Fotografías: Nuria Ribas Costa
Qué es el imposible. Aquí no hay nada que no puedas hacer. Aquí el hombre que caminó entre torres y bruma, acunado por las nubes y los gritos y los soplos de aire inspirado y arrestado en el pecho de los observadores, en suspense y suspensión, allá abajo en el suelo. La jungla de cemento, de cristal y cristales y piedras preciosas y polvo en los rincones y en la parte posterior de los semáforos.
Un calor insoportable sube desde el asfalto, escala las paredes, se cuela en las rendijas de las ventanas y en el trozo de cremallera que no funciona del bolso de la mujer de azul. Sube y sube y rodea los cuerpos y los hace sudar sin parar, en permanente ducha. En permanente lucha.
Es una ventana alargada, terminada en arco. La tarde es lenta. La luz es suave. El cielo, azul perezoso, manchado de nube. Y el sol afilado de última hora del día. Las gotas finales de esa luz amarillenta, teñida de caoba, pintan el borde superior del edificio de enfrente. Bajo, de ladrillo gastado, ventanas alargadas y techo plano. Una farola asoma en un rincón, cual mirón camuflado. Coches, gritos, María sube a la acera ahora mismo, José vete a comprar cuatro tomates. El tren suena un poco más allá.
Los vecinos gritan.
Las sábanas revueltas, vasos de agua en el suelo, las guitarras ladeadas y el micro descolgado.
Gotas de sudor.
La ducha es inútil, pues el calor se pega como la miel a los dedos. Se resiste a largarse, no se deja sacudir. Permanece.
Pero hay otro calor aquí. Hay un aura, ardiente y poderosa, flotando. Está ahí, al otro lado de la mosquitera en la ventana, pero también está aquí, en la habitación. En el rincón detrás de la lámpara, en el dobladillo de la alfombra y en los espacios entre las teclas del piano.
Cae la noche y nada duerme. Aquí nada duerme. Aquí nunca se duerme.
El tren traquetea. Se aproxima a la plataforma y se oye su silbido inconfundible, su delator caminar. Al fondo, allá donde alcanza la vista, un mar de luces. Flotando, por encima de los tejados de este arrabal. Puntiagudas agujas, torres temblorosas. Un dedo fino, alargado, de uña escarlata, apunta en su dirección.
–Las mejores vistas de la isla están en los barrios pobres.
Asienten cabezas. Aquí la gente entiende el español.
Tren. Ventanas. Aire acondicionado fuerte. Camuflando a máxima potencia el calor. Aunque éste ya no aprieta.
Las escaleras del metro están sucias. Pesa el ambiente. Pesa ese calor tórrido, húmedo.
Se siente el aura. Tan pronto como el tren parte y la ciudad se hace real, cae sobre los hombros, pesada, envolvente, como el vapor, marea, casi agobiante.
Los pasadizos del metro, los carteles, los mapas de transporte liosos, estresantes y en maraña incomprensible. El asfalto, las puertas de los bares, las melenas, las pieles de los transeúntes, los auriculares de los lobos nocturnos, los cristales de las botellas de cerveza, las colillas de cigarrillo, la luna, amarilla, oteada y oteando.
Bares y restaurantes y salas de concierto y puertas negras. Y cafés.
–Cafe Wha?
–Qué?
–Cafe Wha.
–What?
–¿Qué? ¿Wha?
–Wha.
Jimi en la puerta.
Huele a Bobby. Al Bobby de 19 años y sin colchón en el que dormir en aquel frío que cubría el Village.
Ahora no hace frío y el Village es un hormiguero. Seguramente también lo fue en su día. En el día de Bobby y Joan y Johnny y Peter, Paul y Mary.
Hay una pequeña banda de blues en Washington Square Park. Qué groove, qué ritmo, qué dominio. Gritan desgarrándose la voz, arrancando las notas, siguiendo los acordes. La batería son cuatro cubos vacíos.
La isla se extiende, vasta, selva de rascacielos coronados con agujas luminosas. Taxis. Amarillos. Taxis amarillos. Todos corren. Todo corre.
Un sinfín de barrios desperezándose. La noche huye. Nadie ha dormido. El asfalto se sacude la resaca. Los coches se lavan la cara y salpican el suelo con los chorros de agua y los parabrisas. El metro corretea y le hace cosquillas a las entrañas de la ciudad. Hormigas vestidas de traje que se suben a los ascensores –o catapultas, según se mire– de los rascacielos y son disparados al aire.
