“Tenemos un deber más elevado: trabajar en pro del alma humana; defender el verdadero misterio contra el falso milagro; adorar lo incomprensible y rechazar lo absurdo; no admitir en materia de cosas inexplicables más de lo necesario; purificar la creencia; barrer las supersticiones de la religión; limpiar de gusanos a Dios”. La primera parte de la opera magna de Victor Hugo, Los Miserables, resume la aspiración esencial de todo lo que escribió, cuyo epítome puede ser la primera de las cartas que Pablo, Saulo, el perseguidor perseguido, envió a los corintios: “Aunque tuviera el don de la profecía y conociera todos los misterios y toda la ciencia, aunque tuviera toda la fe, una fe capaz de trasladar montañas, si no tengo amor, no soy nada”. El hijo de Joseph Léopold Sigisbert Hugo, general de Napoleón, empezó a escribir Jean Trejean con 43 años; con 46, guardó en un cajón el manuscrito inacabado de Las Miserias; con 60 años terminó Los Miserables.
Entre medias, el hombre, literato desde su salida al mundo, se consagró titán: vivió siempre de lo que escribió, ayudado también por la fortuna familiar y por su fulgurante ascenso en el star system literario de la Francia de la Restauración. Leyendo su biografía, da la sensación de que todo le vino muy rápido, de que su vida sucedió vertiginosamente. Nació en Besançon, en el Franco Condado, en 1802. Con siete años, pasó dos en Madrid, mientras su padre perseguía al Empecinado por la provincia de Guadalajara. Estuvo con él en Nápoles, en Marsella o en la isla de Elba, destacado por la Grand Armée del Emperador. Con quince, de vuelta en Francia, obtuvo su primer reconocimiento literario, de la Academia Francesa. Con 20 años publicó su primer poemario; con 22, editó su primera revista, se casó, empezó a tener hijos, a concitar pasiones y a escribir teatro.
Victor Hugo escribió su primera gran novela, Nuestra Señora de París, en 1831. Tenía 29 años, su matrimonio se tambaleaba, ya era padre por dos veces, y se le había muerto un hijo. En 1874 publicó la última: El noventa y tres. Todavía le restaban once años de vida, pero ya era entonces una suerte de senescal de las letras francesas, un anciano venerado, un estadista civil. Resulta inevitable, cuando alguien como Hugo escribe una novela como Los Miserables, absoluta y seminal, comparar toda su obra con ésta; buscar, en cada estría de la montaña, todos los elementos que se hayan conglomerado en su cima. Pero en Nuestra Señora de París ya están las constantes vitales de la literatura huguesiana, así como las de su estilo: puede uno intuir, en el barro con que modeló a Esmeralda, a Claudio Frollo, a Juan, a Quasimodo, a los gigantes Jean Valjean, Marius, Fantine, Cossette, Thènardier. En El noventa y tres, en cambio, declinan los perfiles humanos, se exalta la silueta augusta. Pérez-Reverte dijo una vez que desconfiaba de los autores que no hacían sino escribir la misma novela, durante toda su vida. Victor Hugo escribió de los mismos temas, utilizando también los mismos personajes; sólo que les cambiaba de nombre, de lugar, de composición, pero la textura fibrosa de la que estaban hechos era la misma: un pálpito humano, claroscuro, contradictorio, feroz y flameante.
De Quasimodo sale Jean Valjean. El monstruo transformado en arcángel por el toque benefactor de la bondad: del amor. Así como Esmeralda es Cossette, su madre, la gitana desesperada, anuncia a Fantine: la madre joven, lozana, alegre, cuya razón de ser le es arrebatada por la fuerza o el engaño, y que deambula durante décadas en búsqueda de la primavera perdida. Estos dos temas, el regreso de un alma hacia la luz desde las tinieblas, y la idolatría de la maternidad, constituyen el eje solar alrededor del cual las novelas de Hugo, como planetas y satélites, orbitan. Son temas propicios para el desarrollo completo del estilo dual del escritor, de cuya mano brotaba una selva binaria, una realidad maniquea con la que confronta a sus personajes como en un espejo: bondad y maldad, amor y odio, fraternidad y repulsa, indiferencia y entusiasmo, desprecio y caridad, individuo libre y colectividad opresora.
La fe en la segunda oportunidad, la narrativa del resurgimiento, recorre toda su literatura cual corriente telúrica.
