Fotografías: Ismael Llopis (Momo-Mag)

Ilustración cortesía de Miguel Noguera y Blackie Books

Miguel Noguera (Las Palmas, 1979) es dibujante, escritor y performer, residente en Barcelona. Considerado por muchos como uno de los artistas españoles más interesantes de la actualidad, Miguel es un personaje difícil de clasificar. Sería un error intentarlo. Su obra habla por sí sola; hace años que desarrolla creaciones que utilizan el escenario y los libros de textos y dibujos como vehículos de expresión. Sus ideas suelen ir aparejadas a títulos muy intrigantes: Hervir un osoUltraviolenciaSer madre hoyMejor que vivir y La vieja tigresa o el erotismo en la senectud (todos publicados con la editorial Blackie Books). Como performer, lleva muchos años presentando el Ultrashow, espectáculo licuadora donde lanza sus mensajes delirantes con un ritmo frenético que enloquece al público. Sus formas, sin embargo, no son pretenciosas. Noguera tiene una habilidad casi diabólica para mezclar simultáneamente lo manual con lo espiritual. Su humor es ácido, tanto que a veces provoca a la audiencia viajes lisérgicos. Pero también el canario hace reír al respetable sacándole punta a la simplicidad de las cosas, con una mirada (casi) inocente. Sensible a la vez a ciertos patrones de comportamiento, objetos variados y observaciones tan analíticas cuanto alucinantes, nada escapa a su mirada.

En un café de Les Corts, barrio de Barcelona, conversamos sobre su proceso creativo. Eso sí, Miguel Noguera es de los que se moja cuando se le pregunta: no quedaron fuera de la charla temas como la independencia catalana, el palo para hacerse selfies y otras cuestiones relacionadas con la vida contemporánea.

–Sueles usar la palabra ‘idea’ para referirte a tus creaciones. ¿Qué es una idea?

–La palabra ‘idea’ no la empezé a usar yo. Yo anotaba cosas y las llamaba ‘apuntes’. A la hora de explicar esos apuntes comenzaba diciendo “la idea de…”. De ahí que la gente empezara a llamar ‘ideas’ a esas anotaciones que yo explicaba en público. ‘Idea’ no es un término muy riguroso, porque una idea tiene que ser algo más que lo que yo explico, que en realidad son más bien observaciones, ocurrencias, pensamientos, descripciones de detalles, cosas paradójicas, o formas curiosas que me gustan. En realidad no es que haya una definición para lo que yo hago; en el fondo es extraer un determinado tipo de acontecimiento de mi entorno, algo que ocurre, que veo en una fotografía, algo que escucho. Y tal como lo he extraído, lo expongo en el espectáculo, hablando; o hago un dibujo y lo explico con un texto. No es fruto de una elaboración intelectual, sino que es algo que he observado y que se puede decir que me lo encontrado dentro de la cabeza. Mirar es un hábito que llevo durante años fomentando, por eso anoto constantemente esas pequeñas cosas.

–Vas a la busca de curiosidades, entonces.

–No es que yo las vaya buscando. Es decir, sí que las voy buscando, porque estoy abierto a ello, pero no hay una voluntad activa de ponerme a mirar en derredor para encontrar ideas. Nunca ocurre así, siempre es accidental. Las ideas aparecen de repente.

–Tu trabajo parece hablar de la época en que vivimos. ¿Qué época es esta?

–¿Qué época? No sé. La relación que veo entre mis creaciones y la época en la que vivimos es la cuestión del fragmento. Creo que lo mío se entiende mejor porque en internet se ha dado una forma de enunciar en que una partícula mínima ya puede generar una obra. Uno puede dedicarse a hacer tuits, memes o montajes fotográficos y sentirse respaldado anímicamente como creador, como persona particular. Es lógico que en mis creaciones haya cosas que apunten al teléfono móvil o a internet. Me gusta buscar imágenes por internet. En las redes sociales, sin querer, uno acaba pasando un tiempo diario y siguiendo links. De repente, uno se acuerda de un personaje famoso o de alguna obra cultural y lo busca en la Wikipedia. Hay algunas cosas en mis libros que vienen de ese comportamiento.

