En el ya mítico plano inicial sobre el que aparecen los títulos de crédito de Toro Salvaje (fotograma 1) vemos la solitaria silueta de Jake La Motta (un extraordinario Robert de Niro) calentando sobre la lona de un ring vacío con los bellísimos acordes de la Caballeria Rusticana de Pietro Mascagni de fondo (una ópera que va a acompañar algunos momentos de la película, reforzando el carácter trágico de la historia). Elocuente imagen que evidencia la profunda soledad que va a marcar la trayectoria vital del protagonista, un personaje asocial y con enormes carencias emocionales y afectivas al que seguiremos desde su primer combate profesional hasta el ocaso de su carrera deportiva y su posterior incursión en el mundo del espectáculo, ya en plena etapa de decadencia personal, como showman de dudosa reputación.
Tras los magníficos créditos iniciales, el film arranca justamente en el camerino de una sala de espectáculos en el que encontramos la desfigurada imagen de La Motta (es ya célebre la transformación física a base de filetes vacunos a la que se sometió De Niro para interpretar la última etapa de la vida de su personaje; un hecho que se quedaría en pura anécdota –como ya hemos visto en demasiadas ocasiones en las que se confunde la interpretación con la mera imitación – si no fuera acompañado de un trabajo absolutamente memorable del actor) memorizando su texto poco antes de salir al escenario (de nuevo, un momento que acentúa la enorme soledad del personaje, al que vemos dirigirse a su propia imagen reflejada en el espejo). Una escena con la que Scorsese nos adelanta el trágico destino del protagonista, justo antes de dar un salto temporal que nos retrotrae hasta el cuadrilátero en el que La Motta celebra su primer combate profesional, en 1941.
A partir de este momento, el film se desarrolla a través del larguísimo flashback que nos lleva desde la primera pelea de La Motta hasta su último combate, nueve años más tarde, en el que el protagonista se somete impasible a los terribles golpes de su eterno rival, “Sugar Ray” (en un acto de expiación final de un personaje en permanente lucha contra su propia locura, en el que se reconoce claramente la mano del guionista Paul Schrader), apenas un año después de haber obtenido el título mundial de los pesos medios y habiendo perdido por el camino el afecto de las pocas personas que formaban su reducido entorno personal: su hermano, Joey (Joe Pesci), y su segunda esposa, Vickie (Cathy Moriarty).
La escasa capacidad emocional del protagonista queda evidenciada ya en su primer encuentro con Vickie, después de que éste quedara prendado de la imagen de la joven al descubrirla en una piscina pública: tras ser presentados por Joey (en un plano homenaje de Scorsese a La ley del silencio, con los dos personajes conversando a través de una reja – fotograma 2 – , tal como hicieran Marlon Brando y Eva Marie Saint en el film de Kazan – una referencia nada casual, como veremos al final de la película), La Motta lleva a cabo un rudimentario ritual de seducción para lograr los favores sexuales de la joven, a la que acabará convirtiendo en su segunda esposa (previamente hemos visto la tormentosa relación del pugilista con su primera mujer, Irma – Lori Anne Flax).
Scorsese alterna hábilmente en este punto los episodios de la relación de la pareja protagonista con la trayectoria de La Motta sobre el ring, haciendo especial hincapié en los combates con el que va a ser el principal rival de su carrera deportiva, «Sugar Ray» («He peleado tantas veces contra Sugar Ray, que no sé cómo no tengo diabetes», llegó a afirmar el auténtico La Motta en una ocasión), para reflejar seguidamente la imparable ascensión del boxeador mediante un montaje que alterna las fotografías de sus sucesivas victorias con las imágenes en color de las películas familiares en las que presenciamos la evolución de su relación con Vickie y con su hermano Joey (el noviazgo, el matrimonio, los hijos y el matrimonio de Joey).
Esta alternancia entre los episodios que se desarrollan fuera y dentro del cuadrilátero se ve reflejada también en la puesta en escena de Scorsese, muy reconocible en las secuencias que se centran en la trayectoria personal y familiar de La Motta (su tormentosa relación con Vickie, presa de unos celos cada vez más obsesivos que acabaran sumiendo al protagonista en la locura, y sus desavenencias con los mafiosos que intentan controlar su carrera a través de su hermano Joey), mucho más estilizada cuando el director se sube al ring para filmar las sucesivas peleas del protagonista. Así, mientras las escenas en las calles, clubes y apartamentos de Nueva York (un terreno que Scorsese siente indudablemente como mucho más propio) nos remiten inevitablemente al director de las precedentes Malas Calles o Taxi Driver, en las secuencias de boxeo encontramos una puesta en escena mucho más afectada, que huye del realismo para ofrecer una visión subjetiva de la pelea. Una propuesta que Scorsese lleva hasta el paroxismo al final del último combate entre el protagonista y su eterno rival, llegando a detener momentáneamente el tiempo y a alterar la percepción espacial (con una combinación de travelling y zoom inversos sobre temible la silueta de «Sugar Ray» – fotograma 3) justo antes del golpe definitivo sobre el rostro desfigurado de La Motta (piénsese en cambio, en la escena de la brutal paliza de Joey al mafioso Salvy – Frank Vincent -, después de sorprenderle en un club nocturno con Vickie; o en la posterior y no menos brutal agresión de La Motta a Joey – al que acusa de haberse acostado con Vickie, lo que provocará el definitivo distanciamiento entre los dos hermanos -; secuencias de violencia exacerbada y con un planteamiento radicalmente opuesto en las que reconocemos claramente al director de la posterior Uno de los nuestros).
«No me has tumbado», les espeta desafiante La Motta a «Sugar Ray», después de haberse sometido voluntariamente a los terribles golpes de su rival (un acto, como ya se ha apuntado, de inmolación del protagonista tras ser incapaz de conseguir el perdón de su hermano Joey) en la que será la última pelea de su carrera deportiva antes de iniciar su trayectoria como showman de tercera categoría en el club que llevará su nombre (y en donde se pondrá de manifiesto una vez más la nula capacidad empática del protagonista). Pero La Motta es ya un personaje en plena caída, un ser en proceso de autodestrucción que, abandonado finalmente por Vickie y acusado poco después por un episodio de corrupción de menores (estremecedora la escena del protagonista en pleno ataque de locura, autolesionándose en la celda en la que es recluido), acabará condenado a vagar por clubs de mala muerte para narrar la crónica de su propio fracaso.
«Algunos hombres no tienen tanta suerte, como el que Brando interpretó en La ley del silencio”, explica La Motta al inicio del monólogo que ensaya poco antes de salir al escenario (estableciendo un paralelismo entre el personaje de Brando en el film de Kazan, forzado por su hermano a dejarse ganar en un combate de boxeo, y el de él mismo, víctima de un episodio parecido con Joey), mientras en el espejo del viejo camerino apenas podemos entrever la deforme silueta del antiguo campeón, convertido ya en puro monstruo de feria (fotograma 4).