1.

Lamenté no llevar todos sus libros para que me los firmara. No pude, llevaba un mes viviendo en Barcelona y el grueso de mi biblioteca lo tenía en Madrid. Metí en el bolso de Natalia Conviene tener un sitio adonde ir y Calais y salimos en moto. Era lunes 13 de noviembre e íbamos a conocer a Emmanuel Carrère, mi escritor favorito vivo.

Desde que Natalia se enteró unas semanas antes de que Carrère iba a venir a Barcelona para dar una charla-entrevista con motivo de la publicación de su nuevo libro, Conviene tener un sitio adonde ir,  yo no había parado de fantasear con aquel momento. Al principio me imaginaba pidiéndole que me firmara sus libros al término de la entrevista e incluso haciéndome una foto con él, como me había hecho una con Javier Cercas, otro escritor de mi gusto, al que pude conocer en Pamplona hace ya algunos años, durante un evento similar. Pero aquellas fantasías pronto comenzaron a resultarme insatisfactorias e insuficientes y con el paso de los días se fueron volviendo más elaboradas. Me vi a mi mismo levantando la mano en el turno de preguntas —dando por hecho que habría un turno de preguntas; que no hubo—. Pero, ¿qué podía yo preguntarle a Carrère? Días más tarde di con una pregunta que me pareció interesante sin ser improcedente. ¿Estás escribiendo algún libro es este momento? (Confesaré aquí, para que se comprenda hasta donde alcanza mi veneración por este hombre, que una vez al mes más o menos tecleo su nombre en Google noticias, con la esperanza de leer que va a publicar un nuevo libro. Sin embargo, a medida que se acercaba la fecha de la charla-entrevista, mis fantasías continuaron evolucionado, tornándose más íntimas, rebuscadas ¿e imposibles?, anhelando. Soñaba con un encuentro más cercano con él. Mientras me firmaba el libro, le diría algo que resumiera toda mi admiración hacia él y expresara lo importante que habían sido sus libros en mi vida.

Ya en moto de camino a La Pedrera, donde tendría lugar el encuentro, con Natalia agarrada a mí, sumido en un estado de excitación comparable al que sentí cuando vi a Bob Dylan en concierto, otro personaje hacia el que profeso una idolatría indecorosa, las fantasías alcanzaron un grado de irrealidad que rayaban con el delirio. No me bastaba con conocerle, necesitaba que él me conociera a mí. Así, soñé con que le invitaba a cenar que él aceptaba, y comíamos, hablábamos, fumábamos y bebíamos hasta pillarnos una melopea legendaria en una velada tan memorable que acabaría mencionándonos en alguna de sus próximas obras, como a menudo hace en sus libros. Qué memo soy. Pero así de emocionado estaba.

Sólo el pensar en ello ya me provocaba placer, a pesar de que fuera imposible que ocurriera. Que yo llegara a conocerle, y aún más, que él llegara a conocerme y a recordarme, era para mí comparable a aquello que le sucedió a una fan de los BackStreet Boys: cuando uno de los miembros de la banda, su favorito, le dio la mano a la salida de un concierto, la chica tuvo un orgasmo espontáneo, de tal intensidad, que se cayó al suelo retorciéndose de placer.

2.

Bueno, ¿y quién es Emmanuel Carrère? Tendré que contar alguna cosa sobre él. Podría decir cuántos años tiene, mencionar los hitos más significativos de su biografía (que habría buscado en Wikipedia) y enumerar los premios que ha ganado. No lo haré. Me parece la forma más aburrida de acceder a un autor. Bastará decir que es francés y escribe libros sobre sí mismo. Y cuando no son sobre él, se las arregla para aparecer en el libro de cualquier forma.

Autoficción, lo llaman. Pero no me interesa realizar un análisis literario, ni verter una reflexión sobre las tendencias narrativas del siglo XXI. Lo que hace Carrère es lo que estoy haciendo yo en esta crónica, aunque él con muchísima más gracias que yo. En vez de contarte que Carrère dio una charla-entrevista en la Pedrera y describir el contenido de la misma, te cuento lo importante que es él para mí y lo que me pasó antes, durante y después de la susodicha charla-entrevista. Me introduzco en la crónica como un personaje más, me comprometo con la historia. No es afán de protagonismo. O no solamente. Al menos no es ése el objetivo. Al renunciar a una neutralidad fría y asumir una posición descaradamente subjetiva, el texto adquiere una potencia inusitada. Funciona como un viagra narrativo. Para el que escribe resulta más jugoso y sincero. Para el que lee, mucho más apetecible. “Te voy a contar una historia, y te voy a contar también porqué te cuento esta historia, porqué es importante para mí”. La historia de contar esta historia. La aventura de contar una aventura.

