacional Público (DIP) para constituir un nuevo Estado: una población permanente, un territorio determinado, un gobierno y una capacidad de crear relaciones con los demás Estados. A pesar de ello, todas poseían aunque no tuvieran validez legal alguna, bandera propia, himno, gobierno, historia, cultura y lengua (?), moneda, sellos, pasaporte, monarquía, etc. Es decir, existen por el mundo una suerte de territorios al estilo de la República Independiente de tu Casa de Ikea que conseguían, para mi asombro, navegar sinuosamente entre los artículos del DIP sin que nada o poco pudiera hacer contra estos espectros internacionales.

La más conocida históricamente fue la Isla de Elba que se convirtió en un principado personal de Napoleón Bonaparte cuando éste quedó allí exiliado forzosamente en 1814. Sus enemigos le permitieron durante el año que duró su encierro regir la isla del Tirreno a su antojo. También el autollamado Principado de Seborga fue otro microestado fruto de la astucia de su familia ‘regia’ que vio su oportunidad tras una mala delimitación fronteriza entre Italia y Francia en el siglo XIX para establecer un principado ilegal que hoy cuenta con Casa Real, nacionalidad y moneda propia aun estando en territorio italiano.

Más romántico y con sabor pirata fue la monarquía de escritores que rigió el Reino de Redonda. Cuenta la leyenda que el título de Rey de esta isla del Mar del Caribe fue un regalo de la Reina Victoria de Inglaterra a su escritor favorito Matthew Phipps Shiell bajo la única condición de que nunca se opusiera a los intereses británicos. El título siguió pasándose de escritor a escritor durante décadas pero finalmente, y pese al negocio del turismo, la venta de sellos y monedas, la isla entro en una bancarrota fulminante y su último rey, harto de problemas, abdicó en favor de Antigua y Barbuda.

Sin embargo, no todos estas micronaciones han nacido envueltos en la aureola del mito y el amable ideal del ‘País de Nunca Jamás’. Algunas han ocasionados serios problemas internacionales. Hablamos del célebre Principado de Sealand fundado en una simple plataforma petrolífera levantada sobre el Mar del Norte a 100 km de distancia del Reino Unido y famosa por intentar crear impunemente una red de blanqueo de dinero, tráfico de armas, emisión ilegal de pasaportes (en las que estuvo involucrada una empresa española) y el secuestro bajo rescate de un ciudadano alemán-‘silandés’ acusado de traición a Sealand. Como curiosidad, cuenta con un atleta oficial, un equipo de fútbol y por un módico precio te hacen Conde, Marqués, rey de los mares o lo que tú quieras.

Otra conflictiva república fantasma fue la de Minerva que existió antes de que existiera. En 1972 un grupo inversor estadounidense quiso crear una micronación construyendo una isla artificial en la Polinesia. Su objetivo era construir un paraíso fiscal pero finalmente fue ocupada y anexionada por el reino de Tonga.

Algunas de estas fábulas tienen mejor suerte, como el Principado de Hutt River. Situado en la costa oeste de Australia, cuenta con una extensión de 75 km2 y 18.000 habitantes censados, aunque sólo 30 permanentes, y supone un gran quebradero de cabeza para el Gobierno australiano. Su fundador, Leonard G. Casley, se aprovechó de una ley vigente de la época colonial británica que permitía la secesión de Australia y de otra por la que ningún monarca podría ser enjuiciado. Inmediatamente se autoproclamó Príncipe Leonardo I. Aunque parezca increíble, todavía hoy en día el Gobierno de Australia no ha hallado la manera legal de suprimir este falso Principado y por tanto cuentan con exención de impuestos porque sus habitantes son catalogados como no-residentes. De traca.

Le siguen en la lista muchas otras como la República de Molossia, en EEUU, que se vanagloria de haber sido el primer país en reconocer la independencia de Kosovo; otras interplanetarias como el Imperio de Aerica; más ambiciosa fue la República de Celestia que reclamaba todo el espacio exterior; el estado soberano de Forvik con claros intereses petroleros en el norte de Escocia; Londres albergó la micronación de Frestonia; Principado da Pontinha; Talossa; Vikesland… y muchísimas más.

Lo que sí coinciden todas es que intentan legalizar la falsedad de su invento para hacer más real su vodevil. Esta afirmación me hizo caer en la similitud con la obsesión de muchas regiones más preocupadas por el pseudo-drama de sus identidades que las necesidades de sus ciudadanos. Algunas por el mero hecho de querer ser lo que nunca fueron construyen un imaginario colectivo de gloriosos pasados e Historia digna de ser reescrita por Homero. Intentan legitimar su esperpento redefiniendo un territorio, apropiándose de una lengua y cultura, y prometiendo un futuro mesiánico sin caer en la cuenta de que repiten el mismo comportamiento de estas micronaciones que les da lo mismo si nacen sobre una piedra, si sus monedas son de cartón o sus soldados de plomo, porque para ellas lo primero es crear ‘país’ y el resto, ya se verá.

 

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