Quinta, sexta, séptima, octava avenida. La 43, la 44, la 45.
Nadie conoce a nadie, todos galopan. La urbe fuma. Escupe vaho y fumarada hacia el azul del cielo. La isla ruge. Pero es que el eco resuena al otro lado del Hudson. El sol se ponía ayer tras los rascacielos y reflejaban los rayos sus superficies, pero más allá respira el barrio de los escritores. Allí donde las venas de esta ciudad, en forma de puentes, se pueden ver y se pueden tocar. Allá dónde el puente de Brooklyn reverbera las palabras de Walt Whitman y sostiene coches y motos y bicicletas y turistas cargando cámaras y disparando selfies sin ton ni son ni pausa ninguna.
Manhattan y su skyline, avistado desde Long Island City, desde Williamsburg, desde Queens, desde el Bronx. Red Hook, receloso, escarlata y dorado, vestigio de otra época y renacido de sus cenizas tras el paso de un huracán. Vestido de gala en las sonrisas de los managers portuarios como Ray, enorme, canoso, negro azabache, con los ojos más brillantes de este mundo.
En las sonrisas fugaces y poco habituales de los músicos que pueblan las calles y los garitos del East Village, en un movimiento (y mudanza) desesperados por seguir adelante y comer de su arte. Una joven de pelo largo y liso, fina y brillante como el marfil, que decide abandonar el Bitter End, emblemático local nocturno y el símbolo del folk de los días dorados de Greenwich.
Un montón de papeles en una caja de madera en la puerta trasera de una librería en Chelsea. Son ejemplares antiguos de Rat, de The Village Voice, de los proyectos periodísticos de aquellas cuatro almas inquietas y despeinadas que suplicaban las plumas de un recién salido a la calle Allen Ginsberg, de William Burroughs, y de tantos otros, para llenar las páginas de sus underground press. Subversivos e inconformistas. Luchadores y solitarios.
Como la misma ciudad. Como la misma gente que habita estas calles. Como las familias de Queens que salen a la calle los domingos por la tarde y dejan a los niños jugar con las lágrimas que brotan de las rojas bocas de riego plantadas en el asfalto. Como los pintores. Como la mujer de rasgos egipcios y bello rostro de esfinge de la tienda de segunda mano. Como el joven aprendiz de banquero que corre Wall Street abajo, cuestionándose si esta es la vida que quiere porque acaba de ver El Lobo de Wall Street.
Está viva. La ciudad está viva. Tan viva que mata. Tan viva que insoportable. Extenuante, fascinante, indomable. Espantosa y apetecible. Aterroriza y atrae. Te golpea, fuerte, robusta, haciéndote creer que la conoces porque tiene la misma cara que en las películas. Pero no la conoces. No la conoces de nada. No sabes qué idioma habla, no sabes de sus ironías, de sus rincones, de sus mentiras, de sus secretos, de sus verdades, de sus miedos. De las historias contadas en pasos encima de la Quinta Avenida o de Broadway. De las huellas en Prospect Park. De las lágrimas derramadas en los tejados de un edificio apestoso en el peor rincón de Queens. De un trozo de burrito o de una caja de comida china. De la pequeña Italia que un día albergó tiroteos mafiosos y ajustes de cuentas de los que nadie quería ni quiere saber.
Sin ley, sin alma, y aún así, más viva que cualquier otro lugar. ¿Qué es esto, qué está pasando? Estás despierto. Si estás despierto, ella te estimula. Te frota el cerebro, la zona más erógena del cuerpo. Te provoca un placer desconocido y misterioso. ¿Dónde van los nacidos aquí a cumplir sus sueños?
Sonrisa traicionera.
“No nos vamos”.
La ciudad de los duros, de los que están preparados. No es país para débiles. No es ciudad para vagos.
Los ojos de los que vinieron buscando vibran y brillan, tienen el centelleo del que sigue la voz del corazón y busca la belleza. Todo camina ardiendo.
Esta ciudad lo tiene. Lo tiene. Años y años y ha triunfado en esa ardua tarea de mantener vivo el sueño. ¿Qué sueño? El de todos. El de todo el mundo.
Esta ciudad es real en los ojos de los que están perdidos. Esto es lo que los poetas nunca supieron describir.
El mar de quimeras.
Nueva York.