Fotografías: Wikimedia Commons

Landscape

Hay cientos de jóvenes con cierta vocación en eso de la escritura que reconocen que eso de la guerra siempre les ha llamado la atención. Pero la guerra solo es atractiva de lejos, idealizada, y es por esta razón por la que hay muchos aspirantes a Kapuściński cuando comienza la carrera de Periodismo, pero muy pocos, o ninguno, cuando se termina. Ya se sabe cómo es el oficio del periodista. No es halagador, nuestro futuro, y es por eso que uno se pasa más tiempo fantaseando que en el terreno desde dónde pretende escribir.

Hay mucha literatura sobre esto de la guerra. He de reconocer que manoseé un poco a Hemingway. Veía cierta heroicidad en aquello de que un estadounidense venido a menos quisiera poner su pequeño granito de arena en una guerra que ni le iba ni le venía. “Por quién doblan las campanas, doblan por ti”. Redoblan entonces esas campanas en nombre de un nacionalismo patrio. Era honorable la vida en la guerra de Hemningway. Era hasta probable que una muchacha cándida y servicial –incluso un poco retrasada– se enamorara de ti y cuidara tus heridas. Surgía de ahí un amor efímero pero no por ello menos intenso.

Más desagradable era Céline, con el que puedes saborear la banal absurdez de la guerra. Por ejemplo, en ese coronel que iba y venía en el frente, con los brazos cruzados en la espalda, dando ejercicios de valentía y patriotismo antes de que un obús le dejara con las tripas fuera y alguna que otra extremidad colgando. El joven Céline deseaba entonces un calabozo donde hubiera un pequeño rincón donde diera el sol y pudiera estar calentito. No era un soldado capaz de abrazar una granada con su cuerpo con tal de salvar a sus compañeros. Él escuchaba las balas silbar cerca de sus oídos y se preguntaba cuántos millones de necios más habría en el mundo y cuánto tendría que esperar a que todos se murieran para poder irse de allí. Era un tipo raro Céline. No te debe tratar muy bien una guerra si tras unos años te vuelves del bando enemigo, contra el que algún día luchaste. Antes prefirió ser nazi que volver a ser francés. Él no encontró ningún tipo de heroicidad en la guerra. No hay heroicidad en la guerra.

Louis-Ferdinand_Céline_1932

Pero atrae.

Es innegable que este oficio, el de la escritura, precisa muchas veces de sufrimiento y nostalgia, que el que sabe de esto, lo considera como un maná caído del cielo, porque para sufrir no hace falta hacer nada, es más, puede que la pasividad en muchas ocasiones sea el único camino para conseguir el antinirvana. Porque una vida de mierda es lo más difícil de sobrellevar pero lo más fácil de obtener: basta con que no hagas nada. Pero hay gente que es ambiciosa incluso para tener una vida de mierda, y ahí entran los periodistas o escritores que anhelan ir un día a un conflicto armado para escribir sobre ello. Así se atiborró Vietnam de jóvenes talentos, donde había más periodistas y escritores que napalm. Durante la guerra de Vietnam hubo otras decenas de conflictos, pero de ninguno se habló tanto como de aquel. Todas las guerras son más o menos iguales, se sitian ciudades y se asesinan civiles, pero unas tienen más glamour que otras, y Vietnam es la prueba fehaciente de ello. Allí estuvieron periodistas y escritores tan notables como Oriana Fallaci o Tiziano Terzani. En “el fin es mi principio” uno encuentra cierta gracia a la guerra. Incluso la vida allí no parece tan distinta. También se siguen unos principios que parecen ser universales, como el de que no hay mejor manera de desconcentrar a un hombre que volviéndolo hedonista y que la mejor forma de hacerlo es dándole putas y drogas. Hubo hasta algún oficial que llegaba cada tarde a un fumadero de opio y no salía de allí hasta el día siguiente, desperezándose bajo la claridad de la mañana y preguntando si habían ganado ya la guerra.