Soy una de esas personas a las que le cuesta recomendar libros, discos, películas o series a otras personas por el miedo a no acertar con sus gustos. Sé lo que a mí me gusta y me emociona, pero al mismo tiempo soy muy consciente de que mis gustos son (bastante) particulares, diferentes a los del común de las personas. Ahora bien, con Carrère no me pasa eso. Recomiendo sus libros encarecidamente a todo el mundo, como también recomendaría La Capilla Sixtina, de Miguel ÁngelAnna Karenina de TolstoiBlood on the tracks de Bob DylanEl árbol de la vida de Terrence Malick. Son un must. Algo demasiado bueno para que no lo conozcas. Pertenece a ese tipo de clase de obras de arte que, como decía David Foster Wallace, uno sale más pesado después de haberlas visto o conocido. Más pleno, como dotado de sentido. Y si no te gustan, si no te trastocan, ni te dejan aturdido y abrumado, es que tienes un problema. Aún en ese caso, es bueno que sepas que eres una mente obtusa con la sensibilidad de un cocodrilo.

Siendo así, te diría: lee Limónov, es la mejor novela-real que he leído. A la mierda Tony Soprano, Breaking Bad y esos héroes oscuros de la telepantalla. Ahí tenéis a Eduard Limónov, que es más perturbador, más carismático, más sardónico, vitriólico, enigmático, intrigante, genial. Ahí tienes un héroe de nuestro tiempo. Un superhombre que se ha hecho a sí mismo, que ha vivido varias vidas en el mismo tiempo que a los demás solo nos da tiempo a vivir una, y todas de forma intensa: poeta, paciente de un psiquiátrico, amante de una supermodelo, periodista, vagabundo, chapero, mayordomo, escritor de éxito, guerrillero revolucionario, líder político, preso de una cárcel de máxima vigilancia, rival de Putin, iluminado. O lee El adversario y asómate al mal. En esta novela Carrère se atreve a mirar a los ojos a un monstruo, Jean-Claude Romand, aquel francés modélico que mató a sangre fría a su mujer, sus dos hijos y sus padres y su perro, y lo que descubre es que el mal no es obra del el diablo, ni de la locura, sino que el mal está ocurriendo todo el rato en todas parte porque habita en el interior de todos nosotros, algo que ya intuyó Nietzsche cuando escribió: “Quien con monstruos lucha cuide de convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, el abismo también mira dentro de ti”. Estos dos son sus libros más famosos. Ahora bien, mi favorito es El reino. Trata sobre un tema tan fundamental como pasado de moda: Dios. Del sentimiento religioso, del cristianismo, del más allá y por tanto también del más acá. Me sentí hermanado para siempre con Carrère cuando descubrí que él también, como yo, vivió unos años de intensa búsqueda espiritual convirtiéndose en un cristiano devoto y que él también, como yo, en esa búsqueda de Dios no encontró más que su ausencia.  El favorito de Natalia es De vidas ajenas. Habla sobre el amor y su contrario, la muerte. Lo leí estando enamorado y sufrí. No pude en ese momento disfrutar de un libro que te expone frente al dolor más grande que conoce el ser humano, el de la pérdida de un ser querido. Me fascinó en cambio Una novela rusa, aunque no sabría decir de qué trata. ¿Sobre el desamor? Más bien sobre la incapacidad para amar. Es un libro catártico, purgativo y embriagador. Como beber un chupito de vodka.

Carrère pertenece a ese tipo de escritores de los que lamentas terminar sus libros y haces esfuerzos por leerlos más lento, porque comprendes que ya nunca volverás a poder sentir el asombro que produce leerlos por primera vez. Y cuando se los recomiendas a alguien, sientes una mezcla de alegría y de envidia por él, porque a ti se te ha privado ya de un placer que él o ella se disponen a conocer.

Ha publicado otros libros que todavía no he querido a leer. Son sus primeras obras y tal vez las menores. Me da miedo leer un libro suyo que pudiera decepcionarme, e intuyo que los restantes podrían hacerlo. No quiero dejar de admirar a Carrère, no quiero verme obligado a bajarle del pedestal al que le he subido.