–¿Cómo concebiste el Ultrashow?

–Fue la propuesta de un amigo que me dijo si quería leer en público unos textos que yo había escrito. No se concibió como un modo de vida, ni siquiera como un espectáculo. Supongo que mi amigo intuyó que me gustaría, o que me iría bien, porque yo estaba deprimido, no sabía muy bien qué hacer con mis ideas, no les veía salida. Entonces él me propuso ese formato. Además, conocía a una persona que tenía una tetería que organizaba lecturas por las tardes. Así comenzó todo, fue derivando en un concepto más complejo, lo fui repitiendo periódicamente y ha terminado, después de diez años, llegando a ser el Ultrashow. Al principio, ni siquiera era algo humorístico, era más bien una especie de performance o de lectura de textos. Una gamberrada.

–¿Cómo te preparas para una actuación?

–El mismo día de la actuación reviso el powerpoint; a veces hago una introducción nueva o cambio un dibujo. Lo mismo hago con las anotaciones de esa semana, miro cuales pueden entrar en el guión: suelen ser dos o tres ideas. Y el resto del Ultrashow no se suele tocar. Sin embargo, hay veces que cambio muchas más cosas; de repente, hay una semana que lo cambio todo. En el teatro la preparación no tiene mucha historia. Si que tengo ese momento de calentar la voz y dar cuatro saltos, pero no hago nada anormal. No hay un ensayo previo, no le doy mucha bola al espectáculo durante la semana, no pienso en absoluto en el Ultrashow hasta que llega el día de la actuación. En todo caso, las cosas que pueden cambiarse [de repente un niño empieza a gritar en la cafetería]… ¡Hostia, le están haciendo tragar un café muy caliente al niño! ¡Un café muy caliente! [Risas]. Que nada, el día que actúo me dedico a escribir mis libros antes de ir al teatro.

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–Te vi hace unos días en el Teatro Goya y pude notar la fuerza de tu carisma. Al entrar en escena, antes de que hicieras algo, el público ya se reía. ¿Cómo se logra esa complicidad con el espectador? 

–La gente se ríe porque me conoce, no porque tenga carisma. Es decir, si ese fuera un público que no me conociera, no se hubiera reído en absoluto. El carisma es algo construido, algo de lo que el público proyecta sobre mí, no es que yo sea especialmente un gran actor. Ni soy un gran orador ni tengo ningún atributo que pueda definirme como carismático. Quizás ya tenga una cierta práctica, porque lo he interpretado durante años una vez a la semana. Si el Ultrashow tiene cierto encanto es gracias a que el público hace que yo me sienta confiado y acogido. De hecho, para mí sería un reto conseguir actuar sin ver ni oír al público. Siempre está la fantasía de actuar con tapones en los oídos, sin feedback. Ser capaz de entusiasmarme igualmente con lo que digo y no depender de qué recepción tenga. No sé si llegaré a hacer eso alguna vez, igual lo experimento. Se basa mucho en un estado de ánimo, en estar excitado y confiado, en jugar. Y todo eso se sostiene sobre la aceptación del público. Si no se logra esa compenetración con el espectador, hay que echar mano de momentos en los que uno estuvo excitado, fingirlos. Mi discurso no está muy hilado, se basa mucho en el ímpetu del momento.

–En algunos instantes tuve la impresión de estar bajo una sesión de hipnosis ¿experimentas alguna especie de trance durante las actuaciones?

–No, puedo decir que estoy concentrado, porque necesito estarlo, y que invierto energía en ello. Sí, me veo obligado a ser muy vehemente, pero no entro en… no sé qué estado mental debe ser ese. Intento estar muy presente y hablar de un modo muy claro, que haya mucha intención, comunicarlo de un modo contundente. Eso sí que ocurre, pero no creo que llegue a un estado de trance.