Por suerte, no somos oficiales. El papel del periodista es bien distinto. Uno se marcha de su casa y no hace falta que se vuelva un asesino, ni siquiera hace falta que odie. Basta con que tenga los ojos bien abiertos y esté preparado psicológicamente. Y dinero, claro. Allí se ríe y se llora más, se ríe y se llora mejor. No debe haber muchas cosas más sinceras que un hombre riendo o llorando en la guerra. La muerte sobrevuela cada mañana en la que uno se despierta. Aquí, en la paz, estamos demasiado cómodos. El confort es el peor enemigo de la vida y el mejor aliado de la muerte. Hay ciertas mañanas que me imagino mirando a través de la ventana de un hotel, mientras desayuno, y contemplando una hermosa columna de humo que, de tan magnífica que me la imagino, tapa el cielo y vuelve el día de un tono sepia grisáceo. También visualizo un café en un tazón grande, y un croissant, o una galleta, o algo para mojar en el café. El caso es que el croissant, o la galleta, o lo que sea lo que esté mojando en el café, sabe mejor, porque al fin y al cabo estaría vivo, y me preguntaría si los hombres o mujeres que yacen bajo esa colosal columna de humo habrían desayunado aquella mañana. Hay pocas cosas que se den tan seguras en la vida como acostarte por la noche sabiendo que al día siguiente lo primero que vas a hacer es prepararte el desayuno. Si hasta eso se convierte en una incertidumbre, como en la guerra, es que estás aprendiendo a disfrutar de las pequeñas cosas, a disfrutarlas bien.

Las guerras vuelven silvestre al hombre. Quizás lo más parecido en tiempos de paz sea el sexo que, una vez quitadas las máscaras de las costumbres y del buen hacer, se vuelve instintivo y primario. Y es que si uno mira la historia de la humanidad podrá ver que hemos nacido para eso: para matarnos entre nosotros y procrear en los ratos libres. Es ahí donde el escritor puede tener un material exento de aditivos morales, en la pura esencia de los hombres, sin una cultura y una legislación que abriga, protege y falsea al individuo. El sufrimiento, la desesperación, el riesgo, la muerte, la nostalgia, el desamparo, la ira, el amor, el hambre, la sed, el frío, el calor, el cansancio y la desidia. Todo en la guerra es más intenso. Emerge como un gusano brotando de su crisálida y fulgura desde lo más oscuro de los hombres, como si la luna se reposase sobre la nieve.

Soldiers ride aboard a Soviet BMD airborne combat vehicle.

Entonces conoces a Svetlana Alexiévich. Y te compras Los muchachos del zinc.

Lo compré en un Hipercor. Poco puede decir un periodista recién titulado sobre su carrera profesional. Lo poco que sabe es que su madre sigue pagándole la compra y el dentista. Y fue allí, entre las lechugas y los tomates, donde colé Los muchachos del zinc en la bolsa del supermercado. Mi madre me miró de reojo mientras sacaba la tarjeta. Ya le había explicado durante varios días la importancia de la lectura en mi profesión y que se lo tomara como un gasto más en la ya dilatada cuenta de mi formación académica. Refunfuñó ligeramente y me insinuó que quizá fuera hora de buscar un trabajo, pero esta vez uno de verdad. Le mencioné que Svetlana también era periodista y que en su último libro vendió dos millones de ejemplares, que de cuyas ganancias seguramente sacaría un 1 por ciento, tirando por lo bajo. Dirigió la mirada hacia arriba, como preguntándole al cerebro, “¿cerebro, cuánto es eso?”. Cuando terminó de hacer las cuentas se le abrieron los ojos y dijo, “oiga, pues a la guerra o a donde haga falta”.

Una vez en casa comencé a leer. Lo primero que hice fue ojear ciertas páginas de forma aleatoria en el libro, para comprobar si las 300 que tenía eran solo pequeños testimonios de combatientes y familiares rusos en la guerra de Afganistán. Parecía que sí y cundió el escepticismo en cuanto a que la obra no se hiciera monótona y aburrida. Aún sigo preguntándome como ha hecho la periodista bielorrusa para que no lo fuera.