Existe un título en su colección sin embargo que sí me gustaría leer, y cuanto antes. Su título es Yo estoy vivo y vosotros estáis muertos y se trata de una biografía  Philip K. Dick, el escritor en cuyas obras están basadas algunas de las mejores películas de ciencia ficción de la historia del cine como Blade Runner, Minority Report y Desafío Total, y que, según parece, padecía esquizofrenia paranoide. Lo que ocurre es que resulta imposible encontrar un ejemplar de este libro en castellano. La obra, que a diferencia del resto de su corpus literario, ha sido editada por Minotauro, está descatalogada. El ejemplar más barato que he encontrado por internet cuesta 165,39 euros y lo vende una librería de San Francisco, Estados Unidos. Soy tan friki que he escrito un mail a los de Minotauro en el que les cuento que me llamo Iñigo Rubio Zavala —verdad—, que soy fan de la obra de Philip K. Dick —mentira—, que soy psiquiatra —verdad—, que me dispongo a realizar un estudio psicoanalítico suyo —mentira—, y que si me facilitan un ejemplar de la biografía de Emmanuel Carrère, les estaría sumamente agradecido per secula seculorum —verdad—. Me contestaron enseguida. Me dijeron que iban a “tramitar” mi petición y que me mantendrían informado. Espero su respuesta.

3.

Tenemos detrás a Jorge Herralde, el jefe de Anagrama, le susurro al oído a Natalia, en la cola para entrar. A pesar de que llegamos con antelación, entro con prisa, ando apresuradamente sin saber muy bien porqué. Estoy nervioso. Natalia me detiene en el patio del edificio. Mira la Casa Milà, es de Gaudí, dice con reverencia. Me la suda Gaudí, le contesto, yo he venido a ver a Carrère. En la entrada de la sala hay dos personas repartiendo traductores. ¿Cómo funciona?, les pregunto. En el canal 1 escucharéis la traducción simultánea al catalán. ¿Hay traducción al español? No, contesta. Joder. No traducen al castellano, le digo a Natalia, como si no hubiera escuchado. Ella levanta los hombros. Venga, vamos para adentro, me dice. Entro refunfuñando. A ver si al menos nos podemos sentar en las primeras filas, le digo, tal vez pensando que por escucharle más alto fuera a entenderle mejor.  Hoy sí, por primera vez en mi vida, odio el catalán. Reconozco que soy un poco zote para los idiomas. Pero mi queja tiene justificación y fundamento. Soy vasco, hablo español, euskera e inglés, en el colegio aprendí algunos rudimentos de francés y en la universidad estudié un curso de italiano. Pero de catalán no tengo ni idea. Llevo menos de un mes viviendo en Barcelona y todo a lo que llego es adéu, molt bé, sortida, Rodalies y Bonpreu. Si fuera a quedarme a vivir en Cataluña, aprendería catalán. Pero no es así. Y sucede que, el día que voy a conocer a mi ídolo, no voy a poder entender nada de lo que diga porque nadie ha pensado o a nadie ha querido pensar que puede haber gente en la sala que no entienda catalán. Joder, joder y joder. He venido a adorar a mi ídolo, dejadme idolatrarlo como se merece.

No encontramos sitio en las primeras filas. Están reservadas o por la organización o por señores que ocupan un sitio y reservan otros cuatro con sus abrigos. Al final, acabamos sentados en sexta o séptima fila. Trato de consolarme a mí mismo y recomponerme. Iñigo, no importa que no entiendas, lo que harás será observar a Carrère sin perder atención, escudriñarás su anatomía, estudiarás su lenguaje no verbal, te deleitarás escuchando su forma de hablar y de modular la voz. Lo mirarás con tanto detenimiento que quedará impreso en tu retina un recuerdo tan imperecedero e indeleble de tu ídolo que dentro de muchos años podrás todavía recordar la experiencia memorable y contársela a los (pocos) que quieran escucharla. En el fondo, tampoco importa tanto lo que diga o deje de decir, vas a muchos conciertos en los que tampoco entiendes nada de lo que allí se canta. No seas lelo, me contesto, ¿no ves que hay hasta un traductor del lenguaje de signos? ¿Tienen presupuesto para permitirse traducir la entrevista a sordos pero no a los que no sabemos catalán?