–Lo de entrar en trance te lo decía un poco de broma, pero sí que he notado que hay momentos de alteración de la conciencia. 

–Eso es algo que ha ido incorporándose; es parte de la costumbre de hablar solo, sin pausas y durante una hora, delante de un público. Y teniendo que mantener a ese público entretenido para que la cosa no decaiga, o que uno mismo no se aburra de lo que dice. Entonces te ves obligado a variar la energía, la intención, y a entusiasmarte con todo lo que tienes que explicar. Esa variedad de ritmos la ha ido adquiriendo el Ultrashow porque, al principio, tenía ganas de gritar todo el rato y siempre empezaba igual, era todo más mecánico. La actuación no se maquina fríamente desde fuera. No hay una dirección, se basa en la espontaneidad del discurso y en el hábito de hacerlo. Ese método me gusta porque creo que hay un crecimiento natural. Me interesa más ese tipo de evolución que estar asociado al monologuismo o al lenguaje teatral. Claro, a mí se me podría dirigir y hacer de mi espectáculo algo mucho más variado, una obra mucho más bella y preparada. Pero no me interesa. Ya sé que podría gesticular más, podría moverme más, podría generar ambientes, se podría jugar con las luces. Pero yo estoy más cerca del orador que sale a hablar delante de una audiencia que del actor de teatro que se sube al escenario.

–Hay quien dice estamos saturados de imágenes. En muchos casos, tu trabajo parte de una observación minuciosa sobre imágenes diversas. ¿Cómo mantienes la mirada viva?

–No es cuestión de tener la mirada viva porque no tiene que ver con un esfuerzo en ser minucioso a la hora de observar, para nada. Mirar es algo que hace todo el mundo. En el arte multimedia existe el término Glitch Art, que son imágenes hechas a partir de errores informáticos, encabalgamiento de imágenes, pixelados involuntarios y accidentales. Esas imágenes han existido siempre, en video ya existían. Es una forma de ver a través del cliché, fijarse en qué transmite una imagen cuando está desvinculada de lo que ella pretende ser para el espectador. Simplemente, por tedio o porque uno está cansado de ver ciertas imágenes, tiende a reinterpretarlas a partir de algunos detalles. Yo creo que la mayoría de gente lo hace involuntariamente. Para mí es importante. Através de esa mirada se vehiculan unos afectos y unos gustos formales que en el fondo son bastante clásicos. No es que esté todo el día buscando fotos banales sino que busco los giros que le den algo especial. De hecho, me interesa que el referente sea cuanto más seco o gris mejor. Incluso, cuanto menos ingenioso o vistoso sea el giro, mejor. El tema es que a mí me ponga o me excite. No es que yo busque la vuelta, sino que en el fondo hay determinadas cosas, superficies o calidades de objetos que me atraen.

–¿Haces selfies? 

–No, nunca he llegado a utilizar ese tipo de fotografía en su formato, digamos, estándar; es decir, mostrar en Facebook o Instagram, escenas de tu vida a tu círculo de amistades. En Facebook tuve un perfil que pasó a ser página y lo uso solo para publicitar el show e informar. No tengo esa inclinación de exhibir mi vida privada.

–¿Qué te parece el palo de selfie? 