Su escritura adquiere la geografía de un altiplano: tiene mesetas interminables, demasiado vastas, por momentos inasumibles. Prosa teórica, que se aplana hasta parecerse a un manual de instrucciones de un televisor. Es cuando explica el sistema de alcantarillado de París, o cuando describe el campo de batalla de Waterloo; el paisaje, fauna y flora de las Islas del Canal, o la inspiración arquitectónica de Notre-Dame. Hugo nunca aburre, pero es entonces cuando uno siente cómo le habla al oído el demonio de la antiliteratura diciéndole: «Cierra el libro». Pero no hay que cerrarlo, porque luego vuelve el gran Hugo, el Hugo fastuoso, del que mana un caudal de pasión, de vehemencia descriptiva: el que cuenta cómo Gilliatt vence a Los Douvres en Los trabajadores del mar, o el que le abruma a uno rajando en dos con praxis de carnicero la mente atormentada de Jean Valjean, acosado por Javert una noche lúgubre y fría de invierno en Montreuil sur-Mère.
Le otorga vida, criterio y emociones a las cosas. Su literatura es animista y panteísta, pues Dios está en todas partes, en los seres animados y en los inanimados, que no existen como tales para él pues también forman parte de la Tyche que predestina todos los acontecimientos de la vida de sus personajes. Es exagerado y sublime, como el final de El noventa y tres, o como el asalto a la barricada de la Chanvrerie. Sus momentos cenitales son casi inigualables, por abruptos, desmesurados: se oye retemblar la tierra, pues no hay contención ni finezza en su manera de contarlo. No es como Stendhal, al que las frases le salían ya hiladas, solas, naturales, borbotones de agua clara. Escribe a hachazos, y su hoja tiene doble filo. Por eso el lado que corta compensa el romo.
Para escribir un libro como Los Miserables hace falta vivir mucho, y sobre todo, tener la imaginación de un coloso. Hugo la tenía, como Tolstoi. Si en algo es comparable a Guerra y paz, el otro gran fresco narrativo del siglo XIX, es en su pretensión de contar lo grande a través de lo minúsculo: la Historia de Francia, el devenir sociopolítico entre el Congreso de Viena y 1848, mediante el esfuerzo por vivir de una serie de desheredados, parias y, naturalmente, miserables. Pues a Hugo no le interesan los reyes, ni los grandes hombres. Monseiur Bienvenu es un obispo, pero no se comporta como los heliogábalos episcopales a los que la gente, acostumbrada, asociaba los privilegios de la mitra. En el principio de su gran novela está el desarrollo de la misma novela, igual que en un feto humano están esbozadas todas las potencialidades del hombre que puede llegar a ser: Hugo elige el amor, como Tolstoi, por eso Jesucristo es un faro recurrente en las dos novelas-río, una sombra blanca que vela la conciencia del narrador omnisciente.
Victor Hugo, artesano de la novela, teje el tapiz de sus obras sembrando y recogiendo. Sigue el ciclo de los agricultores, es un relojero paciente: pone cada pieza en su lugar, y luego hace que el artefacto funcione, que tenga sentido.
Juan Frollo, el hermano burlón, haragán, amoral y nonchalance del terrible Claudio Frollo, es Gavroche; Claudio tiene un trazo inconfundible de Javert, o mejor sería decirlo al revés puesto que el odioso comisario, autómata del orden establecido, centinela del poder (que hace de analepsis, sin Hugo poder imaginarlo, de los funcionarios nazis o soviéticos que sólo obedecían órdenes en Auswitchz o el gulag) vino después que el archidiácono de la catedral parisina. Del mismo modo, Mess Lethierry, el bravo armador de la Durande en Los trabajadores del mar, es el mismo forastero anónimo y de oscuro pasado que, con una brillante idea sacada del ingenio, la destreza, el estudio prolongado de una situación, el trabajo, la audacia, la innovación traída de fuera y el desprecio de la opinión común, genera un potosí de recursos y prosperidad que beneficia a toda la comunidad, como Monseiur Madaleine, el nombre de redimido de Jean Valjean. Estos hombres se construyen a sí mismos, al modo del self-made man americano, y construyen la riqueza de sus comunidades a partir de un robo: en Los Miserables, ese robo sirve para justificar la conversión moral de Jean Valjean, el presidiario enemigo de la Humanidad, en un cándido personaje que sólo quiere hacerse perdonar toda su brutalidad, todos sus pecados. En Los trabajadores del mar, el robo también inspira a Lethierry a emprender el camino de la reinvención personal.
La debacle de ambos hombres valientes y generosos alegra por igual a los pueblos de angosto espíritu y oscuridad intelectual, en Guernesey y Montreuil-sur-Mère.