Entra Emmanuel Carrère en la sala. Lo primero que advierto es que tiene barriguita, y se lo digo a Natalia. Tiene buen aspecto, contesta ella. Tiene un moreno muy saludable y es más alto y fornido de lo que imaginaba. Se sienta enfrente de la entrevistadora. Sonríe, mucho. Viste un jersey negro con cremallera y debajo una camiseta negra ajada, vaqueros y unas botas negras. Le doy mi aprobación en silencio, aunque nadie me la haya pedido. La entrevistadora le tiende unos auriculares como los nuestros y él los mira desconcertado, como si le molestara tener que ponerse eso en la cabeza. No quiere estar feo. Luego la entrevistadora comienza la presentación en catalán, resume su trayectoria como escritor. Carrère se toca los auriculares. No recibe la traducción. Primer malentendido. Risas del público un tanto exageradas, todos con ganas de admirar la espontaneidad del escritor. Queremos adularte. Nos tienes ganados de antemano.

Primeras preguntas y primeras respuestas. De cada tres frases se me escapan dos. Aun así, creo entender más de lo que anticipaba. Y lo que no entiendo me lo imagino. Me relajo. Pero entonces, de pronto, el público estalla en una carcajada, Natalia incluida. Todos menos yo. Me siento fuera. ¿Qué ha dicho?, le pregunto a Natalia. Ella se quita los auriculares de las oreja. ¿Qué?, me pregunta. Que qué ha dicho. Me explica la gracia, pero me doy cuenta de que le molesta que le pregunte porque pierde el hilo de la entrevista, de modo que, en adelante, raciono con austeridad mis preguntas, y solo le demando traducción ante las dudas más urgentes, cuando la curiosidad es insoportable.

Carrère sonríe mucho, insisto. Su sonrisa tiene algo de Julia Roberts, ese tipo de sonrisa que apenas entra en la cara. Lleva el pelo rapado, como en las fotos. Tiene el rostro surcado por arrugas como hachazos. Hay algo simiesco en su cara, algo primitivo. Es casi-feo. Un poco más feo y habría sido feo del todo, pero resulta que los rasgos de su rostro encajan y se combinan de una forma que sin ser guapo, termina resultando una persona atractiva, provisto de una belleza fuerte. A las preguntas de la interlocutora responde con ahínco y entusiasmo. Habla intensamente, mirando al público. Piensa tal vez que hablar con pasión es la mejor forma de que te escuchen con pasión. Se le nota cómodo en esta clase de evento, debe de satisfacerle que haya venido tanta gente a escucharlo. Y mientras le escucho me pregunto si él, como yo, en sus fantasías se imagina a sí mismo dando conferencias, sentando cátedra, dando discursos, clases magistrales que alumbran a la gente. Le encanta cuando la entrevistadora le compara con Dostoievski. Trata de mostrarse humilde y reírse de sí mismo. Es propio de los narcisistas, burlarse de sí mismos porque se gustan tanto que hasta de sus propios defectos están enamorados. Lo digo por él pero también por mí.

Me descubro aburrido por momentos. No sé si las preguntas no son las adecuadas, o simplemente he leído ya demasiadas entrevistas suyas. Me deja exhausto por otra parte tener que poner tanta atención por entender. Cuando no puedo más, saco el móvil grabo un video y tomo una foto que cuelgo en Instagram. En un momento dado la entrevista cobra de nuevo interés. ¿Estás escribiendo algún libro en este momento?, le pregunta la entrevistadora. ¡Mi pregunta! No, en este momento no, contesta él. Mierda, pienso, podrían pasar años antes de que pueda una nueva obra suya. No te preocupes, me tranquiliza Natalia, que a veces parece que pudiera leer mis pensamientos. Es demasiado narcisista para dejar pasar demasiado tiempo sin publicar y correr el riesgo de que su público nos olvidemos de él.

4. 

¿Entonces vas a ir a que te firme los libros?, me pregunta Natalia cuando termina la entrevista. La pregunta me saca de mi propia cadena de pensamientos. La gente se está levantando y marchándose. Sí, le contesto, y tú vienes conmigo. Frente al estrado se formado ya una pequeña cola de gente con el mismo propósito que nosotros. Qué emoción, le digo a Natalia. Nos hemos repartido los libros. Ella lleva Calais, un librito de tapas marrones, que parece un cuaderno de Moleskine, y yo Conviene tener un sitio adonde ir, el libro que acabar de publicar y que reúne una colección de textos periodísticos y ensayos que ha ido publicando a lo largo de los últimos veinticinco años. ¿Vas tú primero o yo?, le pregunto, cuando se va acercando nuestro turno. Yo primera. Vale, déjame tu iPhone. Yo te hago fotos y luego tú a mí.