–Hombre, yo creo que es un elemento de la época en la que vivimos. El palo de selfie nunca lo usaré pero tampoco lo voy a juzgar. Es muy fácil cebarse con el palo y decir: “Mira, adonde hemos llegado”. Cualquier persona puede ponerse en la piel de un viejo reaccionario que vea todo el mundo ensimismado con las pantallas de móvil. De ahí surge la crítica, lo que han conseguido las grandes empresas, ¿no? Nuestro consumo va por ahí, es el “viven como ciborgs” y todo ese rollo. Lo puedes leer así, pero yo creo que es una cuestión material, tecnológica y que uno puede hacer una crítica política de ese entramado, pero no voy a ser yo quien la haga porque no tengo casi inquietudes políticas. Yo me dejo llevar, ya he nacido en el capitalismo deslocalizado y de grandes corporaciones, estoy acostumbrado a él, no sé cómo sería otra vida fuere de ese contexto. Lo que me parece peculiar es que haya sido acogido entre la gente, yo pensaba que le ocurriría como a muchos inventos que se han intentado lanzar sin éxito y terminan desapareciendo del mundo. Como mucho, quedan como anécdotas. Creo que los primeros que usaban el palo de selfie se avergonzaban. O no, quizás estaban fuera de sí y compraban el palo. Y el resto de usuarios, creo que han visto más gente con el palo y no han visto la vergüenza. Pero el palo, en el fondo, es ridículo, una mezcla de low tech y high tech: es muy cómico llevar una cosa ortopédica para hacerte fotos. Pero antes del palo la gente se hacía selfies, o sea, no es tan raro este fenómeno en realidad. Habrá muchísimos estudios en el futuro que digan, “fíjate, el palo, como síntoma de no se sabe bien qué”.

–También están presentes en tus creaciones ciertas paradojas lingüísticas e imposibles físicos. Me da la impresión de que buscas arreglar estos conflictos lógicos a través de tus creaciones; como si dijeras: “Sí, es posible”. 

–Me doy cuenta de que en las entrevistas los creadores intentan conceptualizar estas ideas paradójicas. A ver, yo soy el primero en hacerlo. En el fondo es revestir de lógica algo que es lo contrario a la elaboración racional. Digamos que es un pensamiento instantáneo o una especie de rayo que cruza por la cabeza y no un proceso intelectual en el sentido de: “Oh, voy a tratar el imposible físico como tema artístico, investiguemos sobre él, dediquemos la tarde a buscar referentes y a elaborar teorías…” Estoy totalmente alejado de eso, no me interesa en absoluto todo lo que tenga que ver con el esfuerzo, con cualquier sobresfuerzo. Para mí la guía es huir del esfuerzo, huir del entramado legitimador. Claro, existen imposibles físicos y tal, pero lo que trato yo es un fenómeno mucho más tonto. Lo entiende cualquier persona que tenga un poco de sensibilidad o que se dedique a bromear con lo accidental, con el no cliché, que sea irónico sin caer en ese camino humorístico tan clásico de la crítica social o del compadreo. Es decir, alguien que sea un materialista amoral. Cualquier persona que haga eso encontrará imposibles físicos y todo el rato hará juegos de palabras y será muy frívolo, como yo soy.

–¿Qué significa la ficción para ti?

–La ficción ocupa un lugar vital. Para mí es muy importante fantasear con lo que me rodea, porque soy una persona que carece de interés por una vida más o menos normal. Tengo pocos proyectos, en ese sentido no soy una persona que haya crecido demasiado desde la adolescencia. No he incorporado ni saberes, ni me he comprometido con ningún grupo de personas. Soy una persona bastante aislada, que si no me dedicara a esto sería camarero, teleoperador o cualquier cosa. En el fondo soy una persona bastante pequeña, no ocupo ningún lugar en la sociedad. Mi forma de soportar esa especie de debilidad absoluta es legitimarme a través de todo este ejército de fragmentos y decir que yo, en el fondo, soy alguien especial y tengo algún tipo de capacidad para seducir al otro. La ficción tiene que ver con eso, un intento de desmarcarse, de no morir siendo un pobre diablo absoluto: algo hay que me distingue. Existe la forma de vivir sin ser nadie, ¿no? Eso se puede hacer. Pero entonces, ¿qué ocurre si uno no se identifica absolutamente con ese mecanismo de cumplir unos roles sociales? Aparte de eso tengo algo más. La persona que no cree en ese régimen de signos ciegamente lo que hace es comentar constantemente, de modo un tanto cínico, esas cosas. En el fondo es eso a lo que me dedico.