Comencé a leer y me recordó a una vieja tortura usada en la Edad Media: la gota china. La tortura consistía en colocar a un individuo totalmente inmovilizado de pies y manos. Se le ponía la frente debajo de un caldero de agua que goteaba cada cinco segundos. Así a simple vista no parecía una gran tortura, pero cuando el individuo llevaba 48 horas empezaba a producírsele una herida en la frente. Añádele que el hombre estaba sediento y miraba frustrado las miles de gotas que le caían en la frente que, para más inri, no le permitían dormir. El torturado acababa muriendo por un paro cardíaco. El libro de Svetlana es parecido. Lejos de llegar a aburrir, te va dando pequeños golpes y uno va flaqueando las piernas. Cortázar decía que una novela ganaba por puntos, pero Los muchachos de zinc gana por K.O. en el duodécimo asalto. Todos los golpes son iguales, todos van al mismo sitio e irremediablemente te acaban dejando una gran herida por dentro.

Las madres y las esposas relatan como la patria enviaba a sus hijos y sus maridos a una guerra, y como la patria solo les devolvía cajas de zinc. Todos eran buenos muchachos. Las madres miraban fotografías y los besaban cuando regresaban en un permiso. Se escribían cartas, hasta que un día las cartas dejaban de llegar. Lo siguiente que se sabía es que unos militares llegaban a sus casas con un maloliente ataúd de zinc, y se los dejaban en el salón. Hijo… ¿Es mi hijo?

Y yo, que alguna vez quisiera quizás ir a escribir sobre la guerra, pienso en mi madre. Qué sería de ella si el único hombre al que abraza volviera enfundado en una túnica de zinc. Si solo quedara de mí un ataúd para abrazar. Qué diría si algún día alguien quisiese contar su testimonio. “¿A quién le voy a pagar yo ahora las verduras? Se fue demasiado pronto, aún le quedaban dos premolares por empastar…”

Si algún día voy a una guerra, me gustaría que fuera para volver y contarlo. Pero aquí es donde llega la peor parte, con los relatos de los soldados que viven para contarlo.

Los soldados relatan la imposibilidad de poder llevar una vida normal en lo que era la Unión Soviética. En la transformación que sufren una vez vuelven del frente. Se ponen a beber, confunden el latido del teléfono con disparos, golpean a sus esposas por las noches mientras las montañas y la arena de Afganistán se adueñan de sus pesadillas. Todo les parece vacío, insustancial, aburrido. Incluso alguien cuenta las quejas de uno de sus compañeros cuando se le informó de que debía regresar a la Unión Soviética. “¿La Unión Soviética? Pero que voy a hacer yo allí. ¡Allí no se puede matar!» Muchos llegan mutilados. Sin las piernas o sin los brazos o directamente sin ninguna extremidad y obligados a volver a vivir en una sociedad con reglas, cuyos ciudadanos condenan la guerra unos años después de comenzar a librarla. Marcharon siendo los defensores de la Patria y volvieron siendo unos asesinos sanguinarios.

Me gustaría saber que tal sentó a estos mismos soldados la Conferencia de Malta, cuando Gorbachov se reunió con Bush padre para hacer las paces. Toda una vida desechada y marcada por un juego de unos niños que ahora se daban las manos en un búnker, con un Gorbachov iniciando la Perestroika cuando ellos aún tienen el recuerdo latente de Marx o de Lenin colgados en un cuadro de la enfermería, donde se pasaban semanas después de que les amputasen los brazos o las piernas. Me pregunto como les sentaría que de un día para otro se acabase ese juego de niños donde lo dieron todo, donde vieron morir compañeros, y una parte de ellos también.

Acabé Los muchachos del Zinc y me di cuenta de que no había salida. Tanto si se vuelve como si no, una parte importante de una persona muere en la guerra, aunque sobreviva. No era el idilio de Hemingway, ni la mordacidad de Céline, ni lo anecdótico de Terzani. Era la guerra misma. Pensé en que estaba bien merecido el Nobel. Sigo pensando que la guerra es un acontecimiento especialmente atractivo para ser escrito, pero tras leer a Svetlana aguafiestas Alexiévich recordé que tenía que ir al dentista, y que lo de ir a la guerra ya lo dejaría, si eso, para más adelante.

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