“Ya hemos dicho que fue en el año 709 cuando el océano arrancó a Jersey de Francia. Dos parroquias se tragó aquél. Unas familias que viven actualmente en Normandía poseen aún el señorío de dichas parroquias; su derecho divino está bajo las aguas. Eso es lo que pasa con los derechos divinos”. Este extracto de Los trabajadores del mar sirve de síntesis de su actitud frente a la Iglesia, que no es para Hugo sino creación humana para justificar su propia terrenalidad achacándosela a Dios. Esta novela, quizá la menos conocida de toda su obra en España, se publicó en 1866. Victor Hugo ya había roto su matrimonio, era miembro de la Academia Francesa, había sido también diputado por París en las nuevas cortes republicanas que sucedieron a la Monarquía de Julio y vivía en las británicas Islas del Canal por ser un proscrito político en la Francia neoimperial de Napoleón III. Su posición ideológica ya era otra: de conservador a amigo del pueblo. Quizá hoy podríamos catalogarlo como socialdemócrata; lo cierto es que en Los Miserables palpita lo que vendría tras la Comuna de París: el movimiento obrero masivo, el socialismo, el anarquismo, las grandes ideologías proletarias modernas.
La mujer es un ser sagrado para Hugo, pero siempre es madre. Y sus madres siempre pierden a sus hijos, quizá porque él también perdió a su primogénito. Las recuperaciones nunca se producen del todo. A veces, los hijos crecen, sobreviven y conquistan el cetro de la lucha por la vida, como le pasa a Cosette o a los hijos apadrinados por el Batallón parisino del Gorro Rojo, en El noventa y tres. Otras, en cambio, madre e hijo no consiguen lo que quieren, y sus finales son o bien tragedias esquileas, como en Nuestra Señora de París, o dramas que anuncian la melancolía postmoderna, como el final de Gilliatt en Los trabajadores del mar. Quizá la Dèruchette de esa novela refleja la espina clavada en la carne que el propio escritor tenía aún por la infidelidad de su jovencísima mujer. Aunque hubieran pasado casi treinta años, y Hugo viviese consolado y dichoso con una amante, esas cosas no se olvidan. Por eso Dèruchette es vanidosa, caprichosa y volátil como Cosette y Esmeralda, pero no tiene ni la entereza psicológica de la primera, ni su halo divino, ni la grácil dignidad de la segunda, ni su fuerza salvaje. Quizá Dèruchette, ligera y olvidadiza, es Adela Foucher, su mujer infiel, la madre de sus hijos; no sea sino un trasunto aunque esto no es más que especulación de lector atrevido.
La naturaleza del huerto, la noción misma del huerto, trozo de tierra fecundo, cuidado, reposo y alivio del hombre, es curiosa en Hugo. Es un símbolo de bondad, un reflejo del Dios neotestamentario que tamiza sus novelas, opuesto al Dios rígido y perverso de las convenciones sociales. “Es muy difícil ser entero en regiones pequeñas. En Francia, guardar las apariencias, en Inglaterra, ser respetable; es el precio que se paga por tener la vida tranquila. Ser respetable implica una multitud de observancias, desde el domingo debidamente santificado, hasta la corbata bien anudada. No hacer que le señalen a uno con el dedo, he aquí otra ley terrible. Ser señalado con el dedo es el diminutivo del anatema. Los pueblos pequeños, pantanos de comadreo, sobresalen en esa malignidad aislante, que es la maledicencia vista por el reducido cristal del anteojo. Los más valientes temen a esa canalla. Se arrostra la metralla, se afronta el huracán, se retrocede ante la comadre Tarasca”. El huerto es el lugar que serena la mirada del patrón Lethierry. Es donde Monseiur Bienvenu habla con Dios, en Digne, y es donde los hombres buenos de Hugo se esconden del mundo y de su corsé. En El noventa y tres Hugo desdibuja los perfiles humanos de sus personajes: Enjolras deja de ser un mártir para ser un ideal, el comandante Gauvin, una versión masculina de la Marianne republicana. Compara de continuo a París, la gran ubre del mundo, con la Atenas clásica, de Pericles, Platón y Sócrates. Soslaya Roma, para él sólo existe la República romana, la de los cónsules y los conquistadores, mas no la imperial, unificadora del orbe. Huye de esa cosmovisión autocrática y total, quizá porque ya era un republicano convencido y tenía enfrente un tirano, un Sila mediocre, un napoleoncillo, que se decía sobrino del gran hombre, pero que se rindió como un cordero en Sedán a Von Bismarck: Napoleón III, el hombre al que le dedicó sus diatribas políticas, contra el que luchó desde la tribuna junto al Sena.
Pero ése no es el mejor Hugo, ni el que aventura el realismo mágico hispanoamericano en sus descripciones interminables de los paisajes rurales y urbanos, sino el que retoma a Epicuro para escribir, en la novela que escribió para describir la guerra eterna del hombre contra la Naturaleza: “Persigamos de otra manera el edén. La primavera es buena; la libertad y la justicia son mejores. Sea moral el edén, y no material. Ser libres y justos depende de nosotros. La serenidad es interior. Dentro de nosotros es donde se halla nuestra primavera perpetua».