–A veces tengo la impresión de que te tomas las cosas muy en serio. ¿A qué te suena la frase: “Mata la ironía antes que ella te mate”? 

–¿A ti a qué te suena? Porque yo no lo sé. ¿Qué crees que significa?

–Tengo la impresión de que esa frase nos dice que no nos perdamos en la distancia. 

–Ya, ya. Vale. ¿La ironía para ti es cualquier acercamiento a la realidad en clave de broma?

–No necesariamente. 

–La ironía es fingir, dices algo de una forma opuesta a lo que es, ¿no? Yo no soy muy irónico en ese sentido. O sea, la figura clásica de la ironía, estrictamente, [cambia el tono de voz] es esta: dices, “¡qué bien!” y, en el fondo, todo mundo sabe que estás mal. Eso lo pueden localizar en mis shows, pero yo no le veo la gracia. Es el compadreo de que todos sabemos que la sociedad está muy mal y uno dice que vivimos en un mundo maravilloso. No sé qué gracia tiene. Me parece mucho más gracioso decir: “Hostia, qué mal está todo” o “qué jodido está este señor” que decir: “No, no, está estupendamente”. No sé muy bien cómo reaccionar a esa ironía, tienes que sonreír pero no me hace ninguna gracia, se supone que es algo muy inteligente lo que ha dicho la otra persona pero apenas lo es, entonces… La ironía en sí nunca me ha seducido especialmente. Si concibes la ironía como una actitud distanciada, como una especie de bromeo constante, sí que la reconozco. Realmente, me fijo antes en una nimiedad, una cosa accidental del momento y que no viene al caso que en los grandes temas. Siempre bromearé o fantasearé con algo, antes que tomar una situación en serio. Eso es un problema, es algo que en parte hace que yo sea tan débil, realmente me cuesta mucho tomarme en serio las cosas. No puedo decir que sea una persona empática con los demás. Tampoco conmigo mismo. Yo me he construido una vida en la que pueda seguir bromeando sin que el asunto se convierta en algo grave. Prefiero sacrificar una serie de cosas a tener que responsabilizarme de lo que hago. No puedo, prefiero estar observando desde fuera.

ovni aceite

–Te tomas muy en serio una mancha de café, por ejemplo. 

–Sí… Porque es algo que no tiene ningún peso en nuestra vida, ninguna importancia, y solo una persona que está descargada de responsabilidades, de gravedad e intencionalidad, que no tiene nada que hacer, que está siempre en un estado de embobamiento, fijándose en lo periférico, solo esta persona encontrará un valor ahí. Porque lo normal es que otras personas invierten su energía psíquica a cuestiones prácticas o cuestiones verdaderamente más importantes y más interesantes. No es mi caso, pues mira, hay gente para todo, ¿no? Creo que el mejor rendimiento que yo puedo dar de mí es preocuparme por esas nimiedades. Porque en otro terreno seré bastante mediocre, no me centraré, me asustaré, me angustiaré, no le vería el sentido. Tú puedes creer que me tomo muy en serio temas intrascendentes y es así, por eso son fragmentos. A mí mismo no me puedo tomar muy en serio. A esa mancha de café le puedo dedicar un par de horas, hacerle un buen dibujo, formularlo con un texto corto y olvidarme de ella. No es que me obsesione, no veo nada trascendente en ella. Por eso me ocupa mi tiempo. En el fondo, intento hacer arte de lo superficial. Trabajo con corpus de imágenes que podrías consumir como consumirías una bolsa de pipas.

–¿Dibujas desde pequeño? 

