Fotografía: Wikimedia Commons

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Es fácil imaginarse a Susana Díaz en pie bajo el portón, con los brazos en jarras, con la rodilla echada al hombro y un delantal impecable, blanco con lunares rojos, igual que la Tarara. Es fácil verla sonriendo al sol de la mañana sevillana, cuando pasan los críos camino del colegio, o bien visitando a la señá Benina a las siete, antes de empezar el día, para darle risas y piedad y una olla de cazón.

He aquí el gran logro político de Díaz: mujer devota, andaluza, con porte de saetera apasionada y sin rasguños —con los palos que da la vida—, indemne y capaz, además, de alumbrar a un hijo entre jornales. Es larga la lista de clichés con los que esta política trianera ha conseguido plagar su rostro después de muchos años en el oficio.

Mary Shelley creó a Frankenstein cuando tenía 18 años, y Susana Díaz tenía la misma edad cuando comenzó su carrera en el sector público. La misma audacia creadora que indujo a esta escritora a palidecer hasta ver su obra terminada pareció poseer a la sevillana desde edades igualmente tempranas, encontrándose, a día de hoy, muy cerca de alcanzar la cumbre misma de una perfecta identidad política.

El gran lienzo costumbrista con el que ha logrado cubrir su desenfrenado ascenso a la cúspide de la Junta de Andalucía debe ser reconocido como una verdadera obra de arte.

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La Susana del 97 es tosca, uniceja, moldeada a partir del limo de la cuenca baja ribereña, marcada a fuego en su ADN la rudeza intransitable del cenagal andaluz.

En el rostro noventero de Díaz se atisba la solidez inquebrantable del esparto, aquel de la silla de enea que acomoda a las señoras y amortigua carcajadas en las ferias de Málaga y de Sevilla.

Es el mismo esparto que se calzaba el guerrillero en las marismas gaditanas y se echaba al cuello con cautela, el cuchillo entre los dientes, para emboscar al invasor, degollarlo y dejarlo mellado al pie del camino. Resonando en el zurrón dientes de oro.

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Susana Díaz, mujer hecha de tierra, baronesa vigilante en el bastión. Es ingenuo pensar que Pedro Sánchez dispone de independencia política para hacer lo que le dé la gana. Las directrices desde el trono de esparto son más que claras: el camino, recogidito. Sin una china.

Sánchez representa la fachada del socialismo. Pero en una comisura de su perfectísima sonrisa se encuentra pegada Díaz a modo de advertencia, recordando que ella es alimento e higiene dental. Todo en uno.

Susana Díaz es el Partido en persona. Es la sustancia del PSOE. Con años de servicio público y familia humilde a sus espaldas, tuvo que trabajar para pagarse sus estudios en la Universidad de Sevilla, su casa. El progreso de su carrera política fue como el de otros grandes del PSOE: una permanente confusión entre la meritocracia y el todo vale. Su mentor fue Griñán, chulazo madrileño metido a andaluz, concebido a su vez por una hormigonera y máximo benefactor de la Junta, su Dorado.

Susana sigue pintándose el lienzo, haciendo de sí misma el mejor golem de la aljama sevillana. Deseando llevarse a Sánchez, hecho polvo, en el bolsillo de la falda.

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