Natalia llega frente a él, que está sentado. Carrère levanta la vista y al verla noto cómo se le ilumina el rostro por un microsegundo y se sonríe, como si se hubiera llevado dado una grata sorpresa. Un calambrazo de celos me atraviesa el espinazo. ¿Cómo te llamas?, le pregunta con un fuerte acento francés. Natalia, contesta ella. Ho-la Natalia, le dice Carrère, con una amabilidad infinita. Está ligando con mi mujer, me digo. En esas, me situó frente a ellos y lanzo una  ráfaga de fotos. Luego llega mi turno. Estoy tan nervioso que en vez de darle el libro, le tiendo la mano, y él, por imitación, me tiende la suya, y nos las estrechamos con fuerza. Terminado el saludo, le doy el libro. Me pregunta mi nombre. Iñigo. ¿Cómo?, pregunta. I-ñi-go, le contesto. ¿I-ni-gó? Sí, es un nombre vasco, le explico, pero no parece interesarle. Una de las organizadoras, una chica joven, se acerca para solucionar el entuerto. Saca una libreta y le escribe mi nombre. Él asiente con la cabeza y me escribe la dedicatoria. Es en ese preciso momento cuando aprovecho para decirle la frase que llevo ensayada. Arranco en inglés: Your books have being very important in the beginning of our relationship. Carrère levanta la cabeza de golpe y mira alternativamente hacia mí y hacia Natalia, esbozando (de nuevo) su sonrisa kilométrica. Ahora sí, he logrado captar su atención. Es mi efímero y fatuo momento de gloria. And now we are married, añado, pero no me llega a escuchar y tampoco mira la alianza que le intento mostrar en mi mano derecha. Me devuelve el libro firmado y busca con la mirada al siguiente en la cola. Está ya a otra cosa. Me reúno con Natalia y bajamos del escenario.

Nos resistimos a salir de la sala. Devolvemos los traductores y recupero mi DNI y mi tarjeta sanitaria, pero nos quedamos en el umbral de la puerta, resistiéndonos a salir. Una vez que nos vayamos, puede que no le volvamos a ver nunca más. Qué majo es, dice Natalia con arrobamiento. Sí, es tan seductor y narcisista como me imaginaba. Aunque la sala está vacía, y solo quedan un puñado de personas esperando a que Carrère les firme, alargamos todavía un poco más el momento de marcharnos. Comprobamos las tropecientas fotos que nos hemos hecho el uno al otro junto a él. Yo encuentro unas cuantas que me gustan. En una salgo con el tronco inclinado hacia adelante, las manos en las rodillas, en el momento que trato de explicar a Carrère cómo se escribe mi nombre. A Natalia no le acaba de gustar ninguna de las que le he hecho.

¡Qué majo es, qué majo!, insiste ella de camino a la moto. Sí, ya me he enterado, es majísimo, y tú a él le has encantado. Se ríe complacida. Ho-la Nataliá, digo imitando el acento francés. No debe estar acostumbrado a tener lectoras tan guapas y jóvenes. ¿Qué te ha puesto en la dedicatoria?, me pregunta Natalia. Leo: Pour Iñigo, avec toute ma sympathie, ¿y a ti? Su número de teléfono, me contesta. ¡¿Qué?! Natalia se ríe. Por un segundo me lo he creído.

Nos ponemos los cascos, montamos en la moto y salimos rumbo a casa. Entonces, en el primer semáforo en rojo, veo a Carrère cruzando el paso de peatones. Va con un grupo de cinco o seis personas, no presta demasiado atento a la conversación. Parece metido en sus propios pensamientos, parece feliz. Justo en el momento que pasa frente a mí, a menos de un metro de distancia, mira hacia nosotros, o hacia la moto, o al menos hacia nuestra dirección. Le voy a saludar, le digo a Natalia, pero titubeo un segundo y cuando finalmente levanto la mano, él ya ha apartado la vista y mira de nuevo hacia el frente, sin darse cuenta una persona le saluda desde una moto con una mano en el aire.

5.

Post scriptum. Cuatro días después, los de la editorial Minotauro han vuelto a escribirme. “Buenos días Iñigo. Lo sentimos, pero no está prevista su reedición y no disponemos de ejemplares. Un saludo, ediciones Minotauro”.

Cuántas fantasías frustradas.

 

Compártelo en...
Share on Facebook0Tweet about this on TwitterPin on Pinterest0Share on Google+0Share on LinkedIn0Email this to someonePrint this page

Uso de cookies

Este sitio web utiliza cookies para que usted tenga la mejor experiencia de usuario. Si continúa navegando está dando su consentimiento para la aceptación de las mencionadas cookies y la aceptación de nuestra política de cookies, pinche el enlace para mayor información. CERRAR