–Yo dibujaba, no escribía nada. Mis dibujos estaban influenciados por Bola de Drac, la emitía TV3. Me gustaba dibujar guerreros, escenas de lucha, artes marciales. Esos temas me siguen gustando, en mis libros hay muchas escenas así, de armas y lucha. No es que sea un freak de eso, en absoluto. En la adolescencia, me interesé por el cómic europeo y también empecé a ir a exposiciones de arte. Una profesora me dijo que me gustaría. Luego entré en Bellas Artes y dibujaba personajes rollo ciencia ficción, hombres forzudos (sobre todo, figuras humanas) y mucha acción. De narrativo no había nada en mis creaciones, eso sucedió en la carrera, cuando empecé a juntar trocitos, partículas para construir este arte fragmentario. Ya te digo, lo que hago es rodear un punto y hablar sobre él y añadir cosas, no hago una historia, no hay un estado de las cosas que vaya cambiando.

–¿Cómo es tu relación con el circuito oficial del arte? 

–No tengo ninguna relación porque, al final, el circuito oficial en el que me muevo ahora es el de la comedia, no el del arte. Lo mismo ocurre con la literatura: los libros existen porque hay editoriales interesadas en publicarlos. O sea, no hubiera hecho libros si no me los hubieran pedido. Y lo mismo con los shows, los hago porque hay un público. A veces ocurre que gente que conozco dentro del arte se interesa por lo que hago y me citan como referente. Incluso, he llegado a formar parte de alguna exposición colectiva. Pero con los  libros, lo que publico en internet y los shows ya quedo colmado; no tengo necesidad de crear objetos, de hacer una esculturita o una pieza para una galería o un espacio.

–Y como creador independiente, ¿cómo te manejas en el mercado artístico?

–Ya te digo, apenas tengo iniciativa. Si no surgiera una voluntad externa a mí, que me propusiera hacer algo en concreto, me costaría mucho tomar ciertas decisiones. Siempre se ha ofrecido alguien, desde hace algunos años, siempre ha aparecido la posibilidad de actuar periódicamente o publicar un nuevo libro. No hay una estrategia por mi parte de: [cambia el tono de voz]: “¿Cómo puedo vender mi rollo a este teatro?” No, es el teatro quien se interesa. Así ha sido mi vida en los últimos cinco años. Y antes de eso eran amigos que, de repente, me decían si quería hacer el Ultrashow en un sitio concreto. Antes de eso no había nada, yo trabajaba de otra cosa y punto. Nunca ha habido un momento de yo–mi obra–vender… Honestamente sí que hubo algún intento y fueron muy cutres: la madurez lo que me ha dado es que ni siquiera intente tener esas ambiciones. Soy muy low tech, no sé hacer casi nada. Me seduce el conocimiento primitivo de las herramientas. Prefiero sentirme angustiado por no saber hacer algo que tener el poder de hacerlo. Entiendo perfectamente el virtuosismo, me parece muy bien, pero no tengo energía ni pasión para ello.

–¿Alguna broma se te ha ido de las manos?

–Maté a un niño. Fue en un hotel. Hicimos lo de Michael Jackson, queríamos sacarnos una foto en el balcón con el hijo de un amigo, y nada, se me cayó.

–¿De qué altura?

–Un doceavo. Él estaba en el edificio de delante y, nada, el niño se cayó. Pero tuvimos suerte y pudimos evitar el juicio y todo esto. No, ninguna broma se me ha ido de las manos. Si te refieres a que la gente se ofenda, no. Es que si percibo que puede haber alguien que se ofenda, no puedo hacer una broma. No juego a escandalizar. En el show nadie se ha enfadado, la gente se toma bien lo que hago.

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–“La inteligencia tiene límites pero la estupidez no”. ¿Crees que los idiotas vencerán?

–[Se ríe] ¿Quieres decir que no puedes sorprender a alguien usando la inteligencia? Podrías haber dicho: “La inteligencia tiene límites, la estupidez tampoco”. ¿Por qué tiene límites la inteligencia? ¿Porque llega hasta cierto punto y, después, ya no puedes ser más inteligente? Pero la estupidez… Tú puedes rebajarte a un grado mineral de conciencia, y en ese punto, una persona puede morirse tumbada… Ojo, ahí también hay un límite. La tradición artística a la que se me puede unir es la de la estupidez. Hay determinados artistas que juegan con su propia estupidez, digamos que sus pensamientos más aberrantes, más estúpidos e inmediatos tienen una validez superior a los pensamientos más elaborados. Yo quizás me puedo insertar en ese tipo de gente. Me veo muy limitado en energías, ánimos y saberes, ya tengo una edad. Me parecen bien las dos cosas, no es que prime la estupidez sobre la inteligencia.

«Mira, que el mundo está lleno de imbéciles, ¿Dónde vamos a llegar?” Eso me preguntabas, ¿no? Sí, es verdad. Yo soy bastante negativo en ese sentido. Soy el primero en reconocer que tengo muchas actitudes inerciales y de sumisión, actividades inconscientes. Lo reconozco, cada día me ocurre cada vez más. Creo que todas esas actitudes autómatas son atávicas y necesarias en el corpus social. Hay una cantidad de gente que lo que hace es cumplir una función sencilla, repetitiva, y que existen a ratos, están atravesados por ausencias de todo tipo. No sé, si todo el mundo pensara muchísimo… Está claro que la mayor parte de gente existe en determinados momentos y para otras cosas es totalmente inocente. Es una cuestión estructural ahora mismo en la sociedad, que haya una masa de gente que no sepa nada, que no entienda nada, simplemente siguiendo unos estímulos, unos hábitos muy claros. Yo soy el primero. No tengo ni puta idea de muchas cosas. Ni me interesa.

–Llevas casi 20 años viviendo en Barcelona, ¿en qué aspectos has visto la ciudad transformarse?

–Yo también me he transformado mucho, ya no transito por los mismos lugares. Pero diría que hay muchos más turistas y muchas tiendas globales, todo el centro está ocupado por tiendas de marca cuando antes, quizás, esa proliferación no estaba tan de manifiesto. Hay muchos hoteles modernos, eso de entrada. Lo que percibo, en definitiva, es que el centro está hecho para los turistas.

–En los últimos días vimos una guerra de banderas aquí en Barcelona. ¿Tienes alguna bandera en casa?

–No. Sería raro que ahora te dijera que tenga algún compromiso con alguna de las dos opciones. No soy independentista, pero igual nos iría muy bien con la independencia. No es que vea un error tremendo la independencia. No me entusiasma para nada el catalanismo y su romanticismo de bandera. De hecho, creo que en realidad somos Occidente y luego hay otros modos de vida. Convivimos bajo un modo de vida occidental y luego están las minucias: si hablas un idioma u otro, si gesticulas cuando hablas o no… Para mí, las diferencias son mínimas, diferencias que ya no distingo. Mi bandera es la costumbre a que todo me lo den hecho. A ignorar la mayoría de procesos productivos. Soy un consumidor y ya está. Tampoco amo ese papel, pero yo me acojo a este rol: sé que moriré bajo este régimen, que no lo voy a superar jamás. Nunca aprenderé nada porque siempre seré un consumidor más al que le gusta perderse en la masa y no ser reconocido, anónimo en cierto modo. Es una bandera que no puedes enarbolar con mucho orgullo, pero es la que tengo. Mi posición es muy poco poderosa, pero me encuentro más o menos cómodo en esta tristeza o melancolía. Tengo que reconocerlo.

–Y por último un proverbio turco: “El paraguas que está metido en tu culo no se puede abrir”. ¿Qué crees que significa?

–No sé… Entiendo que si la has jodido, si no resuelves el problema principal, que es lo básico, no vas a pasar a la siguiente fase. Algo así: “Joder, si está metido en el culo no pensemos en abrirlo”. Abrirlo es totalmente inviable. “¿No estás viendo que hay un problema principal muy patente y muy duro? ¿Aún así estás intentando abrir el paraguas?” Aunque si que se pueda abrir, te hará daño. De hecho, la frase se podría formular al revés: “Tienes el paraguas metido en el culo. No quieras que se abra, podría ser todavía